Por Joaquín Morales Solá.- La eliminación de uno de los tres poderes constitucionales sólo se puede hacer mediante un golpe de Estado. Es lo que se ha propuesto Cristina Kirchner con su llamada «reforma judicial» que, si prosperara, destruiría al Poder Judicial. La Presidenta ya no tiene retorno posible. Ha elegido un camino de radicalización sólo comparable con los procesos revolucionarios de Venezuela y Ecuador. Hemos hecho mucho, pero nos falta un poco para terminar el gran cambio, le dijo hace poco a un interlocutor el decisivo secretario de Legal y Técnica, Carlos Zannini. No adelantó que el «gran cambio» significaría terminar con los jueces.
Menos prudente, el viceministro de Justicia, el camporista Julián Álvarez, describió en el Senado los cambios judiciales como «una revolución para 100 años». Sólo comparable con la «revolución de los 1000 años» que prometió el nacionalsocialismo de Hitler. Los fanatismos de cualquier signo aspiran siempre a la eternidad. Álvarez es socio del también camporista Eduardo «Wado» de Pedro en un estudio jurídico. Zannini y De Pedro son los autores intelectuales y los escribidores precisos de la reforma judicial. De Pedro y Andrés «Cuervo» Larroque comparten la jefatura de La Cámpora. De Pedro es el jefe de gestión de esa organización y Larroque es el jefe de la política. Tienen una jerarquía idéntica.
Cristina Kirchner se ha ido del peronismo para refugiarse definitivamente en esa organización que comenzó siendo sólo un divertimento de su hijo Máximo. Ya no lo es. Se ha transformado en la agencia de empleo más importante del país, financiada, claro está, con el dinero del Estado. La Cámpora se ha colocado a la izquierda del peronismo (la misma dirección que eligió la Presidenta) y ya protagonizó algunos hecho que son la farsa posterior de la tragedia histórica. La derecha sindical y los jóvenes camporistas suelen cruzarse con violencia; esos encontronazos a trompadas de ahora son más leves que las balaceras con las que sindicalistas y jóvenes peronistas dirimían a sangre y fuego sus discordias en los años 70.
Sea como fuere, Cristina decidió terminar con la Corte Suprema de Justicia, tan fastidiosa siempre, como cabeza de un poder del Estado. Si su proyecto triunfara, a la Corte no le quedará ni la facultad de comprar los papeles para escribir sus sentencias. Todo el poder que tiene ahora de contralor de jueces y empleados y de la administración del dinero del presupuesto judicial irá a parar al nuevo Consejo de la Magistratura, diseñado para colocar a la Justicia bajo el control del poder político, sea éste cristinista o de cualquier otro signo. Una república sin división de poderes es sólo una caricatura de república. Si todo terminara así, es probable que la historia de los últimos treinta años registre a dos presidentes célebres: Raúl Alfonsín, que construyó la democracia, y Cristina Kirchner, que la habrá destruido.
Cerca de la Corte, que nunca se inclinó ante los humores presidenciales, serpentea la impresión de que esos proyectos fueron hechos para forzar la renuncia de los miembros de ese alto tribunal. Ningún juez renunciará. Los están empujando a la renuncia, pero resistirán por ahora, se oyó muy cerca de esos jueces. Cambiar la Corte es el objetivo final del Gobierno. No habría existido la «democratización» judicial con una Corte complaciente. La dura ofensiva contra la Justicia dejó al cristinismo sin amigos entre los jueces. La jefa de los fiscales, Alejandra Gils Carbó, convocó a un acto de la oficialista Justicia Legítima y preparó un ámbito para 200 asistentes. Fueron veinte.
No es sólo un problema entre dirigentes del Estado. El control absoluto de la Justicia por parte del Poder Ejecutivo y la virtual eliminación de las medidas cautelares afectarán de manera notable a la sociedad. Los nietos de los jubilados terminarían cobrando algo de los haberes mal liquidados de sus abuelos, si es que cobran algo. Los depósitos bancarios quedarían bajo el arbitrio de la Presidenta y nadie podría hacer juicios por eventuales «corralitos». Las cajas de seguridad, ahora protegidas por una vieja resolución de la Corte, serían de fácil acceso para el poder que gobierna. Ningún juez se atrevería a frenar la voluntad del que manda. Ni siquiera sería necesario cambiar a demasiados jueces; sólo el temor de los que ya están los iría acomodando a la voluntad presidencial.
El efecto fulminante sobre las inversiones afectaría seriamente a la oferta de empleo. Empresarios de AEA, la mayor entidad patronal, manifestaron su enorme preocupación por las medidas en marcha. Un Estado en condiciones de expropiar sin que la Justicia paralice sus decisiones, y con futuros resarcimientos en manos de jueces disciplinados, podría provocar que muchas empresas extranjeras se replanteen su permanencia en la Argentina. Las argentinas preferirían achicar sus inversiones antes que aumentarlas. El mercado laboral, en tal caso, también se encogería dramáticamente. El derecho a la propiedad, sea ésta grande o chica, quedaría cerca de la extinción.
La culminación del revolucionario proyecto cristinista, que cambiaría definitivamente el sistema político y de libertades, deberá superar tres etapas. La primera será la aprobación en el Congreso. Teóricamente el Gobierno cuenta con la mayoría necesaria. Sin embargo, comienzan a aparecer tímidamente algunas vacilaciones de peronistas. Varios diputados se resisten a tener que explicar luego, de nuevo, que el peronismo es democrático. Otros, más prácticos, escuchan a sindicalistas o a intendentes de su partido: éstos creen que después se subirán al patíbulo. Luego, la opción no será entre el poder o el llano, sino entre el poder o la cárcel, dijo uno de los más nombrados intendentes del conurbano.
La posición final de varios peronistas dependerá, en gran medida, de la reacción social de una sociedad que -todo hay que decirlo- ha desertado con insistencia en los últimos tiempos de sus obligaciones morales y cívicas. Oficialistas y opositores esperan con ansiedad las manifestaciones sociales convocadas para el próximo jueves; es probable que, por primera vez, todos los dirigentes opositores participen de esas marchas. La semana que se inicia será de una intensa movilización opositora. Diputados harán sesiones paralelas a las de las comisiones del Congreso que controla el cristinismo. Habrá actos conjuntos de casi toda la oposición. La historia nos juzgará tanto como a Cristina, dijo un líder opositor.
La segunda etapa será la judicial, si es que esos proyectos se aprobaran. Hay un consenso judicial sobre la inconstitucionalidad de esas medidas, pero el grueso de la reforma irá al fuero Contencioso Administrativo; gran parte de él está ya colonizado por el cristinismo. La Corte Suprema tendrá la última palabra sobre la constitucionalidad, pero el conflicto llegará a ella forzosamente después de las primarias abiertas y obligatorias de agosto, cuando se decidiría la futura conformación del Consejo de la Magistratura.
La última fase del proceso, si fracasara todo el resto, serán esos comicios de agosto. Gran parte de la oposición tiene la decisión tomada de acordar una misma lista de consejeros, que, de esa manera, podría derrotar a la del oficialismo. Ésa es la definitiva decisión política. Irán juntos. Falta todavía la forma jurídica de encauzar tal vocación, entorpecida de manera brutal por el cristinismo con modificaciones de último momento a su proyecto original.
¿Qué será de la Presidenta si la aguardara una derrota? Cristina ha vuelto a jugar a todo o nada. El país está otra vez extremadamente estresado. Pero la función primaria de todo gobierno, asegurarle a su pueblo progreso y tranquilidad, no existió nunca en la noción de una estirpe desmesurada.
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 13 de abril de 2013.