Por Alcides Castagno. Con el sudor en la frente, Cayetano Colsani llegó desde Agate Grasso en 1885. Todo se estaba construyendo aquí, de modo que decidió fabricarse un horno de ladrillos. La competencia saturó a la demanda y “Tano” usó los ladrillos sin vender para fabricarse un horno de panadería, que estaba haciendo falta. Entretanto, aquella muchacha que lo había despedido al salir, aceptó compartir la aventura “della Mérica” y Francesca Lischetti llegó un día para casarse con él y hacer el pan y los hijos.
La jardinera era un carruaje de la familia de las volantas; tirada por dos caballos; con los laterales y el techo cubiertos, más un cajón, se usaba para repartir el pan a domicilio. La tradición familiar cuenta que solía cruzarse con otro pionero de la alimentación lugareña, un tal Luis Fasoli, que salía a repartir fiambres con una carretilla. Casi siempre con el saludo Luis le gritaba “algún día te voy a ganar”. ¡Y vaya si le ganó en dimensiones!
El hermano de Cayetano salía temprano a repartir por los campos. Las mujeres y los niños que lo recibían le inspiraron la idea de adosar un cajoncito más con bizcochos, que regalaba a los niños. Había incorporado la “yapa”, y con ella una relación humana entre el que daba y el que recibía el bizcocho. Lo trasladaron al mostrador, y fue bueno.
El Negro
Tercera generación de Cayetanos, conocí al “Negro” cuando todavía noviaba con María Elena Nucha Cottura. Docente, basquetbolista, catequista, ocasionalmente rotario, esencialmente amigo, nada lo alejó de su misión heredada y compartida: el pan. Fue creciendo en harina y servicio junto a su madre viuda, sus tres hermanas, dos tías solteras y un tío.
Cuando la contaba, su historia no tenía un tono épico: era la historia simple de gente simple que vivió para hacer y ser. Su primer trabajo fue de chiquito, ante la enfermedad de un encargado y consistía en ayudar a los mayores en las tareas menores. La segunda oportunidad fue al morir Evita, en Julio de 1952. Se decretaron cuatro días de duelo y, al no concurrir personal de cuadra, debió hacerse cargo de la tarea de “campanear”, o sea abrir y cerrar la puerta del horno, con el único riesgo de quedarse dormido entre una y otra. Algo estaba claro: había que lograr que el cliente compre, pague y vuelva a comprar. Eso requería el ingrediente de la relación humana.
En su adolescencia, quiso incorporar ideas nuevas y allí se produjeron lo que ocurre en casi todas las empresas de familia: lo choques generacionales. El Negro (lo llamamos así para diferenciar su nombre de los Cayetano anteriores), vio que comenzaban a usarse máquinas para hacer el pan; el abuelo lo miró de costado, “el pan se hace a mano”. El abuelo finalmente cedió y con un empréstito 9 de Julio de Alsogaray compraron la máquina, incorporaron tecnología. No rindió lo esperado y el choque entre la voluntad de cambio y “lo que va bien no hay que cambiarlo”, tuvo su respuesta cuando, después de tres meses de arrinconada, se la usó para responder a la demanda en un feriado largo.
Otro de los episodios de incorporación de tecnología fue cuando empezaron a aparecer en Córdoba los discos pre-pizza. La panadería andaba bien, pero podía ir mejor. Ante la insistencia de una de las hermanas, la más emprendedora, se fueron con su reciente esposa, María Elena, a la fábrica Argental, en Rosario. Allí compraron una máquina con crédito del Banco Industrial a 6 años de plazo, 2 años de gracia, cuotas semestrales a un 4,5% de interés anual, para hacer los discos más pebetes, grisines y facturas. Evidentemente era otra la Argentina de hace 60 años, Frondizi, Sylvestre Begnis, Muriel, ley de promoción industrial con exención de impuestos.
El perfume particular de la masa horneada ganaba espacio. La familia entera se agrupaba en torno de la producción. A modo de símbolo, el primer disco pre-pizza recibió como marca el nombre MaCeCol, apócope del nombre de la primogénita María Cecilia Colsani. Abroquelados en torno del servicio, llegó la primera partida de pan dulces, lo que derivó en confitería y la convocatoria de Miguel Yapour, que con su Organización atendía grandes eventos en distintos puntos del país. ¿Se animan?, preguntó Miguelito, y claro que se animaron, aunque tuvieron que ir a espiar experiencias ajenas en Rosario para hacer “bocaditos”. Después vinieron los dietéticos, las masitas de soja precursora de productos para celíacos.
El coraje que alguna vez los ayudó a crecer los enfrentó con un panorama financiero distinto, voraz. Los hijos ya habían crecido. Cecilia, Pablo, Alejandra, Mónica, Betty, Guillermo y José estaban programando sus vidas. Habían perdido a Juan Andrés súbitamente a los 2 años. La voluntad de exportar pan dulces y su equipamiento los empujó a algunos errores y los envolvió en una pendiente irrecuperable. Acaso otra familia hubiera dado la espalda a la situación, pero los Colsani no. Hicieron su propio concurso de acreedores, por ser buena gente tuvieron la ayuda de proveedores, pusieron todo lo que tenían; por ser gente de trabajo se lanzaron a reciclar el ánimo; por haber mostrado honestidad y capacidad técnica, fueron apoyados. En un galpón alquilado hicieron su centro de operaciones. Allí hoy Pablo, José, Betty y su hijo Juan, más el apoyo de Ignacio y Juan Manuel, la nueva generación, continúan con el arte de amasar buenos productos.
Es un caso rafaelino de tradición secular, cohesión familiar, empatía con el cliente, respeto a ultranza por el liderazgo en la calidad de sus productos a despecho de alturas y caídas. El Negro Colsani nos invitó a acompañarlo a Catamarca y La Rioja, adonde iba para comprar personalmente los frutos para su mercadería. Cuando todo estaba dispuesto, imprevistamente partió, esta vez solo y por última vez, para llevar su Pan al Cielo.
Fuente: diario Castellanos, Rafaela, 21 de octubre de 2020.