La política ambiental consciente y sistemática surgió en Europa. Ese hecho no puede sorprender. En Europa comenzó la industrialización. En Europa, la invención de la máquina de vapor y la explotación del carbón en las minas de Inglaterra y Alemania, pero también en otros países del centro del continente, desataron aceleradas transformaciones económicas. Unido a esa concentración industrial en las cuencas carboníferas tuvo lugar un igualmente rápido aumento de la población. En las primeras décadas de la industrialización no se tuvieron en cuenta ni sus consecuencias sociales ni sus consecuencias ecológicas, ni éstas fueron tampoco objeto de reflexiones políticas.
Las consecuencias de esa completa abstinencia en el tratamiento de los efectos ecológicos del auge industrial adquirieron un carácter dramático. Fueron visibles, perceptibles, inhaladas y se transformaron en fatales lastres para la salud humana, haciendo desvanecer para la mayoría de la población los efectos positivos de las nuevas perspectivas económicas. A partir de esa problemática situación, aquí sólo esbozada, es más que comprensible que los seres humanos se rebelaran contra la injusticia social, pero también contra las consecuencias que esos años pioneros de la industrialización tuvieron para la salud. La puesta en práctica de una política para que “el cielo azul sobre la Cuenca del Ruhr” pudiera volver a verse, como tan concreta y certeramente lo formuló el por entonces canciller federal alemán Willy Brandt, condujo a una política consciente que tuvo como objetivo reducir esos costos ecológicos de la Revolución Industrial. Esas medidas no se entendieron al principio como “política ambiental”, ni estuvieron insertas en una consistente red de interdependencias de cada uno de los factores ambientales. Pero hicieron crecer la conciencia de que era necesario incluir los costos ambientales en los cálculos de rentabilidad empresarial e impulsaron las tecnologías de filtrado de emisiones, el tratamiento de aguas residuales y la planificación urbana consciente en el proceso de toma de decisiones de las empresas y el sistema político.
El proceso europeo de unificación luego del apocalipsis de la II Guerra Mundial estuvo limitado al comienzo también a las estructuras económicas. El objetivo fue primero crear la “Comunidad Económica Europea” (CEE). Pero paralelamente a ese proceso de integración económica quedó rápidamente claro que también la cuestión de los diferentes niveles de inclusión de los costos ambientales en los cálculos de las empresas podía llevar a distorsiones en las decisiones de emplazamiento empresarial. Una paulatina armonización de las normas de control de contaminación del aire y el tratamiento de aguas residuales, la protección de la naturaleza y el paisaje, la gestión de residuos y particularmente los residuos industriales peligrosos, se transformó así en una necesaria consecuencia de la integración económica. La Comunidad Económica debió ser complementada entonces con una Comunidad Ecológica. Esa armonización continental y regional de exigencias a la política ambiental fue en sus comienzos única en el mundo. Nuevamente, partiendo de su situación geográfica e histórica, Europa se transformó en pionera de una política ambiental coordinada más allá de las fronteras nacionales. Justamente en Europa, segmentada por tantas fronteras nacionales, quedó claro qué potencial de conflicto embarga un accionar medioambiental no coordinado y qué riesgos entraña un “dumping ambiental” consciente o inconsciente. El comportamiento de “arruinar al vecino”, conocido de la teoría del comercio exterior, quedó también muy claro sobre el trasfondo de la contaminación ambiental transfronteriza. Se podía rápidamente “transformar al vecino en un mendigo” vertiendo, por ejemplo, sal en el curso superior del Rin o encauzando el curso superior en función de intereses nacionales, sin reflexionar qué consecuencias tendrían esas medidas para los Estados, las ciudades y los habitantes de la cuenca del curso inferior del río.
Los desafíos ambientales han saltado en el ínterin también las fronteras continentales. El cambio climático y la extinción de especies, la desertificación y las transformaciones genéticas, el tratamiento de productos químicos y desechos peligrosos: todas ésas y muchas otras consecuencias de la producción y el consumo del ser humano han alcanzado dimensiones globales. Las experiencias recogidas en el proceso europeo de unificación han sensibilizado a su vez particularmente a los Estados europeos y la Comunidad Europea en general en relación con esa modificación de las dimensiones de los desafíos ecológicos. Por ello es nuevamente comprensible que las iniciativas para una regulación mundial con el objetivo de salirle al paso a las amenazas ecológicas globales hayan recibido decisivos impulsos de Europa. Esos impulsos fueron eficazmente apoyados e incluso iniciados a partir de una vasta experiencia de la sociedad civil europea y de las numerosas iniciativas populares y organizaciones no gubernamentales. Pero crecientemente asumió también la ONU el papel de pionera e impulsora de respuestas coordinadas globalmente a las consecuencias de las actividades económicas registradas y probadas científicamente. Un ejemplo particularmente claro de ello son las exitosas negociaciones para crear sistemas de reglas globales para la protección de la capa de ozono. Esa “Convención de Viena”, el “Protocolo de Montreal” y el “Fondo Multilateral” se deben sin duda alguna a las actividades del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) y de su por entonces director ejecutivo, Mustafá Tolba.
La lucha contra el dramático peligro del calentamiento global del clima ha sido impulsada desde un principio por Europa, si bien con diferentes niveles de compromiso y convicción. La firma de la Convención Marco de la ONU sobre el Cambio Climático (CMNUCC) en la “Cumbre de la Tierra”, en Río de Janeiro 1992 fue posible gracias a la extraordinaria capacidad negociadora del embajador de Singapur, Tommy Koh, pero también gracias a las actividades científicas y políticas de numerosos países europeos. No es casualidad que el primer presidente del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (PICC) fuera un sueco. Otra prueba de ello es que la señal de partida para las negociaciones sobre el “Protocolo de Kyoto” fue dada en la Conferencia de las Partes de CMNUCC en Berlín en 1994, bajo la presidencia de la por entonces ministra de Medio Ambiente alemana, Angela Merkel.
Europa tiene, sobre el trasfondo de esa génesis meramente esbozada, una particular responsabilidad de impulsar decididamente las actividades contra el cambio climático y probar con acciones en el continente que una política climática consciente armoniza también con la estabilidad económica. Así lo avala que en particular la UE, pero también Noruega y Suiza, hayan ratificado el Protocolo de Kyoto y aceptado los objetivos de reducción allí fijados. Pero sobre todo: los nuevos instrumentos contenidos en el Protocolo de Kyoto fueron llevados efectivamente a la práctica política, sobre todo el comercio de derechos de emisión, el instrumento de la “Implementación Conjunta” y el “Mecanismo de Desarrollo Limpio” (MDL).
Europa debe asumir decididamente hoy más que nunca un papel pionero en la política climática global y la lucha contra el cambio climático. Ello comienza ya con que los compromisos que Europa asumió con la firma del Protocolo de Kyoto sean cumplidos sin cortapisas y en los plazos previstos. Europa debe también realizar grandes esfuerzos para que los compromisos asumidos para con la protección del clima den confianza también a los países en desarrollo. Ello se refiere sobre todo al hecho de que los dramáticos cambios climáticos que tienen lugar hoy se deben casi exclusivamente a las emisiones de los países altamente industrializados, pero sus consecuencias se sienten sobre todo en los países en desarrollo. El compromiso acordado de apoyar los procesos de adaptación al cambio climático es un considerable aporte para poder incluir en la política climática común también a los países emergentes asiáticos de acelerado crecimiento económico, sobre todo en las próximas negociaciones para la era pos Kyoto, es decir después del 2012. Ello se refiere también al continuado desarrollo de tecnologías energéticas de bajo impacto ambiental y el aumento de la eficiencia energética. Esas tecnologías en el sector de las energías renovables, el “carbón limpio”, el aumento del grado de eficiencia en las centrales energéticas y el aumento de la eficiencia energética, particularmente en importantes ramas industriales, deben ser accesibles sin restricciones a los países en desarrollo. También es imperioso impulsar mucho más enérgicamente desde Europa el instrumental del comercio de derechos de emisión y la cooperación al desarrollo limpia (MDL). En ese marco es una ayuda saber que la discusión social sobre la política climática está cambiando también en los EE. UU. La política climática de California, pero también la de los Estados de Nueva Inglaterra, la amplia alianza de alcaldes de ciudades norteamericanos a favor del cumplimiento de los objetivos de Kyoto, el creciente compromiso ambiental de muchas grandes empresas norteamericanas lo prueba, lo mismo que los cambios políticos dentro de EE. UU.
Europa debe realizar en toda su amplitud y sin recortes las tareas asumidas en materia de protección ambiental, tanto en cuanto a la reducción de las emisiones que afectan el clima (mitigación) como en la asistencia para llevar a la práctica los ajustes necesarios en vista de los cambios climáticos que ya se están registrando (adaptación), así como la explícita modificación de los modelos de consumo y las tecnologías que despilfarran energía. El póquer en las conferencias globales sobre el clima, cada vez más indigno e ineficaz, con cada vez más participantes y menos resultados, debe cambiar de raíz. Lo que se necesita es liderazgo político, decididos pasos adelante en la asunción de este desafío existencial para el futuro del mundo y de los seres humanos. Pero tampoco la espera del accionar político puede eximir a los seres humanos de su actitud cotidiana para con el medio ambiente. Medidas masivas deben hacer consciente a todo ser humano de la imperiosa necesidad del accionar ambiental y climático de cada uno de los individuos. Debe mostrarse más claramente que esas amenazas surgen de las millones y miles de millones de acciones de los seres humanos y que un cambio del comportamiento y de los patrones de consumo es necesario, sin que ello sea malinterpretado como excusa para la falta de liderazgo político y la toma de decisiones globales. Europa debe permanecer seguir siendo también en el futuro una impulsora de la política ambiental y climática.
Klaus Töpfer es experto en política ambiental global. De 1998 a 2006 fue Director Ejecutivo del Programa de la ONU para el Medio Ambiente. Hoy ejerce la docencia en la universidad de élite china de Tongji.
Fuente: www.magazine-deutschland.de.