Esa obsesión por dividir y fracturar

La Argentina de hoy es mejor en muchos aspectos, pero no tiene la pujanza económica de entonces ni el optimismo social de hace un siglo. No es cierto que éste sea el mejor momento democrático que la Argentina haya vivido nunca, como aseguró la Presidenta, siempre autorreferencial.Por Joaquín Morales Solá (Buenos Aires)

Por Joaquín Morales Solá
Dividió la historia y fracturó el presente para convocar a la unidad nacional a partir de la experiencia de ellos mismos. Esa contradicción rupturista y egocéntrica de Cristina Kirchner chocó ayer, sobre todo, con una sociedad que se encontró con una razón de la existencia nacional y que se volcó masivamente a las calles. No eran argentinos enarbolando banderas partidarias (éstas existieron sólo en los actos del kirchnerismo), sino mucho más conscientes que sus gobernantes del instante excepcional y único de la historia que estaban viviendo. Millones de argentinos se encontraron en el espacio público para celebrar un aniversario que nunca más volverán a vivir. Quizá futuras generaciones podrán hacer planes para sus próximos 100 años, pero seguramente no serán las que están hoy con vida.

¿Es extraña esa fractura en los hechos y en el discurso de los Kirchner? Por el contrario, actos y palabras de verídica unidad por parte de los gobernantes argentinos hubieran significado la sorpresa de lo original. Simplemente, fueron coherentes. Esa coherencia entre fisuras constantes convirtió la conmemoración de la fecha patria en una convivencia inestable y permanente entre dos Argentinas.

De hecho, no hubo en los últimos cuatro días un solo acto que comprendiera a las diversidades políticas, sectoriales, religiosas y sociales. Donde estaban unos no estaban los otros; donde cabía un discurso no tenía lugar ningún otro discurso distinto. Los actos de Cristina Kirchner fueron ceremonias casi monárquicas que sólo admitieron a los propios, salvo algún gobernador disidente y escasos legisladores opositores (dos, nada más). El resto fue la platea eterna de los fastos kirchneristas, tan cercanos ya a la adulación de los líderes que se tornan incompatibles con una República.

El otro acto fue el de la reapertura del Teatro Colón, donde convivieron amablemente peronistas, radicales, socialistas y la centroderecha de Pro. Más allá de las personas que allí expresaban esas ideas, es probable que en ese estilo, civilizado y pacífico, se esté incubando el futuro no tan lejano de la Argentina. Un río social subterráneo parece crecer con fuerza bajo el suelo presuntamente seguro de los actuales gobernantes. Los argentinos que atestaron las calles de Buenos Aires preferían estar unidos antes que inexplicablemente divididos. Nunca se vio mejor que en esos contrastes entre el llano y la cima el irreversible ocaso del proyecto y del estilo kirchnerista.

Merece un paréntesis la presencia en el Colón del presidente uruguayo, José Mujica. Fue el único presidente extranjero que decidió, audaz como es, desafiar el malhumor de los Kirchner; él, un viejo guerrillero, razonable ahora, se entendió sin inconvenientes con Mauricio Macri, un acaudalado descendiente de una familia de empresarios.

Ni Mujica dejó de ser lo que es ni Macri cambió sus ideas. Macri le debe a Mujica más de lo que está dispuesto a aceptar. El viejo presidente legitimó con su presencia la convocatoria del jefe porteño y blanqueó al Colón del equívoco color de las ideologías. Mujica contó que su padre, un humilde trabajador uruguayo, ahorraba de su salario para poder ir al Colón de vez en cuando. Por eso, su hijo estuvo ahí.

Es difícil explicar por qué la Presidenta corrió hasta Luján huyendo de la homilía del cardenal Jorge Bergoglio. Al final, en Luján la esperó un sermón casi idéntico del obispo Agustín Radrizzani. Los discursos eclesiásticos pregonaron el diálogo y el consenso, el valor de las instituciones por encima de los liderazgos fugaces, y remarcaron la existencia de niveles inexplicables de pobreza. Los dos dijeron lo mismo.

La Presidenta intentó la división hasta en territorios que pertenecen a la religión, donde sólo se transmiten e interpretan las palabras de Dios. La religión (la católica es inmensamente mayoritaria en el país) es también un bien común de los argentinos que no hace diferencias entre sectores sociales ni políticos.

¿Quién le dijo que Radrizzani sería mejor que Bergoglio? El mensajero presidencial no sabía de lo que hablaba o entendió que la Presidenta sólo quería fugarse de la Catedral de Buenos Aires. Radrizzani puede tener matices de estilo distintos de Bergoglio (¿por qué no, si son dos personas distintas?), pero integra el mayoritario centrismo de los obispos argentinos. Estos reconocen en el cardenal de Buenos Aires a un valioso líder religioso. Peor fue el resultado de las concurrencias: mientras la Catedral de la Capital estuvo llena de gente común que no ostentó ninguna identificación partidaria, la de Luján estuvo marcada, otra vez, por la presencia de las delegaciones políticas, trasladadas generalmente por los escépticos barones del conurbano.

Dos Argentinas se movían aquí y allá, por todos lados. Populares artistas, aunque mayoritariamente de un color ideológico determinado, actuaron bajo la organización de los actos del gobierno nacional. Otros artistas, menos ideologizados, trabajaron o presenciaron el espectáculo del Colón. Hubo multitudes en los dos lados. Ni una multitud era kirchnerista ni la otra era macrista.

Esa corriente incesante de divisiones llegó a su apogeo con el discurso presidencial de ayer. El Centenario fue un horror, empezó Cristina. Extrapoló los valores de entonces a los de ahora, se negó a comparar los progresos sociales y políticos de la humanidad durante un siglo y no reconoció el esfuerzo de la generación de 1910 para hacer de la Argentina una de las principales potencias económicas del mundo. La Argentina de hoy es mejor en muchos aspectos, pero no tiene la pujanza económica de entonces ni el optimismo social de hace un siglo. No es cierto, por lo demás, que éste sea el mejor momento democrático que la Argentina haya vivido nunca, como aseguró la Presidenta, siempre autorreferencial.

La batalla permanente
«La vida es una batalla permanente, una todos los días», se le escapó a la Presidenta, aunque se dio cuenta en el acto del desvarío del inconsciente y trató de suavizar ese desliz, que fue la mejor profesión de fe kirchnerista. ¿Por qué tenía que ningunear a España, delante de su embajador, cuando mencionó despectivamente que un miembro de la corona española había sido la figura central del Centenario? ¿No se pavonea ella ahora con la supuesta amistad de los actuales reyes españoles? ¿Nadie le dijo, además, que en el Centenario visitaron el país los presidentes de Chile y de Brasil en medio de ceremonias mucho más importantes que las de ahora?

Ninguna otra cosa, sin embargo, fue tan divisoria -ni tan explicativa del presente- como la entronización de Ernesto Guevara en el panteón de los próceres latinoamericanos. El «Che» es un mito y no un héroe; al mito se le permiten todas las fantasías que al héroe se le niegan. Guevara fue una persona valiente, pero de una asombrosa frialdad para matar y para hacer matar, para descerrajar guerras civiles y para enfrentar a los hombres y bañarlos de sangre.

Esas ideas no están en la Argentina de hoy, desde ya, pero sus conceptos de grietas y crispaciones parecen ser las predominantes entre los que gobiernan. Abajo, la sociedad bullía levantando principios más generosos que una recordación sesgada e ideologizada, que los últimos rastros de una polarización condenada a vivir su otoño.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 26 de mayo de 2010.

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