Por Julio María Sanguinetti.- A la Argentina nunca le fue fácil la política. Quizás a ningún Estado, pero a esta gran nación le ha sido particularmente complejo organizarse, o sea, definirse institucionalmente y asumir un funcionamiento colectivo. En 1810 no pensó en la independencia; recién llegó a proclamarla en 1816, cuando todavía dudaba entre el proyecto monárquico y el republicano. Hay que llegar a la caída de Rosas en Caseros y la Constitución de 1853, inspirada por el magisterio de Alberdi, para poder afirmar que quedó claro el sistema republicano democrático tal cual lo conocemos.
Sin embargo, no estaba definida la otra estructura, nada menos que la nacional, en esa disputa entre provincias que recién culminaría en 1880 cuando, como dice Carlos Pagni en El nudo, “para que se formara el Estado fue necesario decapitar la provincia de Buenos Aires”. En ese momento, una alianza de las élites del interior, conducida por el tucumano Julio Argentino Roca, federaliza la ciudad capital, desgajándola de la poderosa provincia.
Mientras esto ocurría en el plano político, el sanjuanino Domingo Faustino Sarmiento lideraría lo que fue un proceso educativo que está en la base de esa formidable construcción que fue la clase media argentina, un producto de asimilación en el que, según Luis Alberto Romero, “predominó una ideología espontánea, no teorizada, de la movilidad social, surgida de la experiencia y asentada en el sentido común”. De allí vendrán las figuras más relevantes de la democracia moderna, como Arturo Frondizi, hijo de un matrimonio italiano, y Raúl Alfonsín, nieto de un gallego por parte de padre y de una mezcla de galeses y vascos por la de su madre.
Aquí llego a lo que, como uruguayo (que vive la peripecia argentina como propia), nunca deja de asombrarnos: la dicotomía entre esa sociedad briosa, imaginativa, plena de individualidades fulgurantes en todos los dominios del quehacer humano y esta constante desarticulación política, que añade una zozobra económica reiterada, con el dólar encabezando el trencito de una angustiosa montaña rusa, alternándose vertiginosas subidas con fulminantes caídas. El mercado financiero amargó el final del gobierno de Alfonsín y precipitó la crisis financiera de 2001, que cruzó el Río de la Plata y nos sacudió a nosotros con fiereza.
Estos días he recordado que el maestro Natalio Botana, en un libro subtitulado Entre la furia y la razón (algo tan a cuento), cita nada menos que a Pellegrini (otro hijo de inmigrantes, en este caso de la Suiza italiana) cuando confesó: “Pasan los años, cambian los actores, pero el drama y la tragedia son siempre los mismos. Nada se corrige y nada se olvida. Y las bonanzas halagadoras, como las conmociones destructoras, se suceden a intervalos regulares cual si obedecieran a leyes naturales”. Era en 1906, en el final de su vida, en aquella Argentina que estrenaba los palacios porteños como símbolo del vertiginoso crecimiento que había arrancado luego del fundacional 1880.
Ahora estamos en otra cruz de caminos. De un lado un gobierno en crisis, con una inflación desenfrenada y un dólar saltando a niveles impensables. Del otro, una propuesta revolucionaria de antiestatismo extremo, lanzada como una sublevación contra toda la política (“la casta”) por un líder que convoca emociones desde un estilo mesiánico.
En el medio está lo que era –y es– la oposición política democrática, sustentada en la alianza de Pro y el radicalismo. Juntos por el Cambio define su actitud en la propuesta de un gobierno que se aleje de los arrebatos autoritarios del liderazgo kirchnerista, que corrija su clientelismo institucionalizado, que enfrente la inseguridad sin complicidades espurias, que conduzca la economía con los equilibrios imprescindibles para que haya inversión, sin la que no hay crecimiento ni empleo. Esto, que era “el cambio”, hoy luce moderado ante la radicalidad de la otra opción opositora que emergió en las PASO como corriente mayoritaria. Ese centro lo representa Patricia Bullrich, ya probada en las duras alternativas del gobierno. Garantiza republicanismo. Ejerció el ministerio más difícil con inteligencia, honestidad y firmeza. Las condiciones que hoy se necesitan para administrar un tiempo de tormenta, porque no otra cosa es lo que vendrá, cuando se procure ordenar este Estado argentino desquiciado.
Al irse el dólar a las nubes luego de las PASO, Milei dijo que no se le atribuyera a su circunstancial mayoría ninguna responsabilidad porque no era pensable que el mercado reaccionara mal ante el candidato más promercado. El tema va por otro lado, no por las ideas, y es por algo que está en la esencia de la estabilidad democrática: la confianza.
La psicología social, la sociología hace mucho que nos dicen que la figura presidencial se calca con la del jefe de familia, el responsable de sustentarla, el que la mantiene unida, el que tendrá que afrontar los malos momentos con firmeza y serenidad. Y eso no se advierte en un líder que ofrece una nueva versión del “que se vayan todos” de 2001.
Se plantea una real aventura, ya que una revolución se hace por las armas o, en democracia, solo con unas mayorías arrasadoras en el Congreso que difícilmente aparezcan. Aun así, amenaza con un tiempo de rayos y centellas la propuesta de un programa que empieza en el Estado suprimiendo el Banco Central y termina en la política exterior rompiendo relaciones con China y Brasil. El solo hecho de ser dicho esto último por un ciudadano que aspira a presidir la Argentina genera tal aprehensión, una nube tan fuerte de desconfianza, que desvanece todo debate de programas.
En estos meses que nos llevarán hasta octubre, esperemos que asome la reflexión. Las PASO fueron una gran encuesta, que a la vez mostró las flaquezas de las que, como tales, se publican a diario. Ahora ya vuelven a plantearse como verdad revelada, cuando fueron un fracaso resonante.
En octubre no se seleccionarán candidatos. Se elegirá una administración y ese, que es el mayor acto de gobierno, que dicta el cuerpo electoral, el depositario de la soberanía. Si vota con ira, nada bueno saldrá. Si vota con reflexión, podrá abrir un tiempo de normalidad. Normalidad, esa extravagancia…
Ese espacio de reflexión ciudadana también le debería llegar al exultante Milei, que, le guste o no, tendrá que convivir con los políticos que desconoce y vitupera.
En el medio de un fracaso hacia la izquierda y una aventura imprevisible hacia la derecha (si cabe la palabra), en el medio hay un cambio posible. Como todo lo razonable, no se carga de emoción. Pero sí de esperanza. Esa que, como decía Aristóteles, “es el sueño de quien está despierto”.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/ El autor fue presidente del Uruguay (1985-1990 y 1995-2000).