El relato libertario resta más de lo que suma

Milei podría encontrar en Villarruel, una política proclive al diálogo y el acuerdo, un equilibrio que su gestión necesita.

Por Héctor M. Guyot.- Cualquiera diría que quien entrena su inteligencia en el rigor de los números templará su espíritu en el discreto encanto de la proporción y la medida. Sin embargo, la ciencia, por mucho que haya colaborado en dejar atrás el oscurantismo, no previene contra los derrapes de la razón. Los banquinazos ocurren cuando la razón se erige en ídolo y pretende reducir el mundo a una serie de fórmulas que soslayan aquellas dimensiones de lo real refractarias al cálculo. O incluso cuando olvida el fondo contradictorio del propio ser humano, tanto en su carácter de observador implicado como en su ingrato rol de conejillo de indias irreductible a la planilla de Excel. El siglo XX está marcado por desastres derivados de extravíos de la razón, muchos de los cuales han configurado este delicado presente. ¿Cuándo se extravía la razón? Diría que cuando abraza alguna de sus conclusiones con fervor fanático y la convierte en verdad absoluta, aislándola de cualquier otra consideración o hecho que pudiera ponerla en cuestión o tan siquiera matizarla. Muchos libertarios inteligentes e instruidos se aferran a su credo de esta manera. Incluido, quizá, el Presidente. Esta presunción me lleva a una pregunta cuya respuesta podría definir el rumbo de la deriva de vértigo en la que ha entrado el país: ¿en qué medida el discurso extremo de Javier Milei es estrategia política y en qué proporción responde al impulso de una razón extraviada que encuentra traidores en todo aquel que contradice el dogma e incluso su voluntad, en tanto se percibe como la encarnación de esa verdad que viene a redimir a un pueblo sufriente?

Ojalá haya más estrategia política que razón extraviada. Lo primero puede corregirse. Lo segundo es más difícil de encauzar. Cierto mesianismo del Presidente sugiere que nos espera el desafío mayor. En relación a la estrategia, el entorno de Milei debería advertir que su discurso radicalizado, que ve un enemigo de “la casta” en todo aquel que no adhiera incondicionalmente a la causa, resta más de lo que suma. En su aventura de poder, el kirchnerismo apeló sin descanso a su relato alienante y a la consiguiente polarización. Infelizmente, sacó mucho rédito de eso a costa de un daño social inconmensurable. Milei, poseído por una pulsión populista similar, hace lo mismo. En su caso, pierde. Al polarizar a brocha gorda, parte al medio un centro político que lo apoyaría, pero que hoy se ve rechazado y despreciado a causa de los agravios del Presidente. El grueso de la sociedad también apoya. A la luz de la catástrofe que dejó el despilfarro y el saqueo kirchnerista, el déficit cero, así como la reducción del tamaño del Estado y el fin de los privilegios corporativos, no necesitan relato. Son tenidos como los objetivos razonables de la hora. Pero si lo que se quiere es apelar a las fuerzas del cielo para implantar el paraíso anarco-libertario en esta tierra, estamos en problemas.

Para esto último, lo que hace falta es un iluminado. Y por momentos Milei se comporta como tal. Asoma entonces un personalismo muy peligroso que remite a Cristina Kirchner, a quien nadie de los suyos contradecía y ante quien, como dijo alguna vez Carlos Zannini, había que bajar la cabeza. Esperemos que Milei no exija a sus funcionarios la misma obsecuencia. En este sentido, la disputa que mantuvo esta semana con Victoria Villarruel no es un buen signo. Parecería que el Presidente no acepta que nadie le haga sombra y pretende colaboradores que acaten lo que él diga. La vicepresidenta tiene personalidad e ideas propias, y eso a Milei no le gusta. La Casa Rosada la responsabilizó de habilitar en el Senado la discusión del megadecreto que dictó el Gobierno. Se la acusó, de modo elíptico, de avanzar con “una agenda propia e inconsulta”, pero lo cierto es que, de acuerdo a la ley, no tenía más alternativa que hacer lo que hizo. Finalmente, el Senado rechazó el DNU, pero no precisamente por un error de Villarruel: en una reunión de gabinete, ella había advertido el riesgo de imponer por decreto la modificación de más de trescientas leyes.

Milei podría encontrar en Villarruel, una política proclive al diálogo y el acuerdo, un equilibrio que su gestión y su sangre caliente necesitan en la misma medida. En el mensaje que transmitió tras el rechazo del DNU, la vicepresidenta manifestó su compromiso “inclaudicable” con la Argentina y con Milei. En ese orden, como corresponde. Y tras señalar que el Senado es un poder independiente de la República, dijo que no se iba a convertir en Cristina Kirchner, que solía forzar el reglamento de la Cámara alta en función de sus objetivos políticos. “No me voy a convertir en aquello que vinimos a cambiar”, agregó. La frase, que todo funcionario del oficialismo debería enmarcar y poner sobre su escritorio, cifra el verdadero desafío y acaso la posibilidad de éxito del gobierno de La Libertad Avanza, que llegó al poder con objetivos muy distintos de los del kirchnerismo, pero con métodos parecidos. La sociedad argentina ya padeció suficiente extravío. Y está dispuesta a apoyar un cambio. Profundo, doloroso, pero razonable. El fundamentalismo libertario es otra cosa.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/

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