Lecturas: Lev 19, 13-16; Salmo 33; Mt 22, 15-22
Mis queridos hermanos:
Como hicieron la primera Junta de Gobierno y todo el pueblo de Buenos Aires en 1810, también hoy nosotros llegamos a la casa de Dios para dar gracias y para buscar luz en Quien la Constitución Nacional reconocerá años más tarde como “fuente de toda razón y justicia”.
La Palabra de Dios que hemos escuchado señala claramente lo que la razón, enriquecida y plenificada por la fe, nos propone como las normas básicas de toda convivencia humana. La primera lectura nos presenta parte de lo que la tradición judeo-cristiana conoce como los diez mandamientos, principios enraizados en la naturaleza humana para vivir una vida digna, plena y fecunda. El Evangelio pone en boca de Jesús la deseable autonomía de las realidades temporales, que no se entiende como contraria o ajena a la dimensión religiosa de la persona humana sino como legítima construcción de la comunidad desde el respeto a principios básicos propios de la naturaleza de las cosas y que hacen auténtica toda convivencia entre personas y comunidades, teniendo a Dios como referencia fundante y siempre presente.
Acabamos de realizar las elecciones primarias provinciales. Se trata de un paso importante dentro del marco institucional previsto por nuestra legislación para afianzar un proceso democrático que favorezca y garantice la creciente participación activa y responsable de los ciudadanos. Por cierto que las responsabilidades ciudadanas no pueden reducirse al acto electoral; sin embargo, en este simple gesto se juega mucho de lo que somos y queremos como Nación, como provincia, como comunidad local y, por tanto, no hemos de perder de vista la trascendencia de lo que hoy es ya –gracias a Dios- una frecuente práctica democrática en nuestro país.
Con mirada creyente y agradecida valoramos esta instancia participativa que nos compromete a todos los ciudadanos y nos cuestionamos sobre nuestro real compromiso en esta instancia decisiva de nuestra vida social y política. La fiesta patria que celebramos nos invita, entonces, a hacer una breve, serena y realista reflexión sobre este acontecimiento que hemos compartido hace muy pocos días.
Cuando éramos niños se nos proponía la celebración de la fiesta patria del 25 de mayo en estrecho vínculo con el Cabildo abierto, reunido tres días antes. Aquel día quedó grabado en la historia porque -se nos enseñaba- el pueblo quiso saber de qué se trataba, quiso saber a dónde iba aquel movimiento que culminaría en el primer grito de libertad que resonó en nuestras tierras. Un proceso participativo germinal que, para no frustrarse, debía extenderse no sólo a toda la población porteña sino también al resto de las Provincias Unidas del Río de la Plata y, aún, más allá de las fronteras del antiguo Virreinato.
Esta evocación de la propia infancia viene a cuento del momento presente en el que, después de 200 años, aquel proceso emancipador iniciado el 25 de mayo de 1810 necesita ratificarse y profundizarse. También hoy queremos saber de qué se trata; queremos involucrarnos en la cosa pública, la res publica, ya que sin este compromiso participativo no tenemos futuro como Nación.
También hoy el pueblo debería querer saber de qué se trata. Sería triste y peligroso que no fuera así. Y para ello es decisiva también la instancia electoral. Cuando uno vota y elige autoridades de alguna manera va moldeando un proyecto de Nación, siempre inconcluso, pero indispensable si queremos madurar y forjar una patria grande, en la que reinen la justicia, la libertad y el bienestar de todos los habitantes. Por eso es lamentable que con mayor frecuencia de lo deseable se escuchen voces que con irresponsable frivolidad o complicidad ideológica añoren etapas trágicas de nuestra historia reciente en las que nos estaba vedada la expresión democrática a través del voto.
Es cierto que ciertas corrupciones de la vida democrática desalientan y generan frustración, pero jamás deberían hacernos pensar con nostalgia en etapas oscuras de nuestra vida ciudadana, que nunca más deberían darse entre nosotros. Precisamente por este motivo no podemos eximirnos o diluir la trascendencia de nuestro voto con argumentos evasivos o responsabilidades delegadas. Nuestro compromiso con el bien común también se juega en cada elección. Por ello al votar deberíamos cuestionarnos ¿qué voto?, cuando voto. ¿Qué propuestas?, ¿qué personas?, ¿qué trayectorias? No sólo qué se propone sino también quién lo propone, de dónde viene, qué ha defendido y qué defiende, qué ha hecho hasta ahora y qué es lo que razonablemente puede esperarse de él o de ella al contemplar sus itinerarios previos.
Tenemos que reconocer que –lamentablemente- a menudo las campañas políticas tienen más de show mediático que de real proceso participativo de la ciudadanía, donde se hacen propuestas, se debaten ideas, se maduran proyectos y se educa en las responsabilidades cívicas. Pero ello no nos dispensa del compromiso de buscar esas propuestas, exigiendo que sean claras, realistas, concretas y evaluables. Esto supone una ciudadanía adulta y comprometida, que evalúa y controla a quienes hacen dichas propuestas.
Un proceso democrático maduro y responsable supone también por parte de los candidatos experiencia acreditada, idoneidad profesional, trayectoria intachable y coherencia de vida. Nada descredita tanto la noble actividad política como la presencia de dirigentes oportunistas o improvisados, venales o aferrados al poder. La democracia genuina reclama además la memoria de quienes votan, para premiar y castigar cívicamente a los candidatos que se postulan y para volver a evaluarlos en futuras elecciones.
Dentro de poco tiempo tendremos las elecciones generales en la provincia y más adelante las elecciones de autoridades nacionales. Se trata de un tiempo privilegiado para ejercitar nuestra responsabilidad ciudadana por medio del voto. Fieles al Evangelio que se nos ha proclamado queremos dar a Dios lo que es de Dios, por eso rezamos y pedimos sabiduría y prudencia, compromiso y perseverancia. Pero también queremos dar al César lo que es del César, por ello nos disponemos a participar con lúcida y valiente determinación en la construcción del bien común.
Obispo de Rafaela Carlos Franzini.