Por Joaquín Morales Solá.- Juntos por el Cambio es un cristal hecho trizas por sus propios dirigentes. La política los abandonó a estos o ellos abandonaron la política. Quién lo sabe. ¿O, acaso, influyeron en unos y en otros propósitos escondidos, innobles, que nadie conoce? Mauricio Macri decidió irse de Juntos por el Cambio la noche del martes 24 de octubre cuando cerca de la medianoche les abrió las puertas de su casa en Acassuso a Javier Milei y a su hermana Karina. Estaba con Patricia Bullrich, decididos ambos a anunciarle al líder libertario el apoyo a su candidatura para la segunda vuelta del próximo 19 frente a Sergio Massa. ¿Qué lo llevó al expresidente a esa decisión tan rápida e inconsulta? ¿No tenían Macri y Bullrich por delante varios días para trabajar la posibilidad de una alianza en bloque de Juntos por Cambio con Milei? Si la razón de fondo fue el temor de que ganara Massa y se eternizara en el poder, como ellos explican, ¿no era ese un argumento lo suficientemente fuerte como para conversarlo largamente con sus aliados del radicalismo y la Coalición Cívica? ¿No pudieron razonar entre todos que el oficialismo había ganado, haciendo una mala elección, solo porque la oposición se había dividido y que, por lo tanto, una solución posible era volverla a unir? La principal ocupación de la política consiste en hablar, sobre todo para los que comparten un espacio político común. Raúl Alfonsín, tan mencionado en estos días por los 40 años desde su elección como primer presidente de la nueva democracia argentina, solía decir que “la política es diálogo” y que cuando ese diálogo no existe “la política deja de ser política para convertirse en violencia o en ruptura”. Y concluía: “Sin diálogo, el adversario se convierte en enemigo, y esa conversión significa la refutación misma de la política”. En rigor, Macri debió honrar también su condición de expresidente y no agredir personalmente a dirigentes políticos, por más equivocados que considere a estos. Los expresidentes forman parte de la institución presidencial que ellos, en primer lugar, deben respetar. A Gerardo Morales, Martín Lousteau y Emiliano Yacobitti los llamó trenceros de acuerdos espurios con Massa. Los calificó desde “minorías del radicalismo” hasta “perdedores de Juntos por el Cambio”; los evaluó como presencias negativas para la coalición opositora (¿excoalición?), sobre todo Morales, y también los catalogó como ideológicamente obsoletos. No faltó ningún adjetivo agraviante. Sólo consiguió abrir, a cielo abierto y ante los ojos de la sociedad, un período de lucha libre entre los principales líderes de lo que fue Juntos por el Cambio. Macri hasta se olvidó de los homenajes que él les hizo, cuando era presidente, a Hipólito Yrigoyen y a Alfonsín padre. Algunos radicales hasta comienzan a extrañar ahora a Marcos Peña, quien fue jefe de Gabinete de Macri y a quien, injustamente, le atribuían todos los desaciertos del entonces presidente. “Marcos hubiera evitado muchas cosas actuales de Macri que desorientan a todos”, se escuchó decir a un radical, que andaba por algún subsuelo de la depresión promovida por la destrucción de Juntos por el Cambio.
A Gerardo Morales nunca le gustó Macri. Ya en 2015 su predilección por Massa, entonces también candidato presidencial, se tuvo que dirimir en una convención de la Unión Cívica Radical, el mayor órgano de conducción de ese partido, que se realizó en la ciudad de Gualeguaychú. Finalmente ganó la posición que llevó el entonces presidente del partido, el más prudente Ernesto Sanz, que apoyaba una alianza con Macri y con Elisa Carrió para alumbrar lo que fue Cambiemos. Pocos meses después, esa coalición ganó la presidencia de la Nación y mandó a su casa al kirchnerismo. Luego, cuando Morales alcanzó la gobernación de Jujuy, se acercó a Macri, tal vez porque este, ya presidente de la Nación, le hacía algunos favores políticos al gobernador de Jujuy. Pero fue solo una ráfaga en la vida de ambos; Morales siguió distanciado ideológicamente de Macri. Por eso, en las últimas horas, después de aquellas alusiones peyorativas del expresidente, el todavía titular del radicalismo, Morales, lo llamó a Macri desde “mariscal de la derrota” hasta “mentiroso”, desde “rupturista” hasta “irresponsable”. Tampoco faltaron los peores adjetivos. En esa carrera por quién agrede mejor se sumó Patricia Bullrich cuando dijo que esperaba que la situación económica “explote antes del 19 de noviembre”. Son querellas entre políticos que ignoran el sufrimiento social. Las explosiones de la economía tienen como primeras víctimas a la gente de a pie, que ya camina desde hace mucho tiempo sobre territorio minado por la inflación. Semejante anhelo impolítico explica de algún modo por qué a los candidatos de Juntos por el Cambio los acorraló la derrota. La propia Carrió se colocó cerca de Morales y de Lousteau para ayudarlos disparando la ametralladora de palabras ofensivas hacia Macri.
Hay que ir más allá de los estrépitos. La razón de fondo de tanta agresión consiste en que Macri decidió que no quiere caminar más junto al radicalismo, y que a Morales tampoco lo entusiasma esa convivencia cuando está a punto de abandonar la presidencia de la UCR. Su mandato terminará en los primeros días de diciembre próximo. ¿Macri no quiere seguir junto al radicalismo o junto a Morales? La pregunta es oportuna porque Macri suele subrayar en sus diatribas públicas que ni Morales ni Lousteau ni Yacobitti se modernizaron como sí lo hicieron otros sectores significativos del radicalismo. En ese caso, ¿por qué el expresidente no labró políticamente una alianza con esas vertientes radicales en lugar de obsesionarse solo con la trifulca frente a Morales y Lousteau? De hecho, Macri debió tener en cuenta que el radicalismo, como integrante de Juntos por el Cambio, le aprobó 292 leyes en la Cámara de Diputados cuando él fue presidente. No pocas de esas leyes fueron de difícil digestión para el partido de Alem. A su vez, Lousteau, exministro de Felipe Solá y de Cristina Kirchner, tiene un viejo rencor contra Macri; cree que el liderazgo de este en la Capital le impidió su crecimiento político. Hombre de una enorme ambición política, Lousteau está seguro de que su destino es el gobierno de la Capital como una plataforma que lo lanzará luego hacia la presidencia de la Nación. Es cierto que tanto Morales como Lousteau tienen una vieja relación con Massa; la de Morales es pública y formal, porque su vicegobernador en Jujuy fue un dirigente de Massa. De hecho, el propio Morales deslizó que votaría por Massa cuando dijo que “lo que tengamos que hacer para que no gane Milei lo vamos a hacer”. ¿Y qué harán para que no gane Massa? Silencio. La inferencia implícita es que él votará por Massa (que es lo que tendría que hacer, al menos teóricamente, para que no gane Milei), aunque la posición oficial del radicalismo es la neutralidad. Lousteau se parece a Massa en el arte compartido de borrar el pasado (y hasta el presente) en la memoria colectiva. La propia Cristina Kirchner le recordó hace poco al actual senador Lousteau que fue este quien concibió la resolución 125 cuando era su ministro de Economía. Lousteau fue, en efecto, el jefe de la cartera económica de aquella guerra con el campo, perdidosa para el kirchnerismo. Massa habla como si fuera el ministro de Economía de un país que no es este, lo humilla con sus spots a Alberto Fernández (“Tenemos presidente”, dice su publicidad, como si ahora no lo hubiera) y calla sobre su estrecha relación con Cristina y Máximo Kirchner. Calla por ahora. Y logró, en efecto, que un sector importante de la sociedad lo disocie de las calamidades de la economía actual. Otra vez: es su arte, no su culpa. Y es también la consecuencia del persistente error de la oposición.
Hasta es posible que la sociedad se olvide el 19 de noviembre que el país careció de naftas esenciales durante varios días, y que muchos argentinos debieron hacer colas interminables en exhaustas estaciones de servicios. Massa les reclamó a las empresas proveedoras de naftas que compren el combustible en el exterior a precio caro y lo vendan en el país a precio barato para hacer posible el implícito congelamiento del precio de los combustibles durante la campaña electoral. Cuando sucedieron esa clase de reclamos en la historia la derivación fue el desabastecimiento. No existe una lógica empresaria según la cual se puede comprar caro y vender barato; al contrario, es un discurso que va a contramano de la cualquier lógica empresaria. Massa cree que el dinero de los empresarios es también de él, como hace con los recursos del Estado. El economista Claudio Zuchovicki sostiene que el ministro de Economía lleva gastado unos 12.000 millones de dólares del Estado para hacer viable su candidatura presidencial. El precio de tanto desvarío es caro y se paga dentro y fuera del país. El grado de desconfianza internacional en el país se comprobó cuando dos barcos cargados de combustibles se negaron a ingresar al puerto de Buenos Aires hasta que la Argentina pagó cash el precio de la mercadería. Es cierto, al mismo tiempo, que hubo un importante acopio de naftas por parte de la gente común en los días previos a las elecciones del 22 de octubre. Esa razón fue exhibida públicamente por el propio Gobierno. Y fue así, realmente. Pero, ¿por qué la sociedad les tuvo tanta desconfianza a todos los candidatos que competían en octubre? ¿Por qué ninguno de ellos logró distribuir popularmente la natural expectativa (o esperanza) que suele acompañar a todas las elecciones presidenciales? Lo que sucedió después fue mucho peor, porque numerosos sectores sociales se quedaron sin referencia y sin contención por la deserción política que significó el desmoronamiento de Juntos por el Cambio. No hay forma de llamar a las cosas con otro nombre. Es un final. Punto. Ocurrió que sus principales dirigentes decidieron certificar la muerte de una coalición que tuvo ocho años de vida, a veces exitosa y fiel.