El Gobierno ha entrado en una etapa de activismo institucional. En el día de la fecha comenzará en el Senado el debate acerca de un proyecto de ley que reglamenta el control del Congreso con respecto a los decretos de necesidad y urgencia. Posiblemente, la próxima semana, y otra vez en su condición de cámara iniciadora, el Senado discutirá un proyecto modificatorio del artículo 37 de la ley 24.156 de administración financiera del Estado. En virtud de estas disposiciones se aboliría la obligación que impone al Congreso reformar el presupuesto, con referencia al endeudamiento, a la reasignación de partidas de gastos corrientes y de capital y, en general, a las aplicaciones financieras.
Lo primero que sobresale a la vista de estos proyectos es un hecho paradójico. Se trata, en efecto, de normalizar aquello que es extraordinario y, por ser así, sólo debería aplicarse en circunstancias excepcionales. No hay tal cosa. Desde que el país vive en “emergencia perpetua”, como dijimos en esta columna en 2004, el Congreso autoriza año tras año, a partir de 1997, estos poderes extraordinarios (superpoderes se los llama) que, por supuesto, permanecen en manos del Poder Ejecutivo. El proyecto de marras no hace otra cosa que elevar a la categoría de ley una rutina esperable.
Algo semejante ocurre con los decretos de necesidad y urgencia. Después de la reforma de la Constitución, en 1994, el Congreso hizo caso omiso de la reglamentación impuesta por dicha reforma mientras los sucesivos gobiernos hacían uso y abuso de los DNU. El proyecto en debate pretende subsanar esta falla institucional salvando (faltaba más) los privilegios del Poder Ejecutivo. La ley en ciernes no fija ningún plazo perentorio para que el Congreso se expida sobre un DNU, con lo que éste podría tener vigencia indefinida, y tampoco impone el rechazo de ambas cámaras para derogarlo. Los dos proyectos se realimentan mutuamente gracias al uso que hace el Gobierno del superávit fiscal. Aplicando varios DNU el año último se gastaron entre 9000 y 10.000 millones de pesos más sobre las previsiones del presupuesto.
El proyecto de administración financiera ha despertado el severo juicio de la oposición. Raúl Alfonsín afirmó que esos superpoderes, otorgados por ley al jefe de Gabinete, significan “prácticamente la muerte de la República”; Elisa Carrió sostuvo que, de aprobarse este proyecto, asistiremos a “la destrucción final del presupuesto tal como lo vota el Congreso y su apropiación por parte del Presidente y sus amigos”, y Mauricio Macri convocó a “impedir esta vocación de acumular poder”. El Gobierno contraatacó con la misma munición y se hizo eco de lo que realmente pasa. Agustín Rossi dijo que “el proyecto no establece nada nuevo; es algo que se viene haciendo desde hace varios años y una herramienta necesaria para el ejercicio del gobierno con la que cuentan casi todas las administraciones nacionales y municipales”.
La disputa está, pues, trabada, luego del ensayo general a que dio lugar la exitosa decisión legislativa de reformar el Consejo de la Magistratura: la oposición se indigna; el Gobierno, por su parte, sigue construyendo, ladrillo sobre ladrillo, el régimen de una democracia hegemónica. Este curso de acción es sostenido y responde a una concepción del poder tan atenta a su origen democrático como desatenta a su ejercicio republicano: una transmutación que lleva hasta límites extremos la idea de Alberdi de reforzar el rol del Presidente en el seno de lo que él había bautizado con el nombre de “república posible”. La verdad es que, sin abolir la dinámica electoral de la democracia, de república va quedando muy poco, a no ser que se produzca en el Congreso alguna reacción que morigere esas ambiciones.
Si este régimen de democracia hegemónica se normalizase por medio, por ejemplo, de la sucesión de varios períodos presidenciales, estaríamos desde luego en presencia de una voluntad para concentrar la sede de la soberanía del pueblo en el Poder Ejecutivo, pero también seríamos testigos de un proceso de regresión histórica. Nos basta con reparar brevemente en la agitada historia, merced a la cual cobró cuerpo el principio de no taxation without representation, para percatarnos de que la contrapartida de dicho axioma exige el control del gasto por parte del Poder Legislativo. El Congreso autoriza y, a la vez, controla: este camino de ida y vuela va forjando progresivamente los sentimientos de la ciudadanía fiscal.
El paso de los siglos ha marcado este trayecto. Por ejemplo, en Inglaterra –cuna del control parlamentario– hubo al respecto tres momentos decisivos. Desde la Carta Magna en el siglo XIII hasta la Glorious Revolution de 1688, el Parlamento se contentó con restringir el monto del dinero que la monarquía extraía de sus súbditos, dejando que la Corona lo gastara a su antojo. Sólo a fines del siglo XVII el Parlamento extendió su vigilancia sobre los impuestos al terreno delicado, y sin duda crucial, del control del gasto. El corolario de este largo aprendizaje es sencillo y aleccionador: el ciudadano que paga impuestos tiene el derecho de controlar por medio de sus representantes el destino que se da a su dinero, y el gobierno tiene la obligación de responder en consecuencia. Si el ciudadano paga y el gobierno no responde se rompe el circuito de la ciudadanía fiscal.
En la medida en que sigamos por esta pendiente hacia abajo, es probable que terminemos vegetando en un nivel institucional donde el gobierno se apropia del impuesto para gastarlo a su entera discreción. Nadie podrá negar la gravedad de esta hipótesis. Nadie podrá negar empero que nuestro pasado autoritario, que se formó a lo largo de setenta años del último siglo –salvo pocas excepciones–, ha depositado un buen abono sobre el terreno de la arbitrariedad. Lamentablemente, los más de veinte años de práctica ininterrumpida de la democracia no han conseguido doblegar esta penosa tradición. No tenemos democracias republicanas; tenemos, en cambio, principados impostados sobre el desarrollo de la democracia.
La pregunta que estos hechos inspiran arroja sensaciones encontradas. ¿Son acaso estas cuestiones atinentes a la calidad republicana de la democracia asuntos dignos de despertar la atención popular? O, más bien, ¿estos encontronazos de la intención hegemónica de los gobernantes con quienes buscan oponerse a ella remedan un conflicto lejano entre elites? Son interrogantes que no habría que echar en saco roto. A partir de 1983, nuestra sociedad ha trazado una raya con respecto a las opresiones del pasado. El juego perverso, que mancillaba los derechos humanos e incorporaba a la esfera pública una doble apuesta a favor de la violencia en nombre de la revolución y del orden, ha quedado atrás, aunque el Gobierno no reconozca la responsabilidad de una de las partes en aquella trama belicosa.
Pero lo que en cambio no se ha superado es la convicción de que la democracia está para entronizar gobiernos de más en más irrestrictos, en lo que se refiere al manejo del Estado, sin las ataduras que proporcionan las buenas instituciones. La conclusión es pues complicada, porque mientras el Gobierno siga disfrutando con creces del respaldo de la confianza (según el último sondeo de la Escuela de Gobierno de la Universidad Di Tella dicha confianza aumentó en junio un 8% con respecto a mayo), el esfuerzo por defender el patrimonio republicano del país exigirá tenacidad, continuidad y paciencia.
Natalio Botana
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 6 de julio de 2006.