El país en el que Alberto y Cristina no se hablan

Hace más de un mes que el Presidente y la Vice no se cruzan ni se consultan. El caso Rafecas agrava aún más la tensión.

Por Fernando González.- Hace un mes que no se hablan. Algunos dicen que incluso hace más tiempo. Otros responden que no son tantos días. Pero nadie discute sobre la cuestión central: la desconexión entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Ni siquiera el factor emocional de los aniversarios pudo quebrar ese frío en el vértice más alto del poder. Los 75 años que celebró el peronismo y los 10 años de la muerte de Néstor no alcanzaron para que se cruzaran el Presidente y la Vicepresidenta. En medio de esa distancia, se produjo el primer cambio en el gabinete. Un intendente de ella reemplazó a una ministra de él.

Jorge Ferraresi no es cualquier intendente. Es el vicepresidente del Instituto Patria y es quien, como jefe político de Avellaneda, le consiguió a Cristina la cancha de Racing para el cierre de su campaña electoral para senadora en 2017. Advertidos de que se venía el cambio, los ministros y los dirigentes más cercanos a Alberto tuvieron la breve esperanza de que el elegido fuera Juan Horacio Zabaleta, el jefe comunal de Hurlingham y el más albertista de esos caudillos leales sobre todo a su supervivencia. O que fuera Fernando Gray, el intendente de Esteban Echeverría que nació con Chiche Duhalde y creció con Alicia Kirchner, Néstor y Cristina. Pero el destino resulta cada día un poco más cruel con esos habitantes desolados de la Casa Rosada.

¿Puede funcionar un país en el que el Presidente y su Vice no se hablan? La historia reciente muestra algunos ejemplos del desatino en las cúpulas del poder. La comunicación se cortó el día en que Eduardo Duhalde llegó en joggins a la Quinta de Olivos para enterarse que Carlos Menem había pactado su reelección con Raúl Alfonsín. Y Kirchner le quitó el ministerio de Turismo y transformó a Daniel Scioli en un lobo solitario cuando llegó a la exageración de creer que sus opiniones sobre descongelar las tarifas de los servicios públicos eran parte de un plan para desgastar su credibilidad.

Ahora es Alberto Fernández el que carga con el fastidio personal de Cristina. Sentimientos que la Vicepresidenta describió con generosidad en la carta del 26 de octubre, con motivo del décimo aniversario de la muerte de Néstor. El Presidente se enteró de ese texto corrosivo, que hablaba de sus “funcionarios y funcionarias que no funcionan”, mirando Twitter en su teléfono. Algo parecido pasó esta semana, cuando Vilma Ibarra anunció en la TV oficialista que enviarían al Congreso el proyecto para legalizar el aborto. Esta vez le tocó a Cristina desayunarse en las redes sociales. Las pequeñas venganzas del desamor en la modernidad.

La pregunta del millón es si la salida de María Eugenia Bielsa es un ajuste en el funcionamiento del Gobierno o si se trata del primer motor inmóvil de un proceso irreversible de cristinización en el Frente de Todos. Una buena prueba para comprobarlo es el debate por el nombramiento del Procurador General de la Nación. Cristina impulsa en el Senado reducir de dos tercios a una mayoría simple la cantidad de votos necesarios para elegirlo. Es el camino para que el jefe (o la jefa) de los fiscales que la investigan sea alguien de su extrema confianza.

No es el caso de Daniel Rafecas. El ex juez federal es el candidato originario de Alberto Fernández y es el que podría terminar aceptando la oposición si se consolida la teoría del “mal menor”, que agita desde Exaltación de la Cruz Elisa Carrió. Por eso, hace algunos días salió a reivindicar la candidatura de Rafecas la ministra de Justicia, Marcela Losardo. Se trata, justamente, de otra de las funcionarias albertistas cuestionadas por Cristina. Habrá que seguir con atención el final de esa nueva batalla para determinar en qué dirección siguen los vientos.

Mientras tanto, la hipótesis de agradar a Cristina que Alberto ha llevado a límites grotescos sigue dando resultados sorprendentes. El último fin de semana lo llevó hasta Jujuy para acompañarlo a Evo Morales en su regreso a Bolivia, a través de la frontera en la puna. Un esfuerzo innecesario cuyo único premio fue el riesgo de contraer coronavirus luego de compartir viaje y cena con funcionarios sin barbijos ni cuidados mínimos. El contagio del asesor Gustavo Beliz obligó al Presidente, y a otros cuatro ministros, al aislamiento obligatorio por siete días.

En otro aporte al manual de los argumentos insólitos, el diputado Eduardo Valdez explicó que la emoción del reencuentro con Morales había sido más fuerte que la responsabilidad sanitaria del elenco presidencial. Un cachetazo impiadoso para los millones de argentinos que en estos meses no pudieron encontrarse con sus familias, con sus amigos o que no alcanzaron a ver por última vez a los muertos que se llevó esta pandemia demasiado subestimada por el poder.

Fuente: diario Clarín, 12/11/2020.

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