Por Ricardo Miguel Fessia.- Poco original sería decir que estamos en una situación harto compleja los argentinos. “La diaria”, es decir, el hecho de tener que desafiar todos los días la faena de comer, así sea lo básico, se hace crítico. Esto ocurre con quien trabaja en forma regular, que dada vez con menos. Qué se puede esperar de la inmensa cantidad de los que no trabajan y de los que están excluidos del sistema. En esta situación nos dejó la última versión del peronismo, en cabeza de esa dupla que ya entró en la historia grande de la patria -no se los olvidará- por haber sido los responsables del peor Gobierno desde la democracia: Alberto y Cristina. Para el olvido, lo resumiría en un latiguillo popular.
Pero no todos son números, no caeremos en una suerte de pesadilla drolática, como diría Carlos O. Bunge. A la gravosa herencia, que los economistas manejan con más soltura, debe agregarse un elemento que erosiona la base misma de la nación: la corrupción.
En este sentido, Transparencia Internacional emitió un informe reciente en donde la Argentina es calificada con 35 puntos sobre 100. En nuestra región califican mucho mejor Uruguay con 74 y Chile, con 67 puntos. En 2015, cuando llegaba a su fin la presidencia de Cristina F. de Kirchner, la calificación de la Argentina fue de 32 puntos. Luego mejoró durante la gestión de Mauricio Macri, subiendo a 45 puntos en 2019, que también es muy bajo, para volver a caer desde ese momento y llegar a este penoso guarismo.
Desde la década del noventa se comenzaron a manifestar expresiones de corrupción que se agravaron con la crisis del 2001, pero como la emergencia era tan profunda, había una pátina que todo lo cubría. Recuperada la normalidad institucional desde el 2003, ingresamos en un tiempo de marcada degradación que se fue acrecentando. Su impronta fue clarísima, no solo por las evaluaciones internacionales, sino además por las evidencias conocidas públicamente, que motivaron muchas causas judiciales, varias con condena firme, otras con sentencia en primera instancia y otras en trámite.
La nave insignia de la flota de la corrupción fue la obra pública, que alcanzó en esos años dimensiones espantosas, y no solo fue luego identificada y comprobada por la Justicia, sino también reconocida por los empresarios involucrados que desfilaron por tribunales, buscando la mejor manera de terminar con el trámite. Luego de jornadas de verdadero escándalo, los actores se renovaron, pero el libreto fue el mismo y con la gestión de Alberto Fernández y Cristina Fernández esa misma matriz se vivificó.
Muestra palmaria de ello es el control de precios y el cepo cambiario, teñido de autorizaciones sesgadas y escaseces, extendieron la ocurrencia de coimas y “reintegros”. En no pocos casos el poder de decisión de los funcionarios estuvo apoyado en decisiones que implicaban la paralización o la supervivencia de una empresa.
Claro que la corrupción es de larga data y la obra pública es “un clásico”. Una mirada al pasado no tan lejano muestra algunos de esos acontecimientos; las tierras del Palomar de 1940, sólo a guisa de ejemplo. Pero es también muy cierto que, desde hace unos años el llamado kirchnerismo le ha puesto su impronta exhibiendo, al menos, dos aspectos que motivan inquietud. Lo primero es que la corrupción relaciona siempre dos actores -el que da y el que recibe- y entre los primeros está un sector del empresariado local. Lo segundo, y llamativo, es que el grueso de la sociedad argentina se ha mostrado bastante indiferente ante hechos paradigmáticos; como muestra de ello, el apodíctico y cinematográfico caso “de los bolsos del señor López”. Nada mejor para esa referencia la reflexión que indica que los ciudadanos que eligen a políticos corruptos no son víctimas, con cómplices o idiotas. Agudizando este argumento, hasta se podría llegar a sostener que la falta de una condena social más contundente derivó en que desde los estrados judiciales hayan sido algo condescendientes o hayan soportado todo tipo de trabas procesales por las defensas que hasta los ponían en ridículos. Esta es la derivación que puede afectar más sensiblemente la seguridad jurídica requerida por inversores y ahorristas.
Es este uno de los aspectos en el que debería trabajar el Gobierno y entender el pueblo que la corrupción no solo degrada principios de vida, sino que afecta materialmente a todos y, en particular, a los que menos tienen.
El menoscabo que ocasiona la corrupción supera holgadamente el valor nominal de los fondos mal habidos. La voluntad de un funcionario movida por “el retorno” genera en lo inmediato dos consecuencias: carga sobre la ciudadanía los fondos derivados al cohecho y lleva a decisiones muchas veces inconvenientes o incluso perjudiciales para la comunidad.
Por otra parte, los países afectados por la corrupción se vuelven inaceptables para la inversión por parte de empresas internacionales o fondos sujetos a leyes que se aplican estrictamente. La lucha contra las prácticas corruptas se ha extendido en el mundo desarrollado y está hoy en todas las agendas corporativas. En la década del setenta, los Estados Unidos puso la mira en la actuación de sus empresas en el resto del mundo. En 1977 se dictó el “Acta sobre prácticas corruptas en el extranjero”, que penalizaba severamente a empresas y personas que incurrieran en forma directa o indirecta en esas acciones. Desde 2016 tiene vigencia la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción. La OCDE tiene su convención antisobornos.
Pero el otro aspecto es que la corrupción se paga con vidas y esto los argentinos lo sabemos bien. Es difícil cuantificar su costo material. Se han hecho estimaciones imprecisas basadas en un porcentaje de las contrataciones del Estado. Tal vez la más fundamentada pero de insuficiente cobertura es la realizada por el Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica. Las 15 causas de corrupción locales más importantes, iniciadas entre 1990 y 2013, computan un perjuicio económico para el Estado de más de 6.200 millones de dólares. Llevar esas cifras a esta actualidad y al amplio universo de lo no judicializado, superaría los 15.000 millones de dólares de costo directo para el Estado. Es el monto que desde el contribuyente para el funcionario venal. Pero también está el costo acumulado por efecto de decisiones inadecuadas y por desistimiento de inversiones. Tal vez sea nada más y nada menos que la diferencia entre una Argentina próspera y la que vivimos a cotidiano.
Como sea, se deben reunir los acuerdos para los cambios necesarios que nos permitan dejar atrás la Argentina corporativa y avanzar hacia una sociedad más abierta y solidaria, con trabajo y producción que permita la movilidad social ascendente. Debe incluirse una apertura económica hacia el exterior, la libertad sindical y un acompañamiento estatal a la productividad garantizando los canales para la transparencia como herramienta para el control.