Por Héctor M. Guyot.- La Argentina es ese extraño país en el que desde hace meses es noticia que hablen entre sí las dos personas encargadas de gobernar. Ese raro país en el que una mujer procesada por asociación ilícita y seriamente complicada en más de una decena de causas de corrupción es nuevamente favorecida por el voto. El país que desde hace décadas reincide en un partido de infinitas máscaras que ha promovido una oligarquía corporativa que saquea al Estado y profundiza la pobreza. Un país cuyo mito colectivo más fuerte ha sido un movimiento fundado por un general conservador de inclinaciones fascistas que nuclea a los cínicos y los fanáticos, y que hoy, entregado de lleno a ellos, rueda en una debacle que parece no tener fin, en la que arrastra a toda la sociedad. Hasta no despojarnos del conjuro de este mito, seguiremos siendo ese extraño país que no puede explicarse desde la razón.
El gobierno disparatado que tenemos estaba condenado a acabar mal desde el primer minuto. Y, desde ese primer minuto, representó una condena segura para el país. ¿Quién en su sano juicio podía creer en la virtud de ese pacto entre una expresidenta que buscaba recuperar el poder para neutralizar la acción de la Justicia y un hombre que, hasta el día anterior, había acusado a su inesperada socia de traición a la patria, corrupción y, digámoslo así, negación de la realidad? No hubo juicio en el voto que los depositó en el poder. Buena parte de la opinión pública volvió a caer en las redes del mito, que desde aquel regreso fallido de su figura tutelar alienta una y otra vez el espejismo del nuevo avatar, del redentor que, esta vez sí, pondrá fin a las promesas incumplidas y derramará sobre su pueblo la felicidad que se merece. El cinismo evidente de los firmantes de ese pacto, que en cualquier país medianamente despierto hubiera desbaratado sus ambiciones electorales, habla de la fortaleza del mito en que vivimos encapsulados los argentinos.
Sin embargo, la degradación de ese movimiento cuyos principales dirigentes se apropian del Estado en beneficio propio derrama sobre el país penurias cada vez más hondas que son olímpicamente ignoradas por quienes gobiernan, ocupados como están en sus negocios y sus disputas internas. El del peronismo es un mito elástico. Pero, como todo, tiene sus límites. La alienación de este Gobierno y del triunvirato que lo integra pide, más que un análisis político, una aproximación psicológica. Todo exceso sin freno lleva al desastre, como enseñaron los griegos.
Cristina Kirchner va por un nuevo engaño: ahora que forzó el recambio del ministro de Economía, ella encarnaría el papel de salvadora que llega para enderezar una administración que había relegado al pueblo. “Guzmán los dejó tirados y ahí está Cristina otra vez para sacarlos adelante”, dijo Máximo Kirchner, siempre elemental. Sin embargo, este gobierno es todo de su madre. Ella lo concibió, ella lo dio a luz y ella lo destruyó. Un clásico de la señora. Como no podía ser de otro modo, el Gobierno lleva, desde el principio, su marca: una pulsión destructiva que nada perdona hasta que, fuera de sí, se vuelve sobre sí misma. Ese impulso autodestructivo hoy envuelve al país y determina a un peronismo que, al abrazarse a los pies de la vicepresidenta para salvarse, parece entregado a su mismo sino.
Alberto Fernández, por su lado, se agotó en el papel de señuelo perfecto. Y en ese papel agotó su palabra. Pronto resultó claro que esa labia acomodaticia, que era todo su capital, valía poco y nada. Quedó entonces reducido a un presidente sin atributos, incapaz de asumir el peso de una decisión. Ahora su vocera dice que está en control del país y lleva adelante su agenda con normalidad. ¿Qué agenda? Su mayor preocupación, aún en los momentos en que intentó emanciparse con ademanes de adolescente confundido, fue complacer y halagar a quien, sometiéndolo, lo destruía.
Quien completa el triunvirato imposible, Sergio Massa, demostró una vez más, en medio de las urgencias del fin de semana pasado, que él conoce una sola urgencia: hacerse de más poder, no importa a qué precio. Al ver la presa, arrebata el zarpazo sin inhibiciones, con desparpajo adolescente. Un peronista ejemplar, en suma, que no tiene empacho en exhibir lo evidente: para la gran mayoría de los herederos de Perón, incluidas por supuesto las huestes de La Cámpora, la política se reduce a la lucha por el poder, por acceder a él o por mantenerlo, con absoluta prescindencia de la sociedad y sus padecimientos.
El peronismo y sus mitos han provocado fascinación entre los intelectuales argentinos. Me pregunto qué tipo de fascinación provoca hoy la lucha encarnizada por el poder de aquellos que se arrogan la exclusiva representación del pueblo mientras defienden, contra propios y ajenos, sus exclusivos y mezquinos intereses. Los mitos que han sostenido el relato kirchnerista están rancios, pero siguen activos. Mientras esa fascinación boba permanezca vigente y no nos permita ver las cosas tal como son, seguiremos abonando la cancha para que los cínicos y los fanáticos desplieguen su juego.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/