El Gobierno proclama su adhesión al “dólar fuerte”, pero se comprometió con el Fondo Monetario Internacional (FMI) a tener un dólar cada vez más débil.
El compromiso es parte del stand by 2003-2006. El acuerdo está vigente. Se han suspendido las revisiones trimestrales del Fondo, pero ni falta que hacen: el Gobierno cumple, de manera escrupulosa, las dos condiciones que le impuso el organismo:
1) Embargar cada año el presupuesto (por una suma equivalente, como mínimo, a 3% del producto bruto interno, PBI) para asegurar el pago de la deuda.
2) Dejar que la inflación vaya carcomiendo el valor del dólar.
El 24 de septiembre último, el Comité Internacional Monetario y Financiero del FMI destacó, en un comunicado, que el superávit fiscal de la Argentina supera el “proyectado” (es decir, exigido) por el Fondo. En otras palabras, que el embargo funciona a la perfección.
El abaratamiento del dólar –que contradice la retórica oficial– fue comprometido en el Memorando de Políticas Económicas y Financieras del Gobierno Argentino para el Período 2003-2006, anexo al acuerdo de stand by.
Sobre esa base, el directorio ejecutivo del Fondo otorgó el crédito en una reunión extraordinaria, realizada el 20 de septiembre de 2003 en Dubai, antes de la reunión anual del FMI y el Banco Mundial. Cuarenta y ocho horas más tarde, en la propia capital de la Unión de Emiratos Árabes, el gobierno argentino dio a conocer el «Ejercicio de sustentabilidad de la deuda pública», base de su propuesta para la reestructuración de esa deuda. El documento reflejaba el compromiso asumido ante el FMI: a fines de 2005 el dólar real estaría en $ 1,68. Luego seguiría cayendo, hasta alcanzar 1,49 en 2007. Según las autoridades argentinas, el «ideal» sería llegar a 1=1,39, considerado «el tipo de cambio de equilibrio».
En el discurso, el Gobierno defiende el dólar alto; en la práctica, ha revaluado el peso. El dólar real se calcula así:
Desde el fin de la convertibilidad, la inflación acumulada fue de un 66,9%.
Eso significa que, con $ 2,90, hoy se compra lo mismo que a principios de 2002 se compraba con $ 1,74.
El dólar real está hoy, por lo tanto, en 1,74.
Si la inflación de los próximos meses iguala la de agosto (0,7%), a fin de 2005 el dólar real estará en $ 1,69: apenas un centavo por encima de lo comprometido.
Hasta cierto punto, el deterioro del dólar real era -después de la maxidevaluación- inevitable. Cuando una moneda pierde un tercio de su valor, eso no tiene efecto inmediato sobre las exportaciones; en cambio, las importaciones imprescindibles se encarecen de un día para otro, y esto se traslada a los precios.
La indexación habría sido insensata. Más aún, imposible. El Banco Central -que ya tiene dificultades para mantener el valor nominal- no podía comprar todos los dólares necesarios para mantener el dólar real de enero de 2002. Si lo hubiese intentado, hoy asistiríamos a una carrera inflacionaria y no sabríamos cómo detenerla.
En parte, el valor real del dólar debía sostenerse -y lo hizo, en el sector agrícola- con mayor productividad. Sin embargo, ésta no podía crecer hasta el punto de compensar la inflación.
El Gobierno debió haber sumado premios fiscales a las exportaciones, sobre todo a las de valor agregado. En su justa medida, este incentivo habría evitado la caída abrupta del dólar real, sin comprometer la política monetaria ni relajar los esfuerzos de productividad.
En realidad, el Gobierno hizo todo lo contrario. Revaluó el peso mediante tipos de cambio múltiples. Debido al efecto de las retenciones, el dólar tiene 6 valores distintos, según el bien exportado:
Dólar de $ 2,77 (real, $ 1,66): naftas, gasoil, querosén, fuel, diesel, aceites lubricantes, etileno, propileno, butileno, butadieno, productos primarios sin retención específica, manufacturas de origen agropecuario o industrial sin retención específica.
Dólar de $ 2,62 (real, $ 1,57): animales vivos, pescados, moluscos, plantas, flores, legumbres, hortalizas, arroz, frutas, cacao, miel natural, sal, azufre, yeso, cal, cemento, escorias, cenizas, sintéticos, abonos, caucho, neumáticos, madera, corcho, leña, carbón, seda, lana, algodón, lino, cáñamo, yute.
Dólar de $ 2,33 (real, $ 1,40): cereales, almidón, gluten de trigo, semillas y frutos oleaginosos, grasas y aceites, gas licuado y gas natural, propano, butano.
Dólar de $ 2,23 (real, $ 1,33): soja.
Dólar de $ 1,60 (real, $ 0,96): crudo y aceite crudo de mineral bituminoso.
La caída del dólar real es un compromiso que se adquirió en 2003 con el Fondo. Las retenciones fueron introducidas con un pretexto: limitar las ganancias desmedidas de la industria petrolera y el agro, derivadas de la devaluación y el alza de los precios internacionales. Si ése era el verdadero propósito, debieron capturarse los beneficios extraordinarios mediante el impuesto a las ganancias.
Hechos, no palabras
Por otra parte, los hechos no abonan la retórica. Se dice que las retenciones afectan a las grandes petroleras, pero no es así. Si bien la retención mayor (45%) castiga las exportaciones de crudo, ése no es el principal negocio de Repsol o Petrobras. Estas empresas -a diferencia de las petroleras menores- tienen refinerías; es decir, producen nafta. La mitad de la producción la exportan, beneficiándose de la retención más baja: 5 por ciento.
No se trata de elevar ahora la retención a las naftas. Se trata de revisar un criterio que conspira contra la competitividad, desalienta la inversión y compromete el desarrollo económico.
La retención -un gravamen independiente de la rentabilidad, y no coparticipable- es sólo un modo de imponer dólares diferenciales.
Si se quiere defender el poder adquisitivo de la población, esto se logra desarrollando nuevas ventajas competitivas, irrumpiendo en el mercado mundial, cambiando la escala de la economía, modificando la estructura de la producción y creando empleos de calidad. El dólar barato conspira contra todo eso.
Si se quiere que el Estado tenga más recursos (incluso para intervenir en el mercado cambiario), hay que entender tres cosas: primero, si no hubiera retenciones, el Estado cobraría más por Ganancias. Segundo, si la tasa de cambio fuera más competitiva, vendrían más dólares genuinos, aumentando las reservas y ampliando (no restringiendo) el margen de maniobra de la autoridad monetaria. Tercero, si la Argentina se dedicara a la exportación de productos de alto valor agregado -lo cual es imposible con un peso apreciado- aumentaría la demanda de dólares para importar, no bienes de consumo sino equipos y tecnología. Esas importaciones serían más caras por efecto del dólar alto, pero su amortización sería más rápida.
La realidad, hoy, es que la competitividad empieza a resentirse, como consecuencia de la hipocresía cambiaria. En los discursos se defiende el «dólar alto». En la realidad se hace que sea cada vez más bajo.
De esta manera, el Estado junta más pesos y los cambia por más dólares. Esto facilita el pago de las deudas con varios acreedores, empezando por el FMI.
El costo lo paga la producción. El dólar débil es una amenaza para los exportadores, que ganan en dólares y gastan en pesos. También para los industriales y productores que sirven al mercado interno: pueden verse desplazados (otra vez) por bienes importados.
Cuando se abarata el dólar por algún artificio (tablita, convertibilidad o retenciones), se subsidia a los productores de otros países, tanto en el mercado internacional como en el argentino.
En su mensaje a la Asamblea Legislativa, el pasado 25 de mayo, el Presidente prometió mantener «un tipo de cambio realista, pro producción y pro empleo».
Hasta ahora, su gobierno ha avanzado en la dirección contraria.
Rodolfo H. Terragno
El autor es senador nacional y autor del libro «La simulación»
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 2 de octubre de 2005.