El matrimonio presidencial tiene valores que el Gobierno y una escalofriante mayoría del periodismo se encargan de destacar. Es la prensa del gobierno y el gobierno de la prensa que hacen su tarea. Pero el Presidente Néstor Kirchner y su esposa Cristina también tienen atributos muy peligrosos en su cultura política que recién ahora, después del 23 de octubre, comienzan a aflorar en toda su dimensión.
Todo indica que el matrimonio hizo una lectura equivocada del claro triunfo electoral. Que ambos lo interpretaron como lo que no fue: un cheque en blanco para hacer lo que les plazca. Nadie votó para que el Gobierno sea cada vez más sectario y verticalista.
Y eso que el Presidente ni siquiera sacó los votos de Carlos Menem, que, digamos de paso, aun reelecto como Perón terminó como terminó. Y eso que Cristina Fernández ni siquiera sacó los votos de Graciela Fernández Meijide, que aún siendo un ícono de la transparencia y los derechos humanos, terminó como terminó.
Si el matrimonio presidencial quiere emborracharse de poder es un problema de ellos?hasta que se transforma en un problema de todos los ciudadanos que debemos defender a la República y sus instituciones.
Entre los empecinamientos erróneos que parecen formar parte del ADN de los Kirchner el más grave de todos es que insisten en conseguir por presión lo que pueden obtener por seducción.
En estos últimos días se han multiplicado los ejemplos. ¿O no fue una chicana arrogante la forma en que prorrogaron la emergencia económica y le dieron más súper poderes al Presidente Kirchner sin dejar siquiera que la oposición expresara su malestar? ¿Cuál fue el objetivo buscado, además de la obvia humillación que solo genera resentimientos y búsqueda de revanchas depositadas a plazo fijo?
Pueden sacar todas las leyes que quieran por las buenas, con diálogo y consenso como base del entramado democrático, y sin embargo lo hacen todo a marcha forzada sin siquiera escuchar los gritos de dolor que produce semejante sometimiento.
Como si esto fuera poco, la senadora Kirchner decidió no mancillar su trayectoria límpida y optó por no votar esas facultades especiales maquilladas entre la prórroga de la emergencia económica. Esta vez, como en ocasiones anteriores, no quiso pagar ni un gramo de costo político: su estrategia fue salir del recinto para no devaluar su imagen votando superpoderes mientras la tropa de senadores adictos levantaba la mano resignándose y sobrellevando el trago amargo. Cualquier analista político extranjero quedaría totalmente desconcertado si tratara de explicar qué mecanismos humanos (ya no políticos) se ponen en marcha cuando una senadora ordena a los compañeros de sus propio partido que aprueben algo que ella no esta dispuesta a votar. Una actitud como esta supera los límites de la altanería y sugiere importantes niveles de disociación entre el ser y el parecer; entre el decir y el hacer. Es una suerte de virus informático que se distribuye por todo el tablero democrático y envenena lo que debería ser una sana convivencia o, en otras palabras, una obvia disidencia entre los que piensan distinto.
Por eso este gobierno tiene una regla incompatible con la libertad de conciencia. Ha decretado implícitamente que está prohibido decirle que no. Esa palabra, no, es la que separa las democracias de los autoritarismos.
Si no se puede decir que no el pensamiento se transforma en una cárcel. Es grave para la oposición, que tiene como misión principal decir que no para poner límites sin obstruir el ejercicio del gobierno, y es mucho más grave para los que rodean a Kirchner, que aprendieron que decir que no es un rápido pasaporte al exilio. Lo saben muy bien Horacio Rosatti, Gustavo Beliz, Roberto Lavagna, Rafael y María Eugenia Bielsa, y siguen las firmas. Para el kirchnerismo disidencia es sinónimo de traición.
No es casualidad que en menos de 24 horas, dos políticos que están en las antípodas, como Elisa Carrió y Fernando de la Rúa, hayan utilizado el término «fascista» para caracterizar actitudes del Gobierno. Y es muy bueno y muy sano plantear todo esto ahora que 7 de cada 10 argentinos (según casi todas las encuestas) respaldan al gobierno de Kirchner porque están esperanzados en los robustos números de la economía y deciden mirar para otro lado frente al deterioro de la calidad de las instituciones.
Mal que le pese al Gobierno hay que caer otra vez en el ejemplo de Menem y Fernández Meijide para recordar que hay momentos históricos en que los políticos son blindados ante las balas. La opinión pública les acepta casi cualquier cosa. Pero hay otros momentos de quiebre de expectativas económicas donde las facturas acumuladas caen en catarata sobre la cabeza de los más pintados o los más votados.
Otro handicap importante es la arbitrariedad estructural del pensamiento. Es la que genera valoraciones absolutamente injustas y análisis equivocados. Decir que Luis Patti es un violador de los derechos humanos y por lo tanto no merece ser diputado aunque lo hayan votado 400 mil argentinos y no tenga ninguna condena de la justicia, es contradictorio con sostener que Lorenzo Borocotó (quien fue compañero de ruta y de fórmula de Patti) es una persona digna contra la opinión de toda la oposición, que condenó su transfugueada, y también con el silencio de la propia tropa kirchnerista que calla y otorga porque ni el miedo ni la disciplina partidaria son sonsos. Supera todos los niveles de soberbia creer que los malos se hacen buenos solo por nuestra compañía. O que la historia de la patria comienza con nosotros.
En todo hogar decente se enseña desde chico que hay algo imperdonable: patear al caído. Aprovecharse del más débil. Es casi la contracultura de un progresismo declamado. Hacer cuernitos contra Menem al que Kirchner acompañó en 7 ocasiones en la boleta electoral y dentro del mismo Partido Justicialista, y burlarse de Fernando de la Rúa cuando ni siquiera puede subirse a la lona, son actitudes que se explican por sí mismas. Y es mucho más grave si se tiene en cuenta que Kirchner no tolera ni la más mínima crítica a su gestión y que manda a decir, a través de Alberto Fernández, que la prensa está en retroceso mientras multiplica por diez el presupuesto de la publicidad oficial.
La actitud más difundida y la que más miedo mete entre los actuales militantes progubernamentales es el desagradecimiento como respuesta blindada hacia los que ayudaron a los Kirchner a llegar adonde llegaron. Es como si no quisieran testigos incómodos salvo los soldados que estén dispuestos a inmolarse. O que en su inseguridad no admitieran que -como todo el mundo- necesitaron la ayuda de alguien y no podrían haberlo hecho solos. Y en este plano juegan con el fuego de las instituciones. Construyen desde el precipicio como le gusta al Presidente. ¿Qué hubiera pasado si aquel día en que juró Felisa Miceli y ante los cantitos agresivos de los piqueteros contra Roberto Lavagna el ministro saliente se retiraba del recinto al comprobar que Kirchner los toleraba y tal vez los disfrutaba? ¿Cuánto daño le hubiera hecho al gobierno Lavagna como venganza si no fuera el profesional responsable y prudente que es? ¿Kirchner cree que el resultado electoral demandaba que lo desplazara a Lavagna de esa manera? Y si lo cree, ¿por qué no dijo en la campaña que si lo respaldaban electoralmente iba a jubilar a Lavagna?
¿Cuál sería la gravedad de la crisis si Daniel Scioli, avergonzado por los retos públicos de la primera ciudadana, hubiese amenazado (aunque sea) con presentar la renuncia? ¿Qué hubiera pasado si Rafael Bielsa, en lugar de poner la otra mejilla y de haberse incinerado en el altar de la obediencia debida kirchnerista, hubiese denunciado la violencia moral a la que fue sometido durante la campaña hasta el punto de vaciarlo de contenido democrático y caballeresco?
Preguntas con respuestas más que inquietantes. Conclusiones y humildes sugerencias: no se puede pedir lealtad y además complicidad con sus propias desmesuras. No se puede apostar todos los días en la ruleta rusa. No se puede representar a todos los argentinos con esa bulimia de poder que todo lo tiene y todo lo quiere.
El gobierno está muy confundido si cree que todo vale. Que todo se puede comprar, silenciar, subsidiar o transar. Eso sería, vaya paradoja, la continuación del menemismo por otras vías.
Alfredo Leuco
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 29 de diciembre de 2005.