Por Joaquín Morales Solá.- ¿Alguien imagina a Estados Unidos sin dólares o a Europa sin euros? Imposible una suposición semejante. Sería una tragedia devastadora. La Argentina está sin una de las dos monedas que necesita para vivir. Está sin dólares. Los necesita para pagar sus deudas, para que su industria pueda producir, para que el campo pueda comprar imprescindibles insumos, para que su sociedad ahorre en la moneda que ahorra y para que viaje, como lo hacen los ciudadanos del mundo civilizado, donde quieran y cuando quieran.
Desde ya, la clase media es el sector social que más reclama la moneda norteamericana, pero le están cortando cualquier accedo a ella. La clase alta y la media alta tienen dólares ahorrados. No se explicaría de otra manera que unos 400 mil millones de dólares estén fuera del sistema financiero, según la estimación coincidente de varios economistas. Están en cuentas en el exterior, en el metafórico colchón, en cajas de seguridad o en covachas de casas particulares.
La clase baja tiene otras necesidades más básicas, que están igualmente insatisfechas. Las últimas decisiones del Gobierno golpean directamente a la clase media, ya sea por impericia, que la hay, o por vetustos prejuicios, que también existen. Ese sector social no vota mayoritariamente al kirchnerismo. Algo de castigo, premeditado y cruel, puede constatarse.
El kirchnerismo empezó a buscar un culpable para las decisiones que afectan a los sectores medios. “La clase media no podrá viajar al exterior si hay acuerdo con el Fondo”, dijo Oscar Parrilli, el vocero más tosco, pero vocero al fin, de Cristina Kirchner. El Fondo Monetario es el culpable, entonces. Y también el acuerdo, si es que este ocurre. Resalta primero la contradicción de la coalición gobernante. Mientras el Presidente y su cambiante ministro de Economía, Martín Guzmán, trabajan por un acuerdo rápido con el organismo multilateral (la necesidad es cómplice de la herejía), el kirchnerismo toma distancia del FMI y del acuerdo. Prudente distancia, no desbocada. Tampoco quiere colocar sobre sus espaldas el eventual estallido de una crisis.
El kirchnerismo tiene una tara con el Fondo desde los tiempos de Néstor Kirchner. El expresidente prefirió pagarle a Hugo Chávez casi el 15 por ciento de interés anual por préstamos en dólares. Entonces, el organismo internacional cobraba por sus créditos entre el 3 y el 4 por ciento anual. El Fondo era la expresión del demonio; Chávez era el amigo solidario. Pura retórica. Si hay acuerdo o no con el Fondo es la discusión de una pequeña capilla política, no la prioridad de la sociedad argentina.
Aquella afirmación de Parrilli es la expresión de un ignorante o el de un perverso manipulador de la realidad. “O se le paga al Fondo o la clase media viaja al exterior”, señaló como quien da a elegir entre el suicidio y la muerte voluntaria. Es al revés: un acuerdo con el Fondo serviría para postergar los pagos previstos, que son muchos, con el organismo. Suficiente. No significará el acceso automático a nuevas remesas de dólares.
Ese será otro trabajo que deberá hacer el Gobierno, que no podrá respaldarse, está claro, en la fantasía de monumentales créditos de dólares por parte de una panoplia de países, los mismos que están tratando de dejar atrás su propios retrocesos económicos promovidos por la pandemia del coronavirus. La versión de que la administración trabaja en un paquete de créditos con varios países (Francia, España y Rusia, por ejemplo) fue descalificada por los economistas más serios por su escasez de realismo. Una invención, no un proyecto.
El sagaz economista Enrique Szewach lo precisa muy bien: “El Gobierno sabe que sin acuerdo con el Fondo será peor, porque exigirá más ajuste, no menos. Más devaluación y más cepos, no menos. Habrá una devaluación ordenada si hay acuerdo y si hay plan o la devaluación se hará desordenadamente si no hay plan”, escribió. Esa es la única opción realista de la Argentina en su momento más dramático desde la gran crisis de principios de siglo. La opción de Parrilli es, en cambio, una manipulación intelectualmente muy pobre.
Entre el 70 y el 80 por ciento de la clase media argentina se acostumbró a viajar cada tanto al exterior (a Brasil, Europa o los Estados Unidos) comprando paquetes que los paga en cuotas. Las cuotas se terminaron, dictaminó el Gobierno. A ese sector social, que fue duramente castigado por la cuarentena más larga e inútil del mundo, se le vuelven a cerrar las puertas del mundo por otra decisión intempestiva y arbitraria. Ya se le había quitado capacidad de consumo y la eterna aspiración de ascenso social por el mal manejo local de la pandemia; ahora se le niega el derecho a la ilusión.
Si los números se miran bien, es cierto que el Gobierno no tenía muchas más herramientas que cerrar el grifo de los dólares. Hasta de los centavos de dólares. Para algunos economistas, las reservas en dólares del Banco Central son negativas; para otros, solo habría unos 500 millones de dólares en condiciones de usarse de inmediato. Nada. Solo entre diciembre y enero habrá vencimientos con organismos multilaterales (el Fondo, entre ellos) por unos 2.000 millones de dólares.
O Alberto Fernández firma un acuerdo rápido con el Fondo y pone orden en las deudas del país o este se convertirá en un paria en el mundo, en un deudor consecuentes de deudas impagas. La poca solidaridad de Cristina Kirchner ante el dramatismo de la situación habla de su probada insensibilidad o de su desconocimiento de la economía, que también lo tiene. La administración no debe ir todavía a buscar el acuerdo con la oposición; primero tiene que ponerse de acuerdo con los suyos.
A todo esto, el Gobierno se gastó 10.000 millones de dólares (billetes verdes, no pesos convertidos en dólares) para la campaña electoral. Pagó unos 7.500 millones de dólares de vencimientos de deudas con organismos internacionales, que podrían haber sido refinanciados si hubiera existido un acuerdo con el Fondo. Pero el vademécum electoral del kirchnerismo indica que jamás debe acordarse con el FMI antes de unas elecciones. La vieja tara, otra vez. No sirvió de nada. Perdieron las elecciones nacionales y en casi todas las provincias.
El Banco Central gastó otros 2.500 millones de dólares para mantener el precio del dólar. El manual del kirchnerismo enseña que el dólar no debe ser caro en tiempos electorales. El peso se devaluó lo mismo; la brecha entre el precio del dólar oficial y el paralelo nunca bajó del 90 por ciento. Ahora supera el 100 por ciento. ¿Esos dólares con los que intervino el Banco Central sirvieron para fugar divisas de los amigos de Alberto Fernández? Nadie en su sano juicio podría afirmar eso. Sin embargo, es lo que el Presidente aseguraba que pasaba cuando el entonces presidente Mauricio Macri no podía frenar la devaluación del peso con las intervenciones del Banco Central.
Alberto Fernández sigue sosteniendo semejante desvarío. El dólar es la moneda más preciada de los argentinos, les guste o no a esos presidentes. Y lo es por necesidades empresarias imperiosas o por la necesidad, también imperiosa, de preservar ahorros. El peso quema en las manos. Si les es imposible acceder a los dólares, los argentinos que pueden compran bienes durables o inmuebles. Cualquier solución es mejor que tener pesos en el bolsillo.
¿Cómo seguirán ahora las restricciones para el dólar en un país sin dólares? ¿Los argentinos que hacen compras en dólares deberán pagar sus tarjetas con dólares físicos, no con pesos convertidos en dólares? ¿Así se viajará al exterior de ahora en más? ¿También esa imposición regirá para pagar servicios de streaming, como Netflix, Amazon o HBO? ¿Seguirá vigente la posibilidad de comprar 200 dólares por mes, después de estrafalarios trámites en la AFIP? Corren el riesgo de cerrarles todas las puertas de salida a la sufrida clase media, que es la que hace, cuando puede, ese tipo de consumos.
Si así serán los próximos dos años de gobierno, sería oportuno que el peronismo vaya acostumbrándose a la idea de que perderá el poder. Los pobres están peor que antes y la clase media se quedó sin esperanza.
La impericia y el prejuicio caminan juntos a veces. Están dejando a la clase media sin aviones de cabotaje o están abriendo la posibilidad de que los precios de los pasajes dentro del país sean inaccesibles para ese sector social. Cerraron el aeropuerto de El Palomar, donde operaban las aerolíneas low cost, porque fue consideraba una idea neoliberal del gobierno “insensible” de Macri.
Los camporistas que controlan Aerolíneas Argentinas le hicieron la vida imposible a Latam ya en tiempos de Cristina Kirchner; volvieron con los mismos ímpetus, porque no querían que la aerolínea de bandera, que La Cämpora maneja como una empresa propia, tuviera competencia. Latam se terminó yendo del país. La conclusión de semejante chapucería es que ahora quedaron solo dos empresas aéreas low cost y que Aerolíneas Argentinas no puede ni siquiera pagar el servicio de revisión de sus aviones. Tiene gran parte de su flota fuera de servicio.
La ley de la oferta y la demanda es inflexible: el precio de los pasajes aumentó exponencialmente. Y encima cayó verticalmente la oferta de vuelos al interior del país. El crecimiento con inclusión es una frase retórica, una generalidad que no dice nada. La inclusión es una utopía. Lo único cierto y palpable es la exclusión de muchos argentinos de pequeñas alegrías materiales en medio de las tribulaciones de cualquier vida.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/