A fines de 1943, con mis flamantes 18 años y el diploma de bachiller en el bolsillo, tenía que elegir una carrera. Mis padres habían hecho un considerable sacrificio económico al inscribirme desde la escuela primaria hasta finalizar la secundaria en un colegio pago, prestigioso y de muy alto nivel académico: la Escuela Argentina Modelo. Ellos y todo el resto de la familia entendían que tan sólo un doctorado convenía a mi aureola de buen alumno y chico sosegado, estudioso, obediente. Abogado o médico eran las únicas alternativas. ¿Qué hacer, cuando yo no aspiraba ni a lo uno ni a lo otro? Sólo me atraían las artes y las letras. En mi mente y mi corazón, colores, sonidos, formas pugnaban por encontrar un cauce, por expresarse. Y ya sabía, desde muy pequeño, que mi modo de pensar y de sentir me distanciaba de la mayoría de mis contemporáneos.
Sumiso, me resigné y aprobé el ingreso a Derecho. Durante un año me aburrí sin pausa en el trámite de asimilar nociones que carecían de sentido para mí. Tuve ánimo para decir basta y emprender, capeando el escándalo familiar, Filosofía y Letras, que me parecía más afín. Aunque tenía la certeza de no encontrar satisfacción sino en Arquitectura, la matemática se me presentaba como un obstáculo insuperable.
Otra circunstancia contribuiría a desalentar mis estudios universitarios. Las deterioradas finanzas familiares exigían que yo trabajara para mantenerme, y la Aduana fue mi destino natural. Mi padre había sido funcionario de esa repartición y gestionó mi ingreso en ella, en el último peldaño del escalafón. Mi horario era de siete a catorce; dada mi condición de universitario, se me autorizó a salir a las trece. Trabajaba, pues, hasta la una de la tarde y, con un sándwich y un café, rumbeaba a las clases de latín y griego, en las que, sin falta, me dormía.
Nueve años trabajé en la Aduana, y debo agradecer la oportunidad que me dio de romper la burbuja en que había vivido desde la infancia. El desgarrón fue doloroso, pero el aire de afuera entró y compartí muchas horas diarias con gente de muy diversa condición. Tuve la fortuna de conocer allí al hombre que fue mi verdadero maestro de vida: don José Di Fiori. Si mis padres me dieron conocimientos y sensibilidad, Di Fiori me enseñó a moverme en el mundo. No sólo en el ámbito de la administración pública (para colmo, en tiempos del primer peronismo), sino también y sobre todo en el trato con los demás. Me cobró afecto y yo a él, creo que por coincidencias en apreciaciones literarias y artísticas. Con habilidad y paciencia desalentó mis ínfulas de niño bien y me dio un criterio de ubicación.
Durante esos años ocurrió algo decisivo en mi vida, aunque yo lo ignorase en el momento. Y ocurrió, como casi todas las cosas importantes que me han sucedido, sin mi intervención, sin proponérmelo. Recibí una carta de mi antiguo compañero de la Escuela Modelo, en la primaria y la secundaria, Daniel Alberto Dessein, nieto de Alberto García Hamilton, el fundador de La Gaceta, de Tucumán. Daniel Alberto se había incorporado a la empresa familiar y con la venia de su tío, entonces director de La Gaceta, Enrique García Hamilton, creó el suplemento literario de los domingos. Esto era en 1950, fecha a partir de la cual, salvo un paréntesis en los meses de verano, el suplemento aparece con regularidad y acompañado de un sólido prestigio. En esa carta Daniel Alberto, «recordando tus composiciones del colegio», me preguntaba si colaboraría con él en la sección bibliográfica. Le contesté de inmediato que sí, y la primera reseña que escribí fue la de Hojas de hierba, de Walt Whitman, en la traducción de León Felipe. Las colaboraciones en La Gaceta se volvieron casi semanales y Dessein comenzó a pedirme también reseñas de acontecimientos artísticos y culturales en Buenos Aires, que yo enviaba quincenalmente a Tucumán. Un buen día me escribió: «No sé si te habrás dado cuenta, pero sos un periodista».
¿Periodista yo? Nunca se me había ocurrido. Aspiraba a pintor (estudiaba dibujo y pintura) o a actor (también estudié teatro). De periodista, ni idea. Escribía, sí, para La Gaceta, pero lo hacía más por diversión y porque me gustaba expresar y transmitir a los demás mis impresiones, que con vistas a una profesión. Pero Dessein insistió y me encargó, además de las otras tareas, nada menos que la sección de política internacional, aceptada por mí con total irresponsabilidad.
La Gaceta de Tucumán es, pues, mi cuna periodística. También está en el origen de mi actividad más notoria. Porque en 1956 (vuelto yo de mi primer viaje a Europa, que duró seis meses y al regreso del cual me encontré una Argentina sin Perón), la Comedia Nacional estrenó en el Cervantes Facundo en la ciudadela, del poeta Vicente Barbieri, cuya acción transcurre precisamente en San Miguel de Tucumán, ocupada en 1831 por Facundo Quiroga. Dessein me encargó la reseña para su diario, y ésa fue mi primera incursión en la crítica teatral. Acostumbro a rechazar la calificación de «crítico»: lo que hago es, más bien, divulgación; está dirigido al lector de la prensa diaria, deseoso de saber, ante todo, de qué se trata y si le interesaría o no asistir al espectáculo. Por eso prefiero siempre decir que, antes que un crítico, soy un escritor que va al teatro y cuenta sus impresiones.
Hago en este punto una disquisición. ¿Debe un periodista ser un escritor? La pregunta inversa es igualmente válida: ¿debe un escritor ser periodista? Las respuestas varían según las experiencias de cada cual y hasta según las circunstancias: en los primeros tiempos del periodismo moderno, los escritores fueron los cronistas del momento; después vinieron las especializaciones y el escritor profesional prefirió el aislamiento de su estudio y acuñó la noción de que el ejercicio del periodismo pervierte el arte de la escritura. Borges sostenía esta noción, pero son innumerables los ejemplos en contrario: entre nosotros, Roberto Arlt, Alberto Gerchunoff, Arturo Cancela, Enrique Méndez Calzada, Eduardo Mallea, Pepe Bianco o Mujica Lainez actuaron sin problemas en ambos terrenos. Rubén Darío fue periodista y el ilustre novelista francés François Mauriac brindó durante años su «Block Notes» cotidiano, de actualidad política y social, a los lectores del parisiense Le Figaro. ¿Quién negaría la condición de gran escritor al politólogo, sociólogo y filósofo Raymond Aron?
Esta reflexión me lleva a la siguiente etapa en mi carrera profesional. En 1957 entré en La Nación. Ya Mujica Lainez me había presentado, a su manera. El año antes, en vísperas de un viaje a Europa, me citó un día en el viejo edificio de la calle San Martín y me condujo ante el Sanedrín de los secretarios y los prosecretarios, alineados frente al vasto panorama de la redacción en plena tarea. Sin más, con su habitual desparpajo, les anunció: «Aquí está Ernesto Schoo, que me reemplazará en la crítica de arte mientras yo esté afuera». Si se asombraron o se ofendieron, no lo sé: a partir de ese momento y durante un mes, me senté a diario frente a la antigua máquina de escribir -que hoy se exhibe en «El Paraíso», la casa-museo de Cruz Chica-, en la mínima oficina de Manucho, decorada con un collage hecho por él, con reproducciones de pinturas y esculturas prestigiosas, y tecleé mis notas. No lo debo de haber hecho tan mal porque no mucho después fui designado redactor.
No olvidaré nunca cómo me recibió Constantino del Esla en mi primer día en la redacción. Afable, me dijo: «Ante todo, debe usted saber que esta profesión tiene gran afinidad con el corte y confección». Se refería a la necesidad de ajustar los textos a los cálculos del diagramador, que suele obligar a una bienvenida síntesis. Del Esla fue uno de mis maestros en esta casa, junto con Mujica Lainez, Augusto Mario Delfino, Luis Mario Lozzia, don Juan Valmaggia, subdirector inolvidable. Casi cuatro años duró esa primera vinculación con el diario de Mitre. De redacción general pasé a la sección Cine, cuyo jefe era Tomás Eloy Martínez; Rolando Rivière colaboraba. De vez en cuando me confiaban también alguna crítica de teatro. No pretendo alardear de descubridor de Alfredo Alcón, ni mucho menos, pero en 1958 me tocó reseñar la puesta de Recordando con ira, de John Osborne, en el Odeón, por la compañía de María Rosa Gallo, Alcón y Osvaldo Bonet, y proclamé allí la aparición de un nuevo gran actor argentino.
A comienzos de 1961, Martínez y yo abandonamos La Nación. Seguí comentando los estrenos de cine en la revista Vea y Lea y durante dos años tuve una cátedra de historia del arte en la escuela de cine de la Universidad de La Plata. A mediados de 1963 entré a Primera Plana, fundada a fines del año anterior por Jacobo Timerman. Otro maestro, con otros métodos. Hombre de trato difícil: caprichoso, arbitrario, colérico a menudo. Pero de una calidad profesional extraordinaria: solía pasearse por la redacción mientras escribíamos (todavía a máquina), leía el texto por encima de nuestros hombros y nos señalaba con el dedo, sin decir una palabra, dónde estaba la flaqueza o el error. Era infalible. Timerman se alejó muy pronto de Primera Plana, pero su huella perduró. El propietario, Victorio Dalle Nogare, dejó total libertad al equipo encabezado por Ramiro Casasbellas, con Martínez y Julián Delgado como secretarios, para hacer la revista más exitosa de la época. Fue la redacción más estimulante que conocí: había electricidad en el aire, la competencia de ideas saltaba de un escritorio a otro y el éxito comercial alentaba a más y mejor. En 1969, entre otros memorables papelones culturales, el régimen dictatorial del general Onganía clausuró la revista, por un comentario político intrascendente.
A todo esto, dos presidentes constitucionales habían sido derrocados por las fuerzas armadas: Frondizi en 1962, Illia en 1966. Excede el alcance de estos recuerdos la reseña de las vicisitudes políticas y económicas vividas desde entonces por la Argentina. ¿Qué país en el mundo podría haberlas resistido? En condiciones precarias, siempre en lucha contra las censuras de todo orden, me encargué de las secciones de artes y espectáculos, y de libros, de diversas publicaciones, cuyo final se asemejaba, en casi todos los casos: cierre por discrepancias con el gobierno o por problemas financieros. Timerman, con quien había trabajado nuevamente, en La Opinión, entre 1975 y 1977, me llamó otra vez, en 1984, para colaborar en su proyecto de La Razón matutina, que fracasó.En 1976 había publicado mi primera novela, Función de gala. Una beca Guggenheim, en 1988, me permitió sobrevivir. En ese mismo 1988 gané el primer premio municipal, que implica un subsidio vitalicio, con un libro de cuentos, Coche negro, caballos blancos.
Treinta y cinco años después de haberme ido de LA NACION, volví convocado por el subdirector, José Claudio Escribano.
Y aquí estoy, con mi columna de los sábados, sobre teatro, y reseñas varias. También colaboro, desde 1992, con la revista Noticias, como crítico de teatro. Cuando se acaba de cumplir ochenta años y se llevan a cuestas cincuenta y cinco de profesión, es inevitable que nos pidan consejos para los jóvenes novicios. Una salvedad previa: los cambios tecnológicos -la computación, la informática, el correo electrónico- están conduciendo a cambios de comunicación y percepción tan radicales, tanto desde el punto de vista del emisor como del receptor, que acaso mis palabras resulten obsoletas. Creo, sin embargo, que algunas cosas no cambian: yo aconsejaría no perder nunca y cultivar siempre, enfáticamente, la curiosidad y el entusiasmo. Y, al margen de aquellas noticias que exigen una seca precisión en los datos, abordar siempre el texto como si se estuviera contando un cuento. Que es lo que el lector quiere, lo que todos queremos: que nos cuenten un cuento, para entender el mundo y entendernos a nosotros mismos, y para saber que no estamos del todo solos y desamparados en el espacio cuyo silencio eterno espantaba a Pascal: que alguien nos acompaña y nos cuenta una historia antes de dormir.
Ernesto Schoo
Fuente: suplemento Cultura del diario La Nación, 27 de noviembre de 2005.