CIUDAD DEL VATICANO, martes, 21 marzo 2006 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció el 11 de marzo Benedicto XVI a los participantes en un congreso con ocasión del cuadragésimo aniversario del decreto del Concilio Vaticano II «Ad Gentes», convocado en Roma por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos.
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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:
Os saludo con afecto a todos vosotros, que habéis participado en el congreso internacional organizado por la Congregación para la evangelización de los pueblos y la Pontificia Universidad Urbaniana, con ocasión del 40° aniversario del decreto conciliar «Ad gentes». Saludo en primer lugar al cardenal Crescenzio Sepe, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo a los obispos y a los sacerdotes presentes, y a todos los que han participado en esta iniciativa tan oportuna, porque responde a la exigencia de seguir profundizando las enseñanzas del Vaticano II, para mostrar la fuerza propulsora dada por dicho concilio a la vida y a la misión de la Iglesia.
En efecto, con la aprobación, el 7 de diciembre de 1965, del decreto «Ad gentes», se dio un renovado impulso a la misión de la Iglesia. Se pusieron de relieve mejor los fundamentos teológicos del compromiso misionero; su valor y su actualidad ante las transformaciones del mundo y frente a los desafíos que la modernidad plantea al anuncio del Evangelio (cf. n. 1). La Iglesia ha adquirido una conciencia aún más clara de su innata vocación misionera, reconociendo en ella un elemento constitutivo de su misma naturaleza. En obediencia al mandato de Cristo, que envió a sus discípulos a anunciar el Evangelio a todas las gentes (cf. Mt 28, 18-20), también en nuestra época la comunidad cristiana se siente enviada a los hombres y a las mujeres del tercer milenio, para darles a conocer la verdad del mensaje evangélico y abrirles de este modo el camino de la salvación. Y esto —como decía— no es algo facultativo, sino la vocación propia del pueblo de Dios, un deber que le incumbe por mandato del mismo Señor Jesucristo (cf. «Evangelii nuntiandi», 5). Más aún, el anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todo el género humano, por estar llamados a comunicar a todos el amor de Dios, que se manifestó plenamente en el único Redentor del mundo, Jesucristo.
La publicación del decreto conciliar «Ad gentes», sobre el que habéis reflexionado oportunamente, ha permitido poner mejor de relieve la raíz originaria de la misión de la Iglesia, es decir, la vida trinitaria de Dios, de quien proviene el movimiento de amor que, desde las Personas divinas, se difunde por la humanidad. Todo brota del corazón del Padre celestial, que tanto amó al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna (cf. Jn 3, 16).
Con el misterio de la Encarnación, el Hijo unigénito fue constituido auténtico y supremo mediador entre el Padre y los hombres. En él, muerto y resucitado, la ternura providente del Padre alcanza a todo hombre de modos y por caminos que sólo él conoce. La tarea de la Iglesia consiste en comunicar incesantemente este amor divino, gracias a la acción vivificante del Espíritu Santo. En efecto, el Espíritu es quien transforma la vida de los creyentes, liberándolos de la esclavitud del pecado y de la muerte, y capacitándolos para testimoniar el amor misericordioso de Dios, que en su Hijo, quiere hacer de la humanidad, una única familia (cf. «Deus caritas est», 19).
Desde sus orígenes, el pueblo cristiano percibió con claridad la importancia de comunicar, a través de una incesante acción misionera, la riqueza de este amor a todos los que todavía no conocían a Cristo. Más aún, durante estos últimos años se ha sentido la necesidad de reafirmar este compromiso, porque —como observó mi amado predecesor Juan Pablo II— en la época moderna la «missio ad gentes» parece sufrir a veces una fase de mayor lentitud debido a las dificultades del nuevo marco antropológico, cultural, social y religioso de la humanidad. Hoy la Iglesia está llamada a afrontar desafíos nuevos, y está dispuesta a dialogar con culturas y religiones diversas, tratando de construir con toda persona de buena voluntad la convivencia pacífica de los pueblos. Así, el campo de la missio ad gentes se ha ampliado notablemente, y no se puede definir sólo basándose en consideraciones geográficas o jurídicas; en efecto, los verdaderos destinatarios de la actividad misionera del pueblo de Dios no son sólo los pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos socioculturales y, sobre todo, los corazones.
Se trata de un mandato cuya fiel realización exige paciencia y clarividencia, valentía y humildad, escucha de Dios y discernimiento vigilante de los «signos de los tiempos». El decreto conciliar «Ad gentes» muestra cómo la Iglesia es consciente de que, para que «lo que una vez se obró para todos en orden a la salvación alcance su efecto en todos a través de los tiempos» (n. 3), es necesario recorrer el mismo camino de Cristo, camino que conduce hasta la muerte en la cruz. En efecto, la acción evangelizadora «debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo: esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección» (ib., 5). Sí, la Iglesia está llamada a servir a la humanidad de nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús, dejándose iluminar por su Palabra e imitándolo en su entrega generosa a los hermanos. Ella es instrumento en sus manos, y por eso hace lo que puede, consciente de que es siempre el Señor quien realiza todo.
Queridos hermanos y hermanas, gracias por la reflexión que habéis desarrollado durante estos días, profundizando los contenidos y las modalidades de la actividad misionera en nuestra época, en particular, poniendo de relieve la tarea de la teología, que es también exposición sistemática de los diversos aspectos de la misión de la Iglesia. Con la aportación de todos los cristianos el anuncio del Evangelio resultará ciertamente cada vez más comprensible y eficaz.
Que María, Estrella de la evangelización, ayude y sostenga a los que en numerosas regiones del mundo trabajan en la vanguardia de la misión. A este propósito, ¿cómo no recordar a todos los que, también recientemente, han dado la vida por el Evangelio? Que su sacrificio obtenga una renovada primavera, rica en frutos apostólicos para la evangelización. Oremos por esto, encomendando al Señor a todos los que, de diversos modos, trabajan en la gran viña del Señor. Con estos sentimientos, os imparto a vosotros aquí presentes la bendición apostólica, extendiéndola de corazón a vuestros seres queridos y a las comunidades eclesiales a las que pertenecéis.