Las matemáticas del domingo pusieron en evidencia una fractura llamativa en la orientación social del voto. El electorado y la política parecen organizarse en dicotomías superpuestas. Mundos que coexisten, incompatibles, dentro del mismo país.
La primera medianera, que se insinuó en los cómputos iniciales, se ve desde ayer más impactante. Es la que separa a la clase media de las grandes urbanizaciones, de los vecinos de localidades pequeñas o del campo. Cristina Kirchner arañó el 45% de los votos sin haber ganado una sola gran ciudad, salvo San Miguel del Tucumán y Mendoza. Curioso: conquistó Gualeguaychú a pesar del ambientalismo. Perdió en la Capital Federal, Rosario, Córdoba, Mar del Plata, La Plata, Bahía Blanca, Vicente López, San Isidro.
Algunas intuiciones vaticinaban el fenómeno en las últimas semanas. ¿O nadie escuchó el lugar común, muy del Barrio Norte porteño, “no conozco a nadie que vote por Cristina”? Esa percepción escondía una verdad. Si no hay una división de clases, al menos la geografía electoral está atravesada por una muralla china.
La herida de ese rechazo urbano en el ala del kirchnerismo sangró ayer en las declaraciones de Alberto Fernández, cuando pidió a los porteños que “dejen de votar y pensar como una isla” (sic).
La señora de Kirchner obtuvo en la ciudad de Buenos Aires el mismo porcentaje de votos que Daniel Filmus en la primera vuelta por la comuna. La lista de diputados elaborada por Fernández entró en cuarto lugar. El se quejó de los vecinos de la Capital Federal, a los que llamó -hay que pensar que con toda humildad- «los mayores soberbios del país» por no haber preferido a la candidata que les propuso. Se entiende el fastidio: con los resultados del domingo al oficialismo se le extravió el unicornio azul de un peronismo «progre», materia prima imaginaria de transversalidades y concertaciones.
Ahora, esos experimentos deberán amoldarse a los números. Cristina hizo una elección excepcional allí donde la política es más conservadora. Zonas en las que los argumentos pesan menos que el clientelismo, los subsidios y la obra pública barata. Julio De Vido ganó, con sus recursos, la interna que libra contra Fernández por el formato final del kirchnerismo.
Cristina alcanzó marcas formidables, superiores a veces al 70%, en Santiago del Estero, Salta, Jujuy y Tucumán. Allí la pregunta era «¿quién conoce a un votante de Carrió?». Igual que en el conurbano bonaerense. Los votantes de la presidenta electa viven en Avellaneda, La Matanza, Berazategui, José C. Paz, Malvinas Argentinas, Florencio Varela, donde reinan la marginación y la pobreza. A los jefes de esos distritos Kirchner les prometió el jueves pasado, durante una reunión reservada en Ituzaingó, que pronto les devolverá un PJ organizado. Nada contra la apertura al mundo, pero Mario Ishii o Julio Pereyra hubieran hecho más juego que Segolene Royal con la anatomía del triunfo del domingo. Por no hablar de contrastes más inesperados, como el de ganar la bucólica Rauch de la mano de Jorge Ugarte, que la gobernó durante toda la dictadura militar.
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Si el kirchnerismo se sintió en algún momento llamado a tender un puente entre dos culturas, ese sueño terminó hace 48 horas. La propuesta del Gobierno quedó más encerrada en una geografía y una clase social que las experiencias peronistas del cafierismo o del menemismo. Como si aflorara la vieja fisura que dominó los años 50. O, lo más probable, como si los Kirchner hubieran quedado presos de los métodos y el encuadramiento social que los hicieron poderosos en Santa Cruz.
Hay otra división, igual de drástica, que atraviesa el país. Es la que se tiende entre la política como organización y la política como corriente de opinión. Con la misma regularidad con que rechazaron la candidatura de Cristina, los sectores medios dieron la espalda a la propuesta de Elisa Carrió cuando se discutían posiciones de gobierno.
En todas las ciudades bonaerenses donde se impuso la Coalición Cívica para la presidencia, Daniel Scioli ganó como candidato a gobernador. Es temprano para decidir si ese acceso de Scioli a los sectores medios es visto por los Kirchner como un activo o como una amenaza. Hubo el domingo, eso sí, un dato sospechoso. En las comunas más ligadas a la Casa Rosada -Florencio Varela o La Matanza, por ejemplo- Scioli obtuvo menos votos que Cristina. En cambio, Francisco de Narváez aumentó sus chances. Esa curiosidad terminó por convencer a quienes daban crédito al rumor preelectoral de que habría una maniobra del oficialismo nacional para acotar a Scioli repartiendo la boleta de Narváez.
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Así como Carrió no pudo ofrecer una alternativa exitosa para la gobernación aun donde se impuso para la presidencia -más allá del buen desempeño de Margarita Stolbizer, otra estrella matriarcal que asoma sobre la Argentina-, en las comunas donde mejor le fue a la Coalición Cívica ganaron peronistas o radicales K. Sucedió en La Plata (Pablo Bruera), Mar del Plata (Gustavo Pulti), Bahía Blanca (Cristian Breitenstein), San Isidro (Gustavo Posse) y Vicente López (Enrique García).
Si se mira desde otro ángulo, se advierte la misma dinámica: para cambiar de gobiernos los electores se sirvieron de peronistas. En Lanús reemplazaron a Manuel Quindimil por Darío Díaz Pérez; en Tigre, a Hiram Gualdoni por Sergio Massa; en La Plata, a Julio Alak por Bruera; en Mar del Plata, a Daniel Katz por Pulti; en Quilmes, Francisco Gutiérrez -ahijado de Cristina-se imponía sobre Aníbal Fernández y Sergio Villordo. En Mendoza, Celso Jaque desplazó a Julio Cobos, y en Salta Juan Manuel Urtubey, con el apoyo de mujeres tan distantes como Vilma Ibarra y Graciela Camaño, desplazaba anoche a Juan Carlos Romero y su candidato Walter Wayar.
Esta sistematicidad refuerza evidencias preexistentes. Por ejemplo, que Carrió sigue encabezando fuerzas monoproducto. La misma deficiencia de Pro, que sólo gana si postula a Mauricio Macri. La vieja organización territorial de la UCR sigue sin reemplazo siete años después de su colapso.
Estas diferencias, tan marcadas, entre el PJ y quienes compiten con él hacen pensar en una dicotomía más profunda que atrapa a la Argentina: la triste opción entre una gobernabilidad opaca o una modernización declamatoria.
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 30 de octubre de 2007.