Por Beatriz Vignoli.- «¿Adónde iría, si pudiera irme, qué sería, si pudiera ser, qué diría, si tuviera voz, quién habla así, diciéndose yo?» Santiago Alassia eligió como acápite de su segundo libro de cuentos, No es lo suficiente (Santa Fe Cultura Ediciones, 2021), esta serie de preguntas del dramaturgo irlandés Samuel Beckett. Un buen epígrafe siempre parece diseñar de antemano un programa estético para todo el libro, y este es el caso. No es lo suficiente sembró la maravilla y el desconcierto entre el jurado que por unanimidad le otorgó, en la categoría inéditos, el premio Alcides Greca (uno de los premios trienales a la creación literaria de la Provincia de Santa Fe, dedicado a narrativa) en un ya lejano 2020. ¿Quién, qué era esa «Hormiga Gianuzziana» que firmaba en el seudónimo? Las voces que narran en primera persona seis de estos diez cuentos son voces de mujeres. «La autora», ponía el jurado en sus comunicaciones internas, aún sin información suficiente, y pronto optó por darse lugar a la duda. «Intuyo una mujer», dijo uno de los tres; pero comprendió que aquel «yo» confesional era de ficción, pura literatura y pura invención, cuando al abrirse los sobres apareció el nombre del experimentado y talentosísimo poeta, dramaturgo, narrador, actor, director teatral y gestor cultural nacido en Rafaela (Santa Fe) en 1979.
En su poemario más reciente, Magún magún (Santa Fe, Palabrava, 2019), donde cuatro años después continúa el diálogo crítico con la tradición posmodernista regional que inició en el primero, Alassia tiene un personaje: la tía Ede, que habla sola toda la noche con una figura en la pared. El contenido de aquel monólogo inaudito podría ser dicho en cualquiera de estos cuentos. En aquel primer poemario, Hueco en el mundo (Rosario, Baltasara, 2015), había una zona intermedia purgatorial habitada por el canto roto de unas voces marginales, desalojadas de la trama social. Aquellas voces han tomado aquí todo el espacio narrativo sin renunciar al gesto dramático, es decir, teatral, que las hizo nacer en el poema. Las reseñas favorables que esta nueva recopilación de cuentos viene cosechando en la provincia los vinculan o bien con la poesía («una prosa que incluso en su entonación más estrepitosa no deja de ser lírica», escribe Enrique Butti en la revista Nosotros del diario El Litoral) o bien con el teatro («Sabiéndolo actor, me pregunté si construiría personajes como si se tratara de un ejercicio actoral», hipotetiza Susana Ibáñez en ese mismo diario). Uno de los narradores es un profesor de teatro con mucho de gurú cruel; otra, una aspirante a actriz que cómicamente no se rinde ante el fracaso.
La crueldad, un tema recurrente en su libro de cuentos anterior, Por lo bajo (Rafaela, Fondo Editorial Municipal, 2017, primer premio concurso del Fondo Editorial Municipal del año 2016), se hace presente aquí como un segundo plano amenazante, o bien como irrupción traumática, y su exceso la acerca al tono humorístico de la hipérbole. Si bien se trata -como dijo el autor en una entrevista por la rosarina Eugenia Arpesella- de un libro de «locos de pueblo», y si bien de alguna manera remite al contexto de la pampa gringa, su alcance es global. Y es que los derrumbes vitales que narran estos fantasmas vivientes suelen corresponderse -o al menos eso cabe inferir de ciertos detalles- con la desintegración generalizada de la clase media en particular y de lo social en general, cuya argamasa era aquella clase. A veces el punctum de un cuento es un objeto que concentra los anhelos del pasado, una herencia de lujos dilapidados que permanece como espectro: «Se dice que hay una hora de la merienda. Ese momento en que por la ventana de la cocina entra un rayito de sol que pega sobre la mesa, y la bombonera destella», dice el narrador de «No somos familia», desentendiéndose (a través del modo impersonal) de ese ritual que los cinco habitantes de la casa eluden. «No somos familia. Hay mucho que sostener y falta fuerza. Auto, pileta, perros: no tenemos», empieza, casi un anti-manifiesto de lo que no, con oraciones cortas como sin aliento, al abrir el libro.
A la apatía de aquel narrador inicial, perfectamente construida en el ritmo de su prosa, se le opone la exuberancia de «Tambereta»: «En el pueblo me dicen la babacha porque salto los tapiales a la noche y molesto a los vecinos. No es por molestar que yo me agarro mi bolsa de arpillera y me trepo a los tapiales es que acá por los veranos no se puede respirar del tufo que a la noche está parado a media altura que parece que la sangre de las venas se está por derretir y no se puede por los bichos ni dormir de la calor que se caen los cascarudos del techo y las catangas te caminan por la cara y los brazos». La verborragia desquiciada de esta narradora fluye a la par de una sexualidad marica, más que femenina: «calentura del culo». Lo que insiste en las locas visiones es el agujero negro: oscuridad, alucinación de la falta. Con agujeros delira entre pesadilla y pesadilla la protagonista de «Todo es blanco», administrativa de una fábrica de correas. «El agujero fue creciendo con el paso de los meses y de los años», dice «El escarbador».
Y en «Garrapata»: «Los ojos abiertos de las personas que no pueden dormir andan a la deriva como satélites rotos por la oscuridad siempre idéntica y siempre diferente de cada habitación». Al igual que los de Beckett, estos personajes parecen contradecir el aforismo de Macedonio Fernández: «No he sabido de nadie que, al nacer, no hallara mundo». Es sólo el gurú teatrero que funda una comunidad al margen de todo y de todos en «Se dobla y se desdobla» (quien sostiene: «nada urge más que dejar a la intemperie el agujero») el que propone a sus discípulos una utopía anarquista creativa: «Y no sabe qué hay de ese otro lado, en la negrura. No sabe cómo caminar por ese nuevo territorio. Usted no está ni estará nunca más entre los hombres. Ahora, espere. ¿Cuál es el problema? ¿Lo muerde? Esa negrura, ¿lo ataca? Usted comprueba que puede permanecer. Sin desesperación, permanecer en la negrura. Entonces usted ve que aparece un bloque. Algo que brota. De la nada emerge lentamente un edificio. Luego otro y otro. Usted lo deja nacer, es el mundo. Al fin y al cabo, necesita un territorio por donde caminar. Es gris. Usted se deja mecer por la grisura. Usted se duerme. Usted sabe que está dormido. Usted despertará». Y al fin: «Hice poner un cartel en la entrada que dice: sitio para permanecer. Tenemos río. La montaña está bajo nuestros pies. Bajamos al pueblo apenas lo suficiente. Nadie nos espera. Nadie nos dice qué hacer».
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