Por Adán Costa.- El curupay, en la dulce lengua guaraní alude a un árbol, de madera noble y hojas leguminosas. La batalla de la defensa del fuerte de Curupaytí, del 22 de setiembre de 1866, en el Paraguay, frente del puerto Las Palmas en el Chaco, es la victoria de un sentido, más allá de la contienda bélica, donde los ejércitos argentinos y brasileros sufrieron las peores bajas en una guerra sangrienta.
Bartolomé Mitre, un torpe desconocedor de la geografía de un país de esteros y pantanos fue burlado como conductor de esa batalla. Esa torpeza provocó más de diez mil heridos y muertos de su bando sólo ese día. Seguramente a lo largo de los más de cinco años entre 1864 y 1870 el pueblo paraguayo no pudo celebrar otra victoria de esas dimensiones. Los gobiernos argentino, brasilero y uruguayo, que pensaban que iban a una guerra de un puñado de meses, estaban urdidos por incorporar a estos países al mercado internacional regenteado por Londres, empujando a sus pueblos una guerra injusta y fraticida entre hermanos.
El proceso constitucional argentino de 1853-1861 estaba en aún en pañales, con disputas siempre pendientes. Hasta hoy incluso. Lo cierto es que enorme fue la resistencia de la mayoría de las provincias argentinas en participar de una guerra que veían que sólo privilegiaba a los porteños.
Una de las acepciones de la etimología de la palabra guaraní es “combatidlos”. Los europeos del siglo XVI la escuchan a menudo cuando tomaban contacto con los pueblos. Y se refería a ellos. Paraguay, hacia 1860, era una gran potencia industrial sudamericana. Y una pertenencia originaria guaraní construida desde, al menos, un milenio, con un sentido abisal de lo comunitario. Hasta donde les alcanza la memoria, los guaraníes llevan buscando el lugar que les fue revelado por sus antepasados, donde la gente vive libre de dolor y sufrimiento, al que denominan, paradojalmente “la Tierra sin mal”.
Al fin de la guerra “Guasú”, como le llamaron los paraguayos o de la “Triple Alianza”, el Paraguay fue diezmado como pueblo, su capacidad económica destruida. Murieron casi todos sus varones de más de 9 años. Muy cerca de Curupaytí, la masacre de Acosta Ñú, da cuenta de la masacre de niños-soldados en la batalla. Era precisamente lo que necesitaba el negocio agro-exportador.
Luego vinieron los genocidios en la Patagonia mapuche-ranquel-tewuelche y los del Gran Chaco en búsqueda del algodón que precisaba Manchester y su revolución industrial. Fue un escarmiento en nombre de la libertad del comercio, que sólo beneficia siempre a los gerentes de ese mercado.
Los casi 3400 km de los cursos de los ríos Paraguay y Paraná presenta una geografía de llanuras de todos los verdes y frondosos cursos de agua. Una de sus partes, el Alto Paraná, fue testigo de esta guerra terrible. Cándido López fue un pintor argentino, que participó con veinticinco años como soldado en la guerra, como muchos jóvenes de su generación. Perdió uno de sus brazos en la batalla, y educó al brazo que le quedaba para para seguir pintando. El cuadro “Después de la batalla de Curupaytí” del año 1893 es hoy uno de los cuadros más vistos en el Museo Nacional de Bellas Artes en Buenos Aires.
Hace ya varios años yo estuve mirándolo fijamente durante más de una hora. Fue una experiencia conmovedora, que vuelve a enternecerme cada vez que se revela ante mis ojos la naturaleza profunda de quienes somos.