“Dejamos de pensar por usar demasiados lugares comunes”

La palabra es la herramienta de control más eficaz, dice el escritor Marcelo Cohen.Por Sebastián Dozo Moreno

Marcelo Cohen, autor de novelas y ensayos, asegura que no hay libertad si no se consigue hablar de otra manera que la convencional, si no se puede lograr que la expresión supere el orden de las convenciones.

“Usamos demasiados lugares comunes sin darnos cuenta de que eso es renunciar a pensar. Si decimos, por ejemplo, «no nos une el amor, sino el espanto», que es una frase ya hecha, construida por otro, también seremos propensos a repetir de un modo automático la frase «guerra preventiva», como si fuera algo válido y pensado por nosotros mismos”, dice Cohen.

A partir de la crisis de 2001 se popularizaron frases como “todos los políticos son corruptos” o “que se vayan todos”. Explica Cohen: “Esto también es un lugar común y, como tal, una mentira que nos deja insatisfechos, porque no expresamos nada con ella. Al contrario: nos queda un resto adentro que se transforma en impotencia, en rabia”.

Para Cohen no sólo existe la tiranía de los lugares comunes, sino el peligro de apegarse demasiado a uno mismo: “Superar el apego a la propia persona es lo que nos libera, ya se trate del apego al nombre, a la etnia o a la propia familia. No hay otra forma de vencer el mal, en todos los órdenes de la vida, si no es mediante esa superación».

Marcelo Cohen es escritor y ejerció el periodismo cultural en la Argentina y en España. Como traductor, dirigió la colección Shakespeare por escritores , un proyecto editorial de traducción al castellano de las obras completas del poeta y dramaturgo inglés. Cohen es autor, entre otras novelas, de Donde yo no estaba , El país de la dama eléctrica y El oído absoluto , y del libro de ensayos ¡Realmente fantástico!

-¿La cultura de masas está condenada a la mediocridad?

-Bueno, las masas son la media… Pero no sé. Sé que si uno mira la historia moderna comprende que la incomodidad, la rebeldía y la independencia movían a nuestros grandes padres y abuelos. Mire a Baudelaire o a Orson Welles. Pero hay genios de éxito masivo, como Picasso. Hoy el peligro de condenar a la cultura de masas sin más ni más es que se condene junto con ella la democracia, que, nominalmente, es la mercancía por excelencia. Nos venden un paquete difuso y confuso llamado democracia: la pregunta es si tenemos un resto de independencia para pensarle un uso inédito. El venenoso y sagaz Guy Debord acuñó la expresión «sociedad del espectáculo» para esta forma avanzada del capitalismo, que es, cada vez más, la forma de la democracia mundial y que es, a su vez, lo que Ernst Jünger llamó «el triunfo de la burguesía mundial». La dificultad para salir del mundo despótico de la cultura de masas, producto del Estado y los consorcios, es que ese mundo se basa en un lenguaje. La única manera de eludir ese dominio es hablar de otra manera. La palabra es la herramienta de control más eficaz que existe. Más que el miedo y las policías.

-¿En qué se ve que el lenguaje es un elemento de control?

-En la facilidad con que se acuñan en todos los órdenes de la vida social lugares comunes. Los terroríficos lugares comunes, los eslóganes, incluso los eslóganes cultos. Alguien dice, en cualquier sentido, «no nos une el amor sino el espanto», y al rato cualquiera puede repetir el eufemismo «guerra preventiva».

-Usted habla de la superación de los lugares comunes y de ir más allá de la memoria sucesiva. ¿En qué situación se encuentra nuestro país al respecto?

-Hoy, todo el mundo dice que hay que tener memoria, que hay que acordarse. Hay un culto monstruoso a la memoria, como si tener un relato ordenado de todo nos hiciera mejores, más confiables. Y no me refiero a la ESMA, porque se tiene que poder visitar un lugar en el que se torturó y se despedazó en nombre de mitos patrios, como se deben poder visitar los campos de concentración. Hablo de la compulsión a hacerse con un relato personal único, ordenado, caracterizado, como si eso nos distinguiera, nos diera solidez, nos hiciera más confiables. No deja de ser un modo de acumular puntos de ética, de poder exhibirse más fácilmente. Vea la proliferación de propagandas del yo en Internet. Me parece que todo relato de identidad y memoria únicas es mortífero, se trate de personas o países, como bien muestran los integrismos religiosos.

-¿El cambio del lenguaje y de las formas ya estructuradas es garantía de creatividad y de libertad de pensamiento?

-Prefiero no mentar la creatividad. No hay forma de destruir modelos opresivos, de romper el velo del lugar común, si uno no destruye en sí mismo esas estructuras. De modo que el camino hacia la libertad es un trabajo de cada cual. El lenguaje que nos envuelve y nos obliga está hecho de anacolutos políticos, eslóganes publicitarios y tópicos pasionales periodísticos, psicología popular, etcétera. Esto incluye la literatura internacional, la premiada. Los escritores siempre han querido destruir esas componendas sistemáticas. Claro que hoy hay que ver cuánto destruye uno sobre un lenguaje ignorante de su amplitud expresiva y su caudal.

-Usted habló en reiteradas ocasiones del mal de nuestro tiempo. ¿En qué consiste exactamente ese mal?

-En el excesivo apego a uno mismo y a todo aquello en lo que cada cual se ve representado, ya sea su nombre, sus atributos, la vigilancia maniática del cuerpo, etcétera. Ahí empiezan todos los males. Porque si uno cree que hay en uno algo sustancial, de la defensa de ese algo sustancial a la defensa mafiosa de su sola familia, la etnia, el país o el continente hay un canal directo. Del apego a esa sustancia y a creer que hay algo permanente en nosotros a Auschwitz, las Torres Gemelas, la ESMA o Guantánamo, hay un paso.

-Sin embargo, usted estampa su nombre en la portada de sus libros. ¿Eso no sería un apego a la propia sustancia?

-Un verso de Gerard Manley Hopkins dice, más o menos: «Soy lo que hago y por eso estoy acá». Todo y todos tienen un nombre. Es lo característicamente humano. Uno intenta averiguar cuánto está dispuesto a hacer por defender lo que el nombre arrastra, o algo así. Para eso se escribe, en gran medida. Es un trabajo largo. Lo que más se gana es paciencia. Peter Handke dice que la paciencia es la plusvalía de la literatura. Pero nuestro César Aira dice otra cosa: que al escritor, de chico, junto con la lapicera, le dan el narcisismo. Eliot dice que es mentira que se escriba para afianzar la personalidad, para encontrarse. Al contrario: se escribe para librarse del peso de una personalidad.

-¿La literatura sería, entonces, una especie de narcótico?

-No: sería una evasión. Un estimulante. Un pasaje hacia aquello que es más grande que nosotros, para poder abrirnos al mundo, que también es nosotros. Esto lo ofrece esa literatura que se ríe un poco de sí misma y de las gravedades de la cultura. Pero no sólo ese tipo de literatura. También puede ser la que es capaz de erigir una época, un mundo y vidas enteras sobre el recuerdo de un sabor, como en Proust. La literatura que busca, que habla de otra cosa que el tema adecuado. Que cambia de tema. Ahora bien: lo que no veo es cómo encontrar un pasaje entre este universo del arte y la política, que es una práctica en la que predomina la afirmación de la persona, el choque de sustancias individuales y no de ideas. Todo lo que se sustancializa se vuelve pernicioso.

-¿Los argentinos deberían poder decir ante la clase política «yo también soy eso», para generar un cambio sustancial de mentalidad que propiciara el cambio y la renovación de la política?

-Sí, pero, en general, cuando el público se involucra en la crítica de los políticos es con un escepticismo mórbido, melancólico, un fatalismo descreído que es el revés de la exaltación exuberante. Si yo digo que soy tan malo como Kirchner, no estoy diciendo nada. Es como decir que todos los políticos son corruptos. Esto también es un lugar común, y como tal, una mentira. Decir esto nos deja insatisfechos, porque no hemos expresado nada. Nos queda un resto adentro que se transforma en impotencia, en rabia. Demasiado teatro, demasiado derecho, demasiada violencia, proyectos, manejo. Más que destinos, papeles. Muchos se preguntan hoy si es posible una política que nos permita recuperar la realidad de la vida.

-¿A qué genero de novela cree que pertenece la historia argentina? ¿Terror, fantástico, gótico, realismo mágico…?

-En todo caso, es una historia, es decir, un relato de violencia, aspiraciones, dominio, ilusiones… Me parece que lo mejor de la literatura ubicó a nuestra historia en la comedia negra irreal. Incluso El matadero , de Esteban Echeverría, tiene algo de eso. Pero pienso en El sur , de Borges, en Marechal, y en La causa justa , de Osvaldo Lamborghini, que es lo más lacerante que se ha escrito sobre la llamada argentinidad.

Por Sebastián Dozo Moreno

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 2 de diciembre de 2006.

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