Por Miguel Wiñazki.- Hay algo muy profundo en el fútbol, tanto en la victoria como en la derrota. Hay un teatro dramático de la vida, donde soñamos con el último penal “¡¡¡Somos todos Montiel, Gonzalo vamos!!!”, ese momento que puede proveernos de gloria o de tristeza inolvidable, porque también sentimos que nosotros, cada uno de nosotros, tantas veces atajamos esa última pelota que casi nos liquida, pero la atajamos como el Dibu Martínez, o que somos Messi, que podemos contra todos los vientos y todas las mareas. Y que gambeteamos al que se ponga adelante para frenarnos.
Ahora, ahora mismo, a muchedumbre en caravana, las canciones futboleras como un mantra, las sonrisas y las risas, y la alegría brotan como una isla en un país demasiado habituado a lágrimas y sangre.
Pero no tan habituado sin embargo, porque un campeonato cambia la gestualidad de millones y las muecas se vuelven catarsis de brazos en alto, y de frenesí.
Es un drenaje frente a tantas presiones y, de pronto, todo brota como un volcán que en lugar de arrasar, libera energía contenida y todos gritamos el campeonato abrimos camino a esa curación del grito conjunto, de la danza colectiva, de la música coreada por miles y por millones.
Las fiestas son más profundas que el desprecio con el que a veces se las analiza desde la sociología barata.
No necesariamente son positivas. A veces son fiestas negras colectivas.
Pero cabe analizarlas sin subestimarlas.
Hay un mensaje profundo en la fiesta, siempre.
Y aquí ahora, frente a tanto desengaño, la fiesta surgió otra vez, porque necesitamos ser campeones, sentirnos campeones y alguna vez, dar la vuelta olímpica todos juntos.
Los bombos resuenan con ese latido que retumba desde el candombe hasta hoy, los saltos y esa búsqueda de elevación expresan ese deseo de altura, para despegarnos del piso y volar aunque sea por instantes imaginarios, las banderas flamean y flamean y el blanquiceleste se vuelve piel. Cierto nacionalismo anacrónico y la impertérrita anglofobia también cruza el aire de las vísperas del partido en derredor del Monumental: “El que no salta es un inglés”. ¿Que tienen que ver los ingleses con todo ésto? Misterios del inconsciente colectivo.
Pero a la vez, hubo algo sanador en este campeonato. ¿Cuántos miles, millones nosotros no volvimos a observar innumerables veces la serie de penales? ¿Cuántas veces retrocedimos en el tiempo para que no pase el tiempo, y nos quedamos abrazados con ellos mirando para que no termine nunca sus abrazos y sus éxtasis tras tras ese tiro esquinado de Montiel, que pasó de un penal de una serie de penales al más importante de la vida convertido, y eso conmueve a cualquiera que entienda de qué se trata el fútbol y el deporte, y la vida misma.
Maradona totémico, más allá de su tránsito terrestre convertido ahora en portador de una misma llama desde él hasta Lionel es omnipresente, y aunque sea por una noche, otra vez, “nos volvimos a ilusionar”.
Porque si no, todo es muy difícil.
Y las ilusiones no se manchan, o no debieran mancharse.
Fuente: https://www.clarin.com/