De la civilización a la barbarie

La democracia es una forma de vivir y de gestionar la política, muy alejada del método barrabrava.

Por Joaquín Morales Solá.- ¿Vale la pena detenerse en los discursos de Cristina Kirchner? No. Corrompe la historia cuando habla del pasado. El mundo es el espejo en el que ella misma se mira si, en cambio, se refiere al presente. Dejemos entonces la megalomanía a un lado. Es más importante lo que hace que lo que dice. La sublevación de la vicepresidenta y del Senado ante la Corte Suprema de Justicia coloca al país en tiempos predemocráticos (para usar un término de la propia Cristina Kirchner) y significa una ruptura definitiva del Estado de Derecho. A ella le gustan los ampulosos e inútiles gestos políticos. ¿Qué significa en el terreno jurídico que una ajustada mayoría del Senado haya avalado su decisión de colocar al cuerpo en rebeldía frente al Poder Judicial? Nada. Paréntesis: esa mayoría la consiguió con la deserción política y moral del senador Alberto Weretilneck, que militaba en el Frente Grande, y con el transfuguismo de la senadora riojana María Vega, que asumió por Juntos por el Cambio y luego se pasó al kirchnerismo. Fue un espectáculo político, no una estrategia jurídica. La ley solo la obliga a ella a enviarle al Consejo de la Magistratura los nombres de los senadores que representarán al cuerpo. Esos nombres surgen, a su vez, de la propuesta que hace cada bloque. En ningún momento debe intervenir el plenario del cuerpo para decidir sobre sus representantes ante el Consejo. Cristina lo hizo intervenir nada más que para mostrar sus músculos políticos frente a una Justicia que detesta en sus días más dramáticos como encartada por hechos de corrupción durante su gobierno. En las vísperas de decisiones ingratas para ella por parte de varios jueces.

La historia de la humanidad es la historia de la lucha entre el derecho y la ley de la fuerza. Entre la civilización y la barbarie. Dilatar innecesariamente los procesos judiciales o desobedecer a la Justicia son hechos barbáricos que corroen los principios más básicos del sistema institucional. El respeto al Poder Judicial, el más débil de los poderes constitucionales (no administra ni la fuerza ni el dinero del Estado), es una condición indispensable no solo para las instituciones, sino también para la economía, para la igualdad de los ciudadanos ante la ley y para la eliminación de los privilegios y la arbitrariedad. Hay varios ejemplos en la historia reciente de gobiernos que debieron acatar, a su pesar y tras las consecuentes pataletas, decisiones de la Corte Suprema. Pero las acataron. La Corte Suprema de la dictadura decidió en 1979 la libertad inmediata de Jacobo Timerman, quien había sido primero secuestrado y torturado y luego puesto a disposición del Poder Ejecutivo. Sucedió un intenso debate interno dentro de las cúpulas militares, pero diez días después Timerman viajó a Roma con un visado de Israel porque el gobierno militar le había quitado la nacionalidad argentina. Quedó libre después de dos años y medio de prisión sin la intervención de jueces. La Corte señaló entonces que la decisión de los militares carecía de “legitimidad”. Durante el gobierno de Raúl Alfonsín fue la Corte Suprema la que habilitó el divorcio en el país contra la opinión militante de la Iglesia Católica y de un sector importante de la sociedad (al propio Alfonsín no le gustaba el divorcio). La administración de Alfonsín hizo luego lo que le corresponde a cualquier gobierno responsable: llevó la jurisprudencia sentada por el más alto tribunal a una ley debidamente aprobada por el Congreso. La propia Cristina Kirchner acató en 2013 la declaración de inconstitucionalidad decidida por la Corte Suprema de su pomposamente llamada ley de “democratización de la Justicia”, que fue el primer intento kirchnerista de colonizar los tribunales. Esa decisión la enfrentó para siempre con la Corte, colisión que se hizo más agresiva y violenta después de que el tribunal rechazara en los últimos meses todos sus planteos para dilatar o detener el juicio oral y público por la corrupción en la obra pública durante los gobiernos de los dos Kirchner en beneficio de Lázaro Báez.

Ese juicio, entre otros, es lo que diferencia a la Cristina Kirchner de 2013 con la actual. El tribunal que la juzga por la obra pública se expedirá seguramente antes de fin de año; es altamente improbable que esos jueces ignoren el caudal de pruebas y argumentos que expusieron los fiscales Diego Luciani y Sergio Mola. La opción “corrupción o justicia”, con la que Luciani cerró su extenso alegato, dejó a los magistrados sin mucho margen para el absurdo. Luciani subrayó, además, que resolver esa opción quedaba en manos de los jueces del tribunal. “Ustedes tienen la decisión”, les recordó. Antes de que concluya diciembre, y el año, también la Cámara de Casación Penal deberá decidir si Cristina Kirchner será sometida a otro juicio oral y público por el lavado de dinero en hoteles de Hotesur y los edificios de Los Sauces, ambas empresas de la familia política más poderosa del país. Esa cámara está integrada por los jueces Diego Barroetaveña, Daniel Petrone y Ana María Figueroa, esta última claramente identificada con el kirchnerismo. Barroetaveña y Petrone tienen fama de jueces independientes; cuesta imaginarlos avalando la increíble decisión de un tribunal oral que sobreseyó a la vicepresidenta sin juicio previo. Es el único caso en la historia de un dirigente político sometido a juicio oral y sobreseído antes del juicio. La propia Corte Suprema se expedirá antes de que concluya diciembre sobre la incautación de fondos coparticipables a la Ciudad y sobre un recurso de Milagro Sala, condenada ya por todas las instancias de la Justicia jujeña. Una parte importante de la sociedad estará durante las próximas semanas pendiente de lo que suceda en Qatar con la selección argentina; Cristina Kirchner estará, en cambio, en medio de una batalla terminal con la Justicia. Por eso, decidió empezar arrasando con el Estado de Derecho y con los cimientos mismos del sistema institucional.

El kirchnerismo podría paralizar el Consejo de la Magistratura, el órgano que designa y destituye a los jueces. La Corte Suprema les tomará juramento el martes a los 11 representantes de jueces, académicos y abogados. El número 12 de los que asumirán el nuevo mandato es el presidente de la Corte Suprema, Horacio Rosatti, pero este no jura porque es presidente del Consejo como titular de la Corte, según lo estipula la ley vigente. Entre esos 11 está el representante del Poder Ejecutivo y también están algunos abogados, jueces y académicos con simpatías hacia el kirchnerismo. Sería suficiente que ellos se declaren de brazos caídos para convertir al Consejo en una institución tetrapléjica.

Solo en la reunión de acuerdos del jueves próximo la Corte tratará el caso de los representantes parlamentarios que le mandará el Consejo. No hay problemas, visibles al menos, con los representantes de la Cámara de Diputados, pero Cristina Kirchner decidió desobedecer a la Corte e insistió con el nombre del senador hipercristinista Claudio Doñate como representante de la segunda minoría, lugar que, según el máximo tribunal, le corresponde a Frente Pro; este bloque eligió a Luis Juez como representante titular y al senador Humberto Schiavoni como suplente. Ambos legisladores impugnaron ante la Justicia la decisión de Cristina Kirchner y pidieron una cautelar que frene el juramento de Doñate. A todo esto, Doñate había acatado la decisión de la Corte; nunca más fue a su despacho en el Consejo, no firmo ningún expediente y sus empleados fueron desafectados del organismo. Es Cristina Kirchner la que volvió con el nombre de Doñate. Según fuentes inmejorables, los jueces de la Corte prefieren erigirse como árbitros entre el Senado y el Consejo, no como parte de la gresca política. La misión que se impusieron es casi imposible, porque ellos mismos calificaron la orden de Cristina de dividir su propio bloque, para hurtarle un representante a la oposición, como un “hecho falso” y como un “ardid”. Tales calificaciones sirven para el nuevo período del Consejo porque la relación de fuerzas parlamentarias no cambió desde las elecciones de 2021, perdidas por el oficialismo. Esa es la otra novedad: Cristina está forzando la ley y las instituciones para convertir una derrota en una victoria.

Eligió a barrabravas para que la representen en el Consejo de la Magistratura. Los diputados Rodolfo Tailhade y Vanesa Siley (que tiene jurisprudencia propia ofendiendo al presidente de la Corte, Rosatti) y los senadores Mariano Recalde y Doñate. Todos prefieren el insulto y la confrontación antes que el diálogo y el acuerdo. Esa decisión condice con la pose y los gestos de barrabravas de un diputado, Máximo Kirchner, y de una intendenta, Mayra Mendoza, en el acto de Cristina en La Plata. La democracia es también una forma de vivir y de gestionar la política, muy alejada del método barrabrava. La democracia es la civilización; lo otro es la barbarie.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/

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