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Cultivar el diálogo es servir a la patria

De la crisis de 2001 salimos, gracias al campo en general y al cultivo de soja en particular, pero el estilo K se empecinó en cultivar el maltrato hacia los productores del campo.Por Malena Gainza

Desde mediados del siglo pasado, el campo argentino fue la mansa vaca lechera que ordeñaron los gobiernos de turno para cubrir impericias y desaguisados en el Estado y calmar las estridencias de otros sectores del país.

La inexistencia de una política agropecuaria coherente a lo largo del tiempo le drenó energía al campo, debilitando y arruinando a sus productores más vulnerables. Otros, con mayor capacidad económica, lograron conservar su tierra. Pero, agobiados por la excesiva carga impositiva que anulaba su rentabilidad y privados por el Estado de su capital de trabajo con eufemismos tales como «anticipos» de impuesto a las ganancias o aún ¡»ganancia presunta»!, muchos debieron recurrir al dinero fresco del sector financiero proveído por los pools de siembra, para sobrevivir económicamente.

Así fue como la voracidad e ineficiencia del Estado argentino cambiaron nuestro mapa social y productivo, provocando el éxodo de población rural hacia las ciudades y restringiendo la variedad de la producción alimentaria. Hasta que el magnífico granero del mundo, capaz de dar de comer a la humanidad entera, quedó reducido a una gigantesca fábrica de porotos para engordar animales.

Del mítico ganado pastoril argentino poco queda: ahora alimentamos el ganado estabulado de otros países. Y no sólo con soja, porque nuestro trigo actual no es el trigo pan que produce el primer mundo para su gente, sino trigo forrajero, preferido para la exportación por su precio inferior. Y la variedad de papa que comemos, engordadora y poco proteica, en Europa se la dan a los chanchos.

De la crisis de 2001 salimos, gracias al campo en general y al cultivo de soja en particular, pero el estilo K se empecinó en cultivar el maltrato hacia los productores del campo.

Los gobiernos K1 y K2 se apropiaron, amén de la renta agropecuaria, también del éxito económico, como si éste fuera fruto de su hábil gestión. Aunque la salvación cayó del cielo, en forma de lluvia benéfica que ayudó a productores eficientes a lograr cosechas récord, y con China e India incorporándose al mercado mundial de alimentos, el mundo necesitó y pagó bien nuestra abundante producción.

El mandato K1 debió su final feliz a las retenciones agropecuarias impuestas para paliar la crisis, y al efecto multiplicador de la soja, que reactivó un sinnúmero de industrias, como la fabricación de maquinaria agrícola, la producción de fertilizantes, y la industrialización de subproductos del poroto (harinas, aceites, pinturas, jugos, concentrados proteicos, cosméticos, condimentos, etc.), que aportaron nuevas fuentes de trabajo y cuantiosas divisas al país.

Superada la crisis pero con inflación en ciernes, el gran «re k audador» cerró las exportaciones de carne y trigo e impuso el control de precios, empujando así al campo a una siembra de soja cada vez mayor, como única opción agropecuaria rentable.

El poroto siguió valorizándose para felicidad de todos, contribuyendo también a aumentar el impuesto a las ganancias. Pero terminado el mandato K1, en lugar de reducir o eliminar las retenciones, el mandato K2 pretendió subirlas aún más, con una mera resolución de un joven ministro inexperto, sin siquiera consultar al Parlamento.

El campo, unido en una protesta nacional sin parangón en nuestra historia, refutó todos los argumentos esgrimidos desde el poder para justificar tamaña arbitrariedad, y la señora Presidenta, tras 100 días silenciosos en el mando, recurrió, sólo entonces, a vilipendiar la soja, devenida en yuyo indigno en boca suya, aunque ni ella ni su marido le hicieron asco a embolsar pingües cosechas del susodicho poroto, para respaldar la gestión presidencial conyugal.

Cabe cuestionar la sinceridad de esta tardía preocupación socioecológica del gobierno K2 pues, entre 2000 y 2004, distintas publicaciones periodísticas debatieron profusamente los posibles riesgos alimentarios y agropecuarios de nuestro furor sojero.

La cúpula presidencial jamás participó del debate ni se hizo eco de estas inquietudes, que hubieran justificado, quizás, anticipar a cualquier medida económica una propuesta de reducción del área sojera en la próxima campaña agrícola, con incentivos para promover otros cultivos, la leche y la ganadería.

En un país tan vasto como el nuestro, no viene al caso demonizar la soja (hasta tanto la ciencia no confirme su nocividad), ni blandir propuestas de reforma agraria, que ya fracasaron en países soviéticos. Hay aquí lugar para todo tipo de productores (pequeños, medianos, grandes, pools ) y producciones extensivas e intensivas, dada la riqueza natural y diversidad de clima y suelos de las distintas zonas geográficas del país. También abundan tierras fiscales donde ubicar a familias carenciadas y enseñarles a producir alimentos saludables, en vez de hacinarlas en suburbios miserables.

Sería indispensable aprovechar al INTA y a las entidades agropecuarias para desarrollar una labor educativa nacional, a partir de la escuela primaria. Gran parte de la incomunicación entre el Estado y los productores proviene de una prejuiciosa ignorancia por parte de los habitantes de la ciudad sobre la manera en que la gente del campo trabaja y siente al país, particularmente dañina cuando estos citadinos integran el Gobierno. También entre los productores agropecuarios, detrás de actitudes malinterpretadas como impulsadas por la codicia, suele esconderse la ignorancia.

Del productor más grande al más pequeño, todos deben comprender que su mejor negocio es cuidar la tierra, que no es un bien renovable y que, además de ofrecer bonito paisaje, es su más valioso capital de trabajo. No existen milagros en la naturaleza: ella es el milagro. A mayor extracción de nutrientes, menor fertilidad futura, menor rinde previsto, menor calidad del grano, menor dinero por cobrar. Es matemática pura. Sin rotación de cultivos, sin fertilización adecuada, sin rotación ganadera, la tierra se degrada. Pierde el productor, pierde el país. Más fructífero que prohibir es enseñar a pensar. Y cultivar el diálogo.

Nada crece rápido en la naturaleza y los tiempos del campo son perentorios, de aquí la urgencia de un plan agropecuario coherente y programado a largo plazo. A diferencia de la industria, en el campo no es posible trabajar doble turno para recuperar tiempo perdido. Es muy riesgoso el paro agropecuario como medio de protesta, porque la naturaleza nunca para. Además, el hombre puede prescindir de bienes industriales para su supervivencia, pero necesita comer para vivir, y es injusto castigar a la sociedad por el criterio equivocado de unos pocos funcionarios.

Debemos diversificar nuestra producción en pos de una eficiente y variada agroindustria nacional, que cubra la demanda local y permita un amplísimo remanente para su posterior exportación, con el valor agregado que declama con tanta fruición nuestra presidenta. Pero sólo trabajando juntos el campo, la industria y el Gobierno, sin resentimientos, con la prudencia y lucidez que deben primar en el espíritu soberano, lograremos modificar nuestra condición actual de fábrica de porotos para convertirnos, humildemente, en el supermercado del mundo que merecemos ser.

Y así como la Sociedad Rural Argentina adoptó el lema «cultivar el suelo es servir a la Patria», con el fin de jerarquizar la labor del gringo chacarero respecto de la del criollo ganadero durante la inmigración de fines del siglo XIX, ojalá encontremos en nuestro actual gobierno la grandeza de reconocer que, en esta particular coyuntura de protesta agropecuaria, cultivar el diálogo es servir a la patria. Para legarles a los hijos de todos nosotros un futuro mejor.

La autora es productora agropecuaria.

Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 26 de mayo de 2008.

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