Las ilimitadas aspiraciones a un conocimiento absoluto y perfecto han sido siempre el factor –al menos predisponente- de las perennes inquietudes filosóficas e interminables vicisitudes de la Humanidad en su afán de indagar los fenómenos de la existencia y el sentido o significación de lo existente en su más pura metafísica o bajo su aspecto más trascendental y científico. Si a esa búsqueda ansiosa, vehemente e incesante se añaden: la necesidad permanente de una evidencia del Ser, inmediata y plena (la idea “clara y distinta” en Descartes); la reacción a una negativa de soluciones concretas y efectivas en los sistemas ideológicos propuestos; la crisis de una filosofía utópica o meramente teórica, especulativa y dogmática; la exaltación y hasta sublimación de valoraciones individuales, no sería difícil –al cabo- llegar de un racionalismo cartesiano a la “analítica existencial” o existenciaria –en Martín Heidegger- por donde la tentativa de una absolutización de la existencia concreta parecería aproximarse a la mistificación y mitologización del ser existente.
La indagación existencialista intenta –ante todo- alcanzar la plenitud de una certeza capaz de satisfacer las innumerables incógnitas que se contraponen a la visión comprensiva y dinámica de la idea, nunca saciada porque siempre le queda un más allá de “misterio” frente a un máscara de “problema”, una trascendencia (“elección”) ante una inmanencia (“libertad”), una objetividad (“mundanidad”) proyectada hacia una subjetividad (“auto-conciencia”) sobre un sujeto de condición cambiante que quiere llegar a una intuición de contenido formal, a una captación inmediata y original de naturaleza a naturaleza, sin más facultad de discernimiento que la propia existencia (relativa, inacabada, imperfecta). Esa sería la intuición primaria o “visualización eidética” (pre-lógica) del fenómeno ser-existencia (“Ser-ahí”), a la que el Existencialismo tiende como única fuente de metafísica, allí donde lo subjetivo no sea más que conciencia receptiva-mera pasibilidad- y lo existente impresione como dato primario y esencial, hasta captar el sentido del Ser –aquí y ahora- mientras vivimos, nos movemos y somos. A estos siempre se intentó llegar a modo de conclusión de una cierta unificación sistemática de los distintos puntos de mira o desde una Razón-causa (“Cogito ergo sum”: Pienso luego existo) o desde una Existencia-causa (“Sum ergo cogito”: Existo luego pienso). Pero ni lo uno ni lo otro logran conciliar los dos extremos en una fusión realmente natural, y por ende acertada, entre “pensar” y “ser”, con la armonía y el equilibrio que supone obrar conforme a la naturaleza misma de las cosas.
Empero, puesto que se aspira a menudo a una “superación” del pensamiento ilimitado –aun cuando se trate de un orden metafísico inmutable y eterno resulta en definitiva pronunciarse en contra de los mismos valores esenciales, no siendo extraño de este modo que se llegue a la desvalorización del sentido óntico del Ser. Quizás se persiga iluminar demasiado las cosas, cuando o por naturaleza o por circunstancias carecemos de la luz natural suficiente que corresponda al intento. Por lo tanto, se podría afirmar a través de la historia de la filosofía que toda innovación precipitadora de la realidad, o hacia arriba (Idealismo=predominio de la razón) o hacia abajo (Existencialismo=predominio de la concreteza), en su sentido cabal, termina por ser una manifestación más o menos explícita de un irracionalismo contra razón.
De allí que las palabras del filósofo francés, Henri Bergson (1859-1940), vienen a confirmar tal aserción cuando expresa que toda filosofía –o la pretensión de serlo- comienza por un “no” o se construye a causa de una negativa (en este caso, la reacción existencialista). Pero negar sería una actitud demasiado temeraria o presuntuosa y además comprometedora de la realidad, si se trata de indagar la nada absoluta para extraer de allí la causa del Ser (Hombre=Existencia=Ser entre dos nadas, una originaria y otra final), en tanto ni siquiera un poder divino entraría en semejantes virtualidades, y que “a priori” no se lo puede concebir, si todavía es posible “creer” en el absoluto dentro de su negación absoluta de no–ser, y remarco el verbo escogido porque algunos pensadores se han familiarizado con la “absurdidez” a un extremo tal que hasta la han tomado como “ser” originario por donde la realidad misma (existencial, existenciaria o existentiva) se conceptualiza. Es por eso que tanto la síntesis hegeliana (Idea=Esencia) como la analítica heideggeriana (Existencia=Esencia), aun cuando se invierten en la búsqueda de los valores del Ser, empero llegan ambas a identificarse en un romanticismo de lo Absoluto, si es que entendemos por romanticismo la exaltación del pensar o del existir concreto, llevado más allá de los límites naturales y esenciales, para alcanzar una metafísica que desde el primer paso deja de serlo (desde un “Yo” contingente como subjetividad creadora=substancialismo panteísta), poniéndose –o mejor- trasponiéndose el sujeto como único objeto del pensar y del ser, y creándose en consecuencia un “egoteísmo” o hipertrofia del “Yo-pensante” (en Hegel: Idea=causa ontológica) o del “Yo-existente” (en Heidegger: Existencia=precaptación del ser óntico).
Jorge S. Muraro vive en la ciudad de Santa Fe y envió este artículo especialmente a la página www.sabado100.com.ar.