Cuando Rafaela se vistió de Indianápolis

Premios, saludos, recuerdos, emociones, todo a la vez en la despedida. Un murmullo se mantuvo en la ciudad los días siguientes. Todos tenían algo que decir, alguna anécdota personal, alguna crítica velada y una sensación de meta alcanzada. Por unos días, Es que, a veces las utopías se transforman en sueños, los sueños en proyectos y los proyectos en realidades.

Por Alcides Castagno.- El 28 de febrero de 1971 algo extraordinario estaba por suceder en Rafaela; un grupo de dirigentes habían coincidido en un sueño: los coches que corrían en Indianápolis debían salir por primera vez de su hábitat para competir en esta pequeña ciudad del interior argentino, que no conocían. Las utopías, a veces, se transforman en sueños, los sueños en proyectos y los proyectos en realidades. Recorreremos esta cadena con las entrevistas que en su momento grabamos con Ero Borgogno y Lida de Ricotti, dirigentes, Hugo Andretich, traductor, Leonello Bellezze, periodista, Carlos Pairetti, corredor, María Esther de Ramonda, reina de las 300 Indy y Eduardo Duverne, empresario gastronómico.

Comienzos

Tomada la decisión, había que comisionar a alguien para iniciar contacto. El designado fue el doctor Marqués, médico apasionado por el automovilismo y habitual concurrente a las “500” de Indianápolis. Se le pidió que tomara las medidas del muro de boxes; así lo hizo: un cinto y medio (era su recurso métrico del momento), en cuanto al ancho de la pista, 18 pasos moderados. Pero Marqués no se quedó con eso, tomó contacto con la sociedad administradora de la carrera, quienes prometieron viajar para analizar posibilidades. Aquí llegó poco después Mr. Henry Banks, hombre alto, delgado, jovial, a cuyo costado se lo vio siempre a Hugo Andretich como intérprete, porque Eduardo Ricotti confesó no entender una palabra de inglés.

Durante la estadía de Mr. Banks, se corrió una competencia de Sport Prototipos; en su transcurso, Andrea Vianini con su “garrafa” se despistó cayendo por el peralte del curvón norte; de inmediato partió una ambulancia en su auxilio, ¡contra mano!; Mr. Banks corrió despavorido: ¡no, no, please no! Fue un aprendizaje práctico de seguridad, pero al mismo tiempo hubo que rehacer una parte del circuito. Su visita fue en noviembre y la carrera debía hacerse el 28 de febrero.

Tiempos breves

La ciudad empezó a madurar lo que parecía imposible; máquinas de todo tipo se sumaban para cumplir con las condiciones, doble guardrail, muro de contención en las curvas, infraestructura en boxes y muchas otras relacionadas con la seguridad. Borgogno recorría día y noche; Ricotti y Kuschnir hablaban todo lo que la telefónica les permitía; Bellezze practicaba inglés para la transmisión de apellidos; se imprimían platos, ceniceros, banderines, Lucio Casarín diseñaba el logo. A mediados de diciembre, Aerolíneas informó que no tenía aviones apropiados para trasladar las máquinas; los dirigentes se miraban despavoridos, hasta que recordaron la amistad con el comodoro Baca y el vicecomodoro Grillo; los militares se pusieron el compromiso a cuestas y consiguieron que se desmantelara totalmente el interior de un avión de pasajeros. Una semana antes de la competencia, el domingo 21, aterrizó en Paraná la máquina con 14 coches y un día después los restantes. Quedaron depositados y expuestos en el local que la firma Carlos y Américo Grossi tenía sobre calle 25 de Mayo, por donde el desfile de curiosos y apasionados fue constante. Mecánicos y asistentes cuidaban la impunidad de los autos, algunos incluso dormían junto a ellos. El martes 23 llegaron los directivos y acompañantes; la caravana ruidosa avanzó por la ruta 166 (hoy 70); en el interior de los automóviles, podían verse saludos y lágrimas de quienes llegaban a este pueblo grande en medio de la llanura, sin sospechar las emociones que despertaba. La comisión de damas gestionaba todo lo necesario en alojamientos, comidas, intérpretes, actos, agasajos.

La radio LT28, encargada de la transmisión, era un hervidero de locales y visitantes en los días previos; en las calles, todos querían descubrir a alguno de los americanos. Leonello Bellezze, responsable del relato, cuenta que no conseguían superar la emoción y el impacto del sonido de los motores en las pruebas. Los dirigentes estaban como desaparecidos de sus domicilios, tratando de suplir con voluntad la falta de experiencia en eventos de esta magnitud.

María Esther Campos fue elegida reina de las 300 Indy. Tenía 16 años y una belleza singular; debía concurrir a cuanta fiesta o acto alusivo se realizará en esos días previos. Para tranquilidad de su madre, una familia vecina, los Grenón, se encargaron de transportarla y acompañarla. A pesar de ello –o gracias a ello- en esas circunstancias conoció a Juan Carlos Ramonda, quien con el tiempo sería su esposo. Era un tiempo de minifaldas y melenas largas; un tiempo en que empezaba a asomar un ciclo de violencia armada largamente padecido. Esta semana podía suceder lo que quisiera en el mundo porque aquí, en la Perla del Oeste, algo excepcional estaba por ocurrir.

Sombreros texanos

En Totem, el boliche estratégicamente ubicado, habían preparado un verdadero arsenal de whisky de variadas marcas y orígenes, para que los americanos elijan su preferencia. Ni una copa probaron, pero la cerveza corría a raudales y tuvieron necesidad de recargar la bodega varias veces, teniendo en cuenta la aceptación de la cerveza argentina. En un gran cartel preparado para la ocasión, corredores, mecánicos y dirigentes dejaron estampadas sus firmas autógrafas. Para dejar sentada una rivalidad deportiva, entre risas, Al Unser puso su firma por encima de la de Gary Betenhausen. No fue tan optimista la acogida para los souvenires preparados por comerciantes establecidos y ocasionales. Las ventas no cubrieron expectativas. La aparición de sombreros vaqueros, chalecos, algunas botas texanas y jeans, fuera de la corriente local, era una especie de imán para las miradas. Los americanos supieron disfrutar de un exótico espectáculo de folklore y tango argentinos en la cancha de Atlético; el salón gimnasio era sólo una idea para un futuro mediato.

Carlos Pairetti, el único argentino que había rendido las pruebas y aprobado los exámenes para ser piloto de la fórmula Indy, se paseaba el sábado 27 por la calle de boxes, casi despoblada por las estrictas medidas de seguridad; al verlo con sombrero texano y buzo antiflama, un periodista bisoño se le acercó para entrevistarlo en inglés; sin inmutarse, Carlos contestó sus preguntas en el mismo idioma, hasta que se despidió con un “chau, hasta luego”, que dejó al descubierto que el titular del #44 era un nativo de Clucellas. Él mismo contó el papelón que protagonizó en la calle de boxes, cuando entró con su auto dirigiéndose a su box, en el otro extremo; venía con las 5.500 vueltas en su motor hasta que las superó apenas, lo suficiente para llegar al límite en que se enganchaba el turbo; la abrupta aceleración provocó un trompo en boxes, con la fortuna de que no había nada ni nadie en su camino. “Debo ser el único en el mundo en hacer un trompo en boxes. Henry Banks me quería matar”, recordaba el piloto que luego tuvo en carrera una actuación más que decorosa.

Domingo de gloria

El domingo amaneció con nubarrones de tormenta, que fue disipándose de a poco. Público, corredores, mecánicos y dirigentes miraban insistentemente hacia arriba. La red interna, con algunos sonidos indeseables, se acomodó para una transmisión eficiente. Los campos de alrededor se habían convertido en playas de estacionamiento que iban completándose poco a poco. La recta principal fue espectadora privilegiada de un colorido desfile precedido por autos de colección, la reina en un descapotable conducido por Luis Di Palma, gimnastas, bastoneras, una banda que marcaba el ritmo de los pasos, un “taxi loco” con la pizca divertida y una suelta multicolor de globos que emprendieron su vuelo decidido hacia el sur. La carrera no fue televisada; la tecnología insuficiente y el presupuesto desmedido limitaron la transmisión a las radios de distintos puntos del País. Las imágenes que eternizaron parcialmente la competencia fueron las del equipo de filmación de una película que tenía como protagonistas centrales a Carlos Pairetti y Gilda Lousek, dirigida por Leo Fleider: “Piloto de Pruebas”.

Cuando el horario estuvo rigurosamente cumplido, el gobernador de la provincia, el intendente y el presidente de Atlético izaron la bandera nacional. El ingeniero Báscolo y el doctor Marqués, claramente identificados por sus cabelleras blancas y su ir y venir entre asistentes y pilotos, apenas contenían la emoción. Tony Hullman, director de la prueba, con los coches en prolija doble alineación, pronunció la fórmula tradicional, esta vez en un dificultoso español: “caballeros, enciendan los motores”. El aullido de 27 máquinas llegó hasta las calles de la ciudad; después de la vuelta previa, ese aullido se multiplicó, combinado con el “largaron” sostenido interminable de Leonello Bellezze. El sueño estaba cumplido, pase lo que pasare. Suspiros de alivio, abrazos apretados, tribunas enardecidas, eran la voz del triunfo por el logro del Club Atlético, una institución que estaba poniendo a Rafaela en un lugar privilegiado del automovilismo, vestida color Indianápolis.

No sólo se registró el record del circuito en los ensayos, con una marca de Bobby Unser que cumplía más de lo que prometía, junto a su hermano ganador y a su madre compañera; hubo otra especie de record: tres muchachas rafaelinas formaron pareja y se casaron con otros tantos visitantes americanos en un periodo de ¡siete días! Económicamente deficitario, el acontecimiento debió ser solventado por la ciudad a través de las arcas municipales.

Premios, saludos, recuerdos, emociones, todo a la vez en la despedida. Un murmullo se mantuvo en la ciudad los días siguientes. Todos tenían algo que decir, alguna anécdota personal, alguna crítica velada y una sensación de meta alcanzada. Por unos días, Rafaela se vistió de Indianápolis. Es que, a veces las utopías se transforman en sueños, los sueños en proyectos y los proyectos en realidades.

Fuente: https://diariocastellanos.com.ar/

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