Por Víctor Corcoba Herrero.- Somos una generación confusa, por una parte invocamos constantemente el lenguaje de los derechos humanos, mientras que violamos continuamente nuestras más elementales obligaciones, e incluso nos ponemos al servicio de unos signos que conllevan significados destructivos. Muchas veces, yo diría que en demasiadas ocasiones, nos falta coherencia entre el decir y el hacer, también entre el obrar y nuestro propio reposo meditativo. Lo realmente absurdo, es que vamos de aquí para allá sin apenas tiempo para la reflexión, atrapados por una maldita retórica que nos deja sin aliento. La fiebre de comportarse como piedra en el camino se ha extendido como jamás. Nos hemos distanciado de lo auténtico. Se nos llena la boca de propósitos y no pasamos de la hipocresía, de avivar el bien común y no hacemos nada por los demás, de cultivar la ética y alimentamos la corrupción, de ser compasivos y nos hemos deshumanizado totalmente. La inhumanidad se ha convertido en un terreno fértil hasta dejarnos sin sentimientos. Cuando se pierde la fibra de las emociones y no se sintoniza con los estremecimientos del alma, todo se derrumba, también nuestra propia ilusión.
Los signos de confusión son tan evidentes, que nuestras propias riquezas espirituales se han aletargado, a la espera de una nueva época que nos inste a reconciliarnos con nosotros mismos, despojados de toda presión de poder e intereses. De entrada, yo mismo me niego a que los pedestales mundanos me dejen sin identidad. Por eso, cada día intento entrar en diálogo con mi propia sabiduría, hacer autocrítica y no encerrarme, sino abrirme a ese mundo del que todos formamos parte, porque entre todos hemos de reconstruirlo humanamente. Lo que no es de recibo es que los países dominadores nos enmarañen y no hagan, apenas nada, por desenredar esta atmósfera de desconciertos. Sabemos que las emisiones de dióxido de carbono están poniendo en peligro el futuro de todos los infantes del mundo, mientras multitud de países ricos continúan con sus prácticas comerciales nocivas. Es público y notorio, pues, que la salud del planeta y la salud de las personas están muy interrelacionadas. Ya tenemos constancia de ello, pero todo sigue igual. Por desgracia, los párvulos, como ese Niño que resultó ser nuestro Salvador con su venida, van a heredar la degradación de una morada y la degeneración de sus moradores. Sea como fuere, no se puede caer más bajo. Necesitamos, con urgencia, un cambio en nuestras actuaciones.
Ojalá el auténtico espíritu navideño ilumine nuestros pasos, adoctrinados ahora por el lenguaje del orgullo y la soberbia, y nos haga ver otro renacer más solidariamente humano, sin caer en el ahogo del alboroto y de la confusión. Quizás nos sea saludable retomar el silencio, oír la voz de la conciencia, ponerse en disposición de escucha interior, enhebrar nuevos sueños, saboreando la mansa alegría que este Niño trae a la humanidad. A poco que ahondemos en nuestro corazón, María, la Madre por excelencia, va a ayudarnos a entender aquellas hondas palabras del misterio del nacimiento de su Hijo divino: humildad, quietud, asombro y gozo. Nos vendrá bien, entonces, repensar sobre sus buenos sentimientos; puesto que, al fin y al cabo, es lo que puede unirnos. La postura interesada o del beneficio, aval de nuestro caminar diario, jamás ha forjado uniones duraderas; porque, además, aún no hemos aprendido a acogernos y a difundir la evidencia de los valores y las huellas. Contaminado el ambiente por este volcán de falsedades, la desolación de muchas gentes es bien patente, solo hay que mirarle a los ojos y beber de sus lágrimas. También ese amor de servicio a la vida, me refiero al amor conyugal, nos lo hemos devaluado hasta el extremo de no reconocer la entrega total y recíproca, como un don de valor incomparable.
Así hemos llegado, igualmente, a la caducidad del darse y del donarse; a una trivialización que todo lo desnaturaliza y lo mueve al antojo de esa cultura dictatorial irresponsable, que todo lo confunde en favor de su endiosamiento. Por consiguiente, hoy más que nunca, hay que salir de uno mismo a injertar ese Belén en nuestras vidas, a vociferar que somos hijos del amor y, en consecuencia, hemos de amarnos sin condiciones ni condicionantes, ya que somos amantes de toda existencia viva a la que hemos de darle presente. No podemos continuar en esta contradicción, de no dar cuidados y vitalidad. Esta visión de la desconfianza entre unos y otros nos lleva a la decadencia. De ahí que, con el corazón repleto de vivencias, repasemos con el pensamiento las vicisitudes de este año 2020 que está llegando a su ocaso e intentemos resplandecer interiormente, experimentando la complacencia de la bondad. No más laberintos de sospecha; si acaso, más comprensión, poniendo en acción las energías de la mente y del alma. Seguramente así, alcanzaremos ese momento de elegancia, porque toda vida humana es capaz de tener una cierta experiencia mística que le insta a ese cambio que nos embellece, a través de un trabajo que nos dignifica, resurgiendo de las cenizas y con la voluntad siempre crecida de esperanza.
El autor es escritor español radicado en la ciudad de Granada.
20 de diciembre de 2020