Excelentísimo Señor Rector de la Universidad Católica del Sacro Cuore; Excelentísimo Señor Presidente del Consejo de Ministros de la República de Italia, querido amigo Romano Prodi; Excelentísimas Autoridades Académicas, Civiles, Militares y Eclesiásticas; Excelentísimos Señores Doctores y Profesores; Señoras y Señores;
Es para mí un gran honor recibir este doctorado que de forma tan generosa me ha concedido la Universidad Católica del Sacro Cuore. Por ello, quiero que mis primeras palabras sean para expresar mi agradecimiento más vivo y sincero a esta institución.
A esta gratísima distinción, que me llena de alegría y orgullo, se une el hecho de que la ocasión para recibirlo sea en una ceremonia conjunta con el Presidente del Consejo de Ministros de la República de Italia, el Doctor Romano Prodi, también premiado con este alto honor.
Romano Prodi es un amigo, con el que compartí la pasión de la política y con quien tuve el privilegio de colaborar cuando los dos teníamos la responsabilidad de gobernar nuestros países y, más tarde, cuando él fue Presidente de la Comisión Europea.
Y es un honor especial recibirlo de la Universidad Católica del Sacro Cuore, una institución con prestigio y solera indudables y que realiza una encomiable tarea por difundir unos valores y principios, los del humanismo cristiano, que comparto plenamente.
Al tiempo que agradezco este honor me gustaría compartir con todos ustedes algunas consideraciones sobre el momento actual de Europa. Unas reflexiones hechas por alguien que tiene una cierta experiencia de la vida política pero que ahora está voluntariamente alejado de la primera línea de acción política y que dedica gran parte del tiempo a reflexionar sobre las cuestiones públicas. Y Europa, ayer y hoy, ha ocupado y ocupa un lugar central en mi trabajo.
Permítanme que me pregunte en voz alta, ¿cómo está hoy Europa?
Yo creo que Europa es algo más que una expresión geográfica. Europa es sobre todo una cultura y un proyecto que encarna una serie de valores y principios. Valores y principios que nacen en un determinado espacio geográfico pero que tienen, sin embargo, una vigencia universal.
Esos valores y principios que están en la base de lo que entendemos por Europa derivan de una determinada concepción de la persona como ser ante todo libre y responsable, titular de derechos fundamentales y de una dignidad previos a lo político. De ahí se infieren una serie de principios esenciales, como el principio de la igualdad entre hombres y mujeres o el de la responsabilidad individual. Otra consecuencia de esta concepción de la persona es que el poder político debe tener precisamente como tarea principal garantizar a todas las personas esos derechos fundamentales y como límite infranqueable de su actuación el respeto a la dignidad de cada ser humano.
Todo esto es conocido. Pero hoy conviene recordarlo. Porque sabemos también por nuestra experiencia histórica que si bien Europa ha hecho una aportación fundamental para lograr estos grandes avances de la civilización en ocasiones trágicas ha dado la espalda a su propia tradición e identidad.
Y hoy en día, dentro y fuera de Europa, esos valores y principios están cuestionados y, no es exagerado decirlo, amenazados por fuerzas poderosas. En puridad, esa idea de la persona a la que me refiero, que nace de la tradición religiosa, filosófica y cultural judeocristiana, es lo que permite la democracia. No puede haber democracia si no está basada en esa idea de la persona. Por fortuna, esa idea es hoy un acervo universal y no se circunscribe sólo a las naciones europeas o a aquellas que comparten tradición histórica con el viejo continente. Por eso precisamente me parece tan importante recordar y reafirmar las raíces cristianas de Europa, algo que defendí con ahínco cuando tuve la responsabilidad de gobernar y que sigo haciendo ahora. Europa es sencillamente inexplicable sin sus raíces cristianas. Creo que negar esa herencia cristiana de Europa es uno de los elementos que más contribuye a alimentar la confusión intelectual y moral de nuestro tiempo y que, en consecuencia, más nos debilita.
Esa herencia cultural cristiana de Europa no sólo ha contribuido a perfilar la idea de persona, sino que al cabo de una larga y sinuosa tradición histórica también ha colaborado a crear sistemas políticos y de organización social dignos de ella. Y como constatación fáctica hay que decir que ese tipo de sociedad es también la que permitió en mayor y mejor grado el pensamiento crítico, científico y filosófico, transmitido entre otras instituciones en las universidades a lo largo de siglos. Esta sociedad tiene como una de sus señas de identidad la búsqueda de la verdad y la tolerancia hacia el otro sin negar la propia identidad. Y también la innovación, el ánimo emprendedor y el espíritu de iniciativa que han permitido un progreso económico sólido que hizo posible para mucha gente salir de la pobreza.
Estos son algunos de los rasgos que definen a Europa. O, si queremos ser más precisos, al mundo occidental. Porque Europa no puede entenderse sin la expansión que históricamente tuvo lugar al comienzo del Renacimiento y que dio lugar a lo que conocemos como Occidente. Por eso no puedo concebir otra Europa más que aquella que está ligada por lazos fuertes y profundos con el mundo atlántico.
Soy de los que cree que ese conjunto de valores han supuesto una aportación muy positiva para toda la humanidad. Por eso creo en Occidente y por eso también creo que merece la pena defender los valores que lo sustentan y luchar por ellos.
Europa tiene también una parte sombría. No hay que negar que la semilla de la autodestrucción ha germinado históricamente en Occidente, en esta Europa de la que nos sentimos legítimamente orgullosos. No tenemos que remontarnos muy atrás en la historia.
Pensemos en la oscura primera mitad del siglo XX europeo, que vio el nacimiento de los totalitarismos comunista y nacionalsocialista que negaban la idea de persona y que condujeron al horror del Holocausto y del GULAG. O, mucho más cercano en el tiempo, en los genocidios de los Balcanes de hace apenas unos años y tan sólo a dos horas de vuelo de donde nos encontramos, que usaron la excusa de un nacionalismo excluyente y atroz para cometer sus crímenes.
Pero con todas sus luces y sus sombras, Europa ha hecho una gran contribución a la civilización. Ha sido un gran acontecimiento no sólo para los europeos, sino para toda la humanidad. Y el proceso de integración que se inició tras la Segunda Guerra Mundial es, sin duda, un gran éxito histórico.
Hoy hay muchas voces que advierten que Europa está en crisis. Soy de los que cree que no les falta razón. La crisis de Europa no es algo reciente. Los males que nos aquejan y sus síntomas no son nuevos. Pero se han recrudecido en los últimos años. Y parece también que diferimos el momento de hacerlos frente con decisión, temerosos de tomar decisiones y de llevarlas a cabo con determinación.
Hay desánimo. Hay temor. Muchas veces adoptamos el diagnóstico equivocado y ensayamos recetas que no curarán nuestros males.
Mi diagnóstico es que Europa tiene miedo. Y ese miedo nace de una falta confianza en sí misma. Y creo también que nada de ello es casual. Se ha sembrado durante mucho tiempo la semilla de la desconfianza, del odio a uno mismo, en un descabellado afán de poner en cuestión los principios que conforman nuestra identidad y, en última instancia, de destruirlos.
Esa falta de confianza en sí misma de Europa le impide tomar las decisiones, difíciles pero ineludibles, para afrontar los retos del futuro. Y esa abulia lleva a negar la realidad, a verla a través de unas lentes de irrealidad. No queremos afrontar las decisiones que la realidad demanda y por eso negamos esa realidad incómoda.
Las circunstancias en las que nos movemos son las de la globalización y el cambio tecnológico continuo. En los últimos años millones de personas han accedido a los mercados mundiales, lo que les ha dado una oportunidad de progreso y bienestar. La competencia mundial se ha abierto, creando crecimiento económico y prosperidad. La libertad en el mundo nunca ha estado tan extendida como está hoy. Este panorama debería llevar a los europeos al optimismo y a las ganas de hacer cosas, y sin embargo no es así. En Europa la sensación dominante es de crisis, pesimismo y falta de confianza.
También es preciso reconocer que en el mundo en el que vivimos no todo es prometedor. Crece el desafío de los enemigos de la libertad, la amenaza del terrorismo global y de los que odian la libertad. No es algo que nos deba sorprender. Resulta que la libertad y el progreso fueron una conquista lenta, de siglos, una conquista que avanzó poco a poco. La libertad siempre ha tenido enemigos. Si hoy existe es porque en el pasado hubo quien la defendió con determinación, brío y constancia.
Ante los retos de hoy, algunos en Europa o, para ser más justos, en todo Occidente, tienen una reacción de apatía, resignación y derrotismo. Parece que algunas elites occidentales quieren echar la culpa de los desafíos a la libertad al modo de ser y al sistema de valores occidentales. Hay una parte de Occidente empeñada en culpar a Occidente de los males del mundo, y muy especialmente de la virulencia del terrorismo. A pesar de esta situación de Europa, creo que hay razones para el optimismo. Pero para ganar la esperanza es preciso ser valientes, mirar la realidad frente a frente y no negar nuestra propia identidad.
¿Qué tenemos que hacer para recuperar la esperanza y la ilusión? En primer lugar, estar orgullosos de nuestros valores y de nuestros principios, los que conforman nuestra identidad. Los que compartimos con otros en lo que llamamos Occidente y que tienen una validez universal. Los que nos distinguen de quienes los odian y por ello odian lo que somos y quieren destruirnos.
Si decidimos que no queremos ser lo que somos, si caemos en la dictadura del relativismo moral, alimentaremos la desconfianza, el miedo al futuro y al cambio. Promoveremos el apaciguamiento con quienes quieren destruirnos, un error fatal que ya cometió Europa hace años.
Es sobre la base de nuestra identidad como hay que hacer frente a la amenaza de los enemigos de la libertad y los retos del futuro. Pero una parte de Europa, o si se quiere de todo Occidente, parece fascinada con la tentación de la autodestrucción. Es la única razón que se me ocurre para explicar ese afán de algunos de achacar todos los males del mundo, desde los más brutales y execrables atentados terroristas a la persistencia de la pobreza en grandes zonas del mundo, a la arrogancia occidental.
Es un afán recurrente en muchas de las autoproclamadas elites intelectuales y académicas de Occidente. Parecen fascinadas por todo lo que sea antioccidental, aunque eso suponga ser condescendiente con terroristas o con dictadores execrables. Y es que el mayor peligro que acecha a Europa es la tentación del nihilismo. La de creer que no hay auténticos valores que merezca la pena defender, como la vida, la igualdad o la libertad. Que cualquier otro sistema axiológico, sea el que sea, es intercambiable con el nuestro. Esta tentación del relativismo radical me parece estéril y peligrosa.
Un relativismo moral radical que lleva a redefinir instituciones básicas en nuestra cultura, como la de la familia o la del matrimonio. La familia y el matrimonio son un elemento esencial y básico para la sociedad. Las naciones y las sociedades fuertes son las que se basan en instituciones sólidas y respetadas, entre ellas, sin duda, la familia. Y de acuerdo con nuestra tradición occidental, matrimonio es la unión de un hombre y una mujer. Otras realidades, como las uniones entre personas del mismo sexo o las llamadas “modalidades alternativas de familia”, pueden ser muy respetables, pero no deben ser equiparadas ni al matrimonio ni a la familia.
La familia es también una institución necesaria para la transmisión a las nuevas generaciones de los valores y principios que sustentan nuestra sociedad. Si debilitamos la familia, debilitaremos el nervio moral de nuestra sociedad y el mejor canal para la transmisión de los valores que han sustentado la civilización. Un camino que algunos, por un prurito progresista que no llego a comprender, parecen decididos a emprender irresponsablemente.
Ese relativismo moral lleva también a socavar el concepto de los derechos individuales y universales, para sustituirlo por supuestos nuevos derechos en función de determinadas circunstancias de las personas. Vemos una proliferación absurda de derechos de diseño que le lleva a uno a preguntarse dónde queda la universalidad de los derechos de la persona. En definitiva, si realmente seguimos creyendo en la unicidad y universalidad de la idea de persona.
Creo que ese relativismo moral es una de las causas de la profunda crisis demográfica de Europa. Parece que los europeos hemos decidido no tener hijos. Si no creemos en casi nada y la satisfacción inmediata y sin complicaciones es el tema central de nuestras vidas, ¿para qué tener hijos? Muchos parecen satisfechos con la perspectiva de una Europa envejecida y minoritaria, sin voluntad de pervivir. Una Europa que no crece económicamente, que no quiere tener hijos y que no está dispuesta a defender sus valores, ¿dónde va?
El gran reto al que se enfrenta Europa y en gran medida todo Occidente es creer en los propios valores y en su predicamento universal. Y hay que decir que no es imperialismo desear que la igualdad entre hombres y mujeres sea válida en Milán, Londres o Nueva York pero también en Kabul, Bagdad o Teherán. Que la libertad de conciencia es un bien y que debemos trabajar para que nadie pueda ser condenado a muerte o a penas de cárcel por sus creencias religiosas, como por desgracia ocurre en países no lejanos. Fuera de nuestras fronteras el gran reto es la extensión de la libertad y de la democracia. Este es no sólo un deber ético, sino un desafío existencial. Procurar la libertad y la democracia para el mayor número de naciones y personas no es sólo un imperativo moral, también es un interés de primer orden para Europa. No llego a entender a quienes sostienen, con sus ideas o con sus acciones y omisiones, que la libertad y la democracia y el reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales no son para todos. Porque si no son para todos, al final acabarán no siendo para nosotros.
El segundo reto gran reto al que nos debemos enfrentar es poner límites a Europa. Soy de los que pienso que el proceso europeo ha sido un éxito en términos históricos y que la ampliación ha sido uno de los grandes logros de nuestro tiempo. Me felicito sinceramente de que Rumania y Bulgaria hayan entrado a formar parte hace unos días del proyecto europeo. Pero Europa tiene que basarse en valores y tiene que ser viable.
Por eso hay que trazar un límite geográfico, porque el proyecto no puede consistir en la expansión perpetua. Europa debe ser viable y gobernable. Y convertir el eje de Europa en su ampliación sin límites es una forma de hacerlo inviable y de intentar esconder la falta de proyecto sugestivo.
Por otra parte pienso que los límites no deben ser sólo geográficos. Hay que poner también límites a lo que Europa puede y debe hacer. El origen de este proceso se basó en la idea de ampliar la libertad de los ciudadanos, de las personas. Europa no puede ser un proyecto de ingeniería social. Hay que recuperar la idea primigenia de los padres de Europa y avanzar por la Europa de las libertades. La condición de la libertad es la limitación del poder. Europa debe estar centrada en la libertad. En este sentido hay que tener en cuenta que el marco histórico en el que la libertad ha crecido en Europa ha sido y es las naciones que la conforman. Europa no sobreviviría al intento de liquidar esas naciones, porque hemos de ser conscientes de que los valores europeos necesitan ser encarnados en realidades políticas más cercanas y decantadas por la historia.
El tercer gran reto de Europa es el de la economía abierta. El futuro de Europa sólo se puede basar en la economía de la libertad y de las oportunidades. Mientras debatimos sobre un supuesto modelo social europeo que ha creado millones de parados, el mundo sigue girando. Si queremos generar confianza para crecer, la solución no es el intervencionismo ni el proteccionismo, sea a escala nacional o europea. Europa necesita crecer y crear más empleo. Y el camino para hacerlo de forma sostenida es el de la apertura y la liberalización, en un marco de estabilidad. El Mercado Único, la creación del euro, el Pacto de Estabilidad y crecimiento han sido grandes logros y convendría avanzar por ese camino.
También creo que Europa debe abrirse más al mundo. La creación de una gran zona económica de integración con los Estados Unidos, abierta al res-to de países que quieran participar en ella, puede ser un gran motor de crecimiento económico en Europa y en todo el mundo. La experiencia histórica de Europa ha sido que cuanta más apertura e integración ha habido mejor han ido las cosas desde el punto de vista económico.
El cuarto reto al que Europa debe hacer frente es el de la inmigración. Y creo que el modelo para tener éxito no puede ser otro que el de la integración, basada en los valores y principios de la sociedad abierta. Esos valores que son europeos pero que se encarnan en las naciones que forman Europa. Es urgente que resolvamos esta cuestión y que cada nuevo inmigrante que llegue a Europa sea para compartir nuestros valores y principios, de raigambre judeocristiana, pero abiertos a todos. Y la única forma de hacerlo es integrarse en las naciones que integran Europa, en la sociedad italiana, francesa o española, cada una con su historia y su rica pluralidad.
Por último, creo que Europa no debe renegar del concepto de Occidente ni de su proyección atlántica. El vínculo atlántico preservó la libertad en Europa en el siglo XX. El futuro de la libertad y de la democracia en Europa y en todo el mundo depende de que seamos capaces de renovar es lazo vital para nosotros. Pretender crear una Europa de espaldas a la realidad atlántica sería un empeño suicida.
Este año se cumplirán cincuenta años de la declaración de Roma. Es una ocasión para conmemorar un éxito histórico sin precedentes. Pero también es una ocasión para alimentar la esperanza de una Europa que necesita afrontar el futuro con optimismo.
Confío en que los líderes europeos sepan lanzar el mensaje de la Europa fiel a sí misma, fiel a la idea de la libertad y la dignidad de la persona. La Europa de las de las naciones viejas que ponen de lado sus querellas históricas a favor de un proyecto de libertad, apertura, fortaleza y confianza para ganar el futuro. Es la oportunidad para lanzar una gran ofensiva a favor del rearme moral de Europa.
Muchas gracias.
Discurso de José María Aznar en su distinción doctor honoris causa por la Universidad Católica del Sacro Cuore de Milán, 18 de enero de 2007.
Colaboración de Ernesto F. G. Luna (Santa Fe).