Por Joaquín Morales Solá.- La ideología pintarrajea con trazos dramáticos la realidad. Que el oficialismo se quiere llevar puesta la Constitución. Que también se propone cerrar el Congreso. O que tal vez el gobierno de Javier Milei no pueda cumplir su mandato. De esto último dieron cuenta Leopoldo Moreau, con una clara insinuación, y el cineasta Adolfo Aristarain, quien directamente convocó a la sublevación popular hasta terminar con el gobierno de Milei. Dejemos tales incitaciones al golpismo en manos del fiscal Carlos Stornelli, que ya hizo la denuncia. Es probable que el Presidente aspire a contar con más facultades que las que debe tener un mandatario democrático, pero no es el primer presidente civil que le reclama al Congreso facultades extraordinarias. De hecho, desde que Eduardo Duhalde asumió en medio de la megacrisis de 2001/2002 el Ejecutivo le pidió al Congreso la declaración de emergencia económica. La tuvo siempre con la única excepción de Mauricio Macri; en 2017, Macri dejó caer ese atajo por el que el presidente llegaba rápidamente a tener más facultades que las que le otorga la Constitución. Alberto Fernández, ni lerdo ni tonto, las recobró ni bien accedió al poder. Milei las tendrá, pero acotadas en el tiempo. Tampoco era necesario que un gobierno constitucional prohibiera reuniones de más de tres personas en el espacio público, como imponía un artículo de la ley ómnibus, que se trata en las comisiones del Congreso. Patricia Bullrich debió aclarar luego que el artículo se refería a reuniones para cortar calles o rutas. Es mejor prescindir de las decisiones que necesitan una aclaración. Ese artículo ya no está. Mucho menos debían apresurarse para calificar como una célula terrorista a un peluquero y a un jugador de ping-pong. Es lo que hay, hasta ahora. La sobreactuación es una mala receta en cualquier circunstancia, pero lo es más cuando el Gobierno se plantea modificar un decreto de Néstor Kirchner, de 2006, que reglamentó la ley de defensa nacional de Raúl Alfonsín. Ese decreto les quitó a los militares cualquier injerencia en las tareas de inteligencia sobre el terrorismo internacional, cuya enorme magnitud ya se conocía desde 2001. El ministro de Defensa, Luis Petri, les dijo a miembros del gabinete nacional que el país debe señalar al terrorismo internacional como un ataque extranjero y que, por lo tanto, los militares estarían habilitados para hacer inteligencia. La situación es más explícita en un país que sufrió los devastadores atentados terroristas que volaron la AMIA y la embajada de Israel.
Pero una cosa es lo que propone Petri y otra cosa es que militares retirados estén escarbando en la AFI (ex-SIDE), el servicio de inteligencia del Estado. Las leyes de defensa nacional, de seguridad nacional y de inteligencia les prohíben a los militares hacer inteligencia interna, sobre todo porque esta termina siempre ocupándose no del crimen organizado, como debería ser, sino de los albañales de la política local. El periodista Daniel Santoro informó que 3 coroneles, un brigadier y un almirante, todos retirados, fueron ahora nombrados en el servicio de inteligencia. Uno de esos militares trabajó al lado del exjefe del Ejército César Milani, quien tuvo una función importantísima en la recolección de información reservada para Cristina Kirchner. El actual director de la AFI es Silvestre Sívori, pero su referente político es el jefe de Gabinete, Nicolás Posse, quien tiene, a su vez, como cercano colaborador al brigadier retirado Jorge Anelo. El arribo de esos militares a la AFI de Milei fue una decisión de Posse con el asesoramiento de Anelo. La Nación reveló durante el gobierno de Alberto Fernández que el exministro de Defensa Agustín Rossi había llevado militares retirados a la AFI cuando fue nombrado al frente del servicio de inteligencia del Estado. Se llamó “mesa militar” a esos exuniformados que hacían inteligencia interna. Rossi les inició entonces un juicio a este periodista y a La Nación por revelar nombres de espías. Pero fue oportuno recordar entonces que estábamos ante una decisión ilegal, como es oportuno recordarlo ahora. No hay una ley para Alberto Fernández y otra para Milei.
La desmesura se vio también en los artículos del interminable proyecto de ley referidos a la reforma electoral. En rigor, lo único urgente e importante es la implementación de la boleta única, que alejará cualquier riesgo de fraude. Por algo, el peronismo es y ha sido coherente solo cuando se opone pertinazmente a la boleta única. Lo es ahora en el Senado, donde lo hace con cierto disimulo mientras cubre al proyecto de boleta única con la necesaria confusión como para que no cambie nada. Si el Senado aprobara ese proyecto tal como llegó de Diputados, quedaría convertido en ley. La primera de la era Milei. Todo el resto de la reforma electoral, como una mudanza del sistema proporcional al sistema uninominal, requiere de un debate más profundo y de un consenso más amplio que el que prevén la Constitución y la ley. El sistema electoral es la base misma de la pirámide democrática; sus cambios no se pueden resolver por un voto, aunque ese voto los convierta en ley. Pero ¿serían legítimos en tal caso?
En el mientras tanto, los bloques no kirchneristas de la Cámara de Diputados tratarán desesperadamente de sacar en la semana que se inicia un dictamen de mayoría para aprobar gran parte de la ley ómnibus de Milei. Se trata de los bloques de Pro, de la Unión Cívica Radical, del que conduce Miguel Ángel Pichetto y de La libertad Avanza. Si cada uno de ellos (o solo uno de ellos) sacara un dictamen por su cuenta, el kirchnerismo y la izquierda estarían en condiciones de firmar el dictamen de mayoría, que es el primero que trata el plenario del cuerpo. Guillermo Francos y Martín Menem trabajan en las sombras más que en el triste espectáculo de luz y sonido que se vio en Diputados cuando se cruzaron los bloques cercanos al Gobierno con el kirchnerismo y la izquierda. “La ley saldrá, pero se sacarán algunas cosas y habrá también modificaciones en varios artículos”, dijo un diputado del viejo Juntos por el Cambio, la otrora exitosa coalición no kirchnerista que se fue sin decir adiós. Otra alianza antipopulista deberá fundarse en los próximos meses.
Un mes después de su arribo a la presidencia, Milei conserva lo que conquistó en la segunda vuelta electoral (tiene un promedio del 60 por ciento de imagen positiva) y es probable que el núcleo central de su plexo jurídico, el decreto de necesidad y urgencia y el proyecto de ley ómnibus, sea aprobado por el Congreso. No será idéntico al paquete que él mando. Algunas cosas dejarán de existir, en efecto, y otras se modificarán. Sucede en todos los parlamentos del mundo. La idea de que un proyecto del Ejecutivo debía ir al Congreso y salir aprobado sin ningún cambio era un capricho solo propio de Cristina Kirchner. Ni siquiera Néstor Kirchner cayó en tales cesarismos. Además, a Milei lo apura una inflación insoportable. Más del 25% de inflación mensual no fue un dato heroico. Es la tragedia nacional que dejó, sobre todo, la experiencia del populismo argentino.
La canciller y el ministro de Defensa están repartiendo sus trabajos para concretar un giro de vértigo en la política exterior argentina. El gobierno de Milei se propone dejar atrás las relaciones especiales con Venezuela, Cuba, Rusia e Irán para darles prioridad a los Estados Unidos, Israel y Europa. Ocurre que Diana Mondino debe hacer los necesarios equilibrios diplomáticos: China, por caso, rechaza cualquier sistema de libertades públicas y privadas, pero es el segundo socio comercial de la Argentina. Lula no puede ser un amigo de Milei desde que este se proclama admirador de Jair Bolsonaro, el archienemigo de Lula. Pero Brasil es el primer socio comercial del país. Petri, ministro de Defensa, hará una diplomacia más directa cuando elija con qué país harán maniobras conjuntas los militares argentinos o a qué país le comprarán armamento. Prevalecerán entonces Estados Unidos, Israel o Europa.
Dicen que el juez federal Ariel Lijo podría ser propuesto por Milei para cubrir la única vacante que hay en la Corte Suprema de Justicia. La sugerencia no es del ministro de Justicia, Mariano Cúneo Libarona, porque a este le gusta llevarse bien con la Corte. La sola propuesta de Lijo, un viejo amigo de Ricardo Lorenzetti, significaría, en cambio, un choque frontal con la mayoría de los jueces del máximo tribunal: con Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz y Juan Carlos Maqueda. Todo estos están muy lejos de Lorenzetti. Serían, además, cinco hombres en un tribunal de cinco jueces. Ninguna mujer en un cuerpo que tuvo hasta hace poco a Carmen Argibay y a Elena Highton de Nolasco. Hay mujeres constitucionalistas muy valiosas para ocupar ese lugar en la cima del Poder judicial. La política necesita huir de nuevos escándalos. Y el Presidente tiene la obligación de despejarla de cualquier acritud, del tremendismo imaginario, del rumor espurio.
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