Es la primera vez que sucede: el Papa ha enviado a la revista Famiglia Cristiana un escrito personal ofreciendo la clave de interpretación del texto de su reciente encíclica «Dios es amor». Ya antes Benedicto XVI había demostrado su deferencia hacia la Revista de los Paulinos escribiendo una «Oración de la familia» para todos sus lectores. Ahora Famiglia Cristiana ha tenido el gran privilegio de contar con esta originalísima intervención, que demuestra el enorme aprecio del Papa hacia la misión de los Paulinos. En su escrito, además de orientar a la lectura de la encíclica, responde también a diversos comentarios, a veces apresurados o tangenciales, aparecidos a raíz de su publicación. Ofrecemos íntegro el texto de Benedicto XVI, así como el mensaje de agradecimiento del Director de la revista Famiglia Cristiana, P. Antonio Sciortino.
«Queridas lectoras y lectores de Famiglia Cristiana… Me alegra que Famiglia Cristiana les envíe a casa el texto de mi encíclica y me dé así la posibilidad de acompañarla con pocas palabras que quieren facilitar el acercamiento a la lectura. Al principio, en efecto, el texto puede aparecer un poco difícil y teórico. Sin embargo, cuando se avanza en la lectura, resulta evidente que yo sólo he querido contestar a un par de preguntas muy concretas para la vida cristiana.
La primera pregunta es la siguiente: ¿se puede amar de veras a Dios? Y todavía más: ¿el amor puede ser impuesto? ¿No es acaso un sentimiento que tenemos o no tenemos? La respuesta a la primera pregunta es: sí, podemos amar a Dios, puesto que Él no se ha quedado a una distancia inalcanzable, sino que ha entrado y entra en nuestra vida. Viene hacia nosotros, hacia cada uno de nosotros, en los sacramentos por medio de los que obra en nuestra existencia; con la fe de la Iglesia, a través de la cual se dirige a nosotros, haciéndonos encontrar con los hombres, que son tocados por él, y transmiten su luz; con las disposiciones a través de las cuales interviene en nuestra vida; con los signos de la creación, que nos ha donado.
Él no sólo nos ha ofrecido el amor, sino que lo ha vivido primero y además golpea de muchas maneras a nuestro corazón para suscitar la respuesta de nuestro amor. El amor no es sólo un sentimiento, le pertenecen también la voluntad y la inteligencia. Con su palabra, Dios se dirige a nuestra inteligencia, a nuestra voluntad y a nuestro sentimiento de modo que podemos aprender a amarlo «de todo corazón y con toda el alma». Al amor, en efecto, no lo encontramos ya pleno y realizado, sino que crece; es decir, podemos aprenderlo de a poco, de modo que cada vez más abrace todas nuestras fuerzas y nos abra el camino para una vida recta.
La segunda pregunta es esta: ¿podemos amar de veras al «prójimo», que nos es extraño o hasta antipático? Sí, lo podemos, si somos amigos de Dios. Si somos amigos de Cristo y de este modo se nos hace cada vez más claro que él nos ha amado y nos ama, aunque a menudo nosotros apartamos de él nuestra mirada y vivimos siguiendo otras orientaciones. Pero si su amistad, de a poco, llega a ser importante e incisiva para nosotros, entonces empezaremos a amar a los que él ama y que necesitan mi ayuda. Él quiere que nosotros nos convirtamos en amigos de sus amigos y nosotros lo seremos si estamos interiormente cercanos a Él.
Por último hay una pregunta: ¿la Iglesia, con sus mandamientos y sus prohibiciones, no nos amarga la alegría del eros, de ser amados, que nos empuja hacia el otro y quiere convertirse en unión? En la encíclica he tratado de demostrar que la promesa más profunda del eros sólo puede madurar cuando no buscamos de aferrar la felicidad inmediata. Al contrario, encontramos juntos la paciencia de descubrir cada vez más al otro en su profundidad, en la totalidad del cuerpo y del alma, de modo que por último la felicidad del otro llega a ser más importante que la mía. Entonces no se quiere sólo tomar, sino donar, y justamente en esta liberación del yo, el hombre se encuentra a sí mismo y se siente colmado de alegría.
En la encíclica hablo de un recorrido de purificaciones y maduraciones necesarias para que la verdadera promesa del eros pueda cumplirse. El lenguaje de la tradición lo ha llamado «educación a la castidad», que, por último, no significa otra cosa que el aprendizaje del amor entero en la paciencia del crecimiento y la maduración.
En la segunda parte se habla de la caridad, el servicio de amor comunitario de la Iglesia hacia todos los que sufren en el cuerpo o en el alma y necesitan el don del amor. Aquí surgen ante todo dos preguntas: ¿no puede la Iglesia dejar este servicio a otras organizaciones filantrópicas que se constituyen de muchas maneras? He aquí la respuesta: no, la Iglesia no puede hacerlo. Ella debe practicar el amor hacia el prójimo también como comunidad, sino anunciaría al Dios del amor de modo incompleto e insuficiente.
La segunda pregunta: ¿no habría que apuntar a un orden de la justicia en el cual no existiesen necesitados y así la caridad resultara superflua? He aquí la respuesta: indudablemente el objetivo de la política es crear un orden justo de la sociedad, en el cual a cada uno le es reconocido lo suyo y nadie padece miseria. En este sentido, la justicia es el verdadero objetivo de la política, tal como lo es la paz que no puede existir sin la justicia. Por su naturaleza la Iglesia no hace política en primera persona, sino que respeta la autonomía del Estado y sus ordenamientos.
La búsqueda de este ordenamiento de la justicia corresponde a la razón común, tal como la política es interés de todos los ciudadanos. A menudo, en cambio, la razón es enceguecida por los intereses y por la voluntad de poder. La fe sirve para purificar la razón, para que pueda ver y decidir correctamente. Es entonces tarea de la Iglesia sanar la razón y reforzar la voluntad de bien. En este sentido -sin que ella misma haga política- la Iglesia participa apasionadamente en la batalla por la justicia. A los cristianos empeñados en las profesiones públicas les corresponde, en su actuar político, abrir siempre nuevos caminos a la justicia.
Esta, sin embargo, es sólo la primera mitad de la respuesta a nuestra pregunta. La otra mitad, que para mí es particularmente importante en la encíclica, dice: la justicia nunca puede rendir superfluo el amor. Más allá de la justicia, el hombre siempre necesitará del amor, el único que da un alma a la justicia. En un mundo tan herido, como lo experimentamos en nuestros días, no hay en verdad necesidad de demostrar lo dicho. El mundo está a la espera del testimonio del amor cristiano que nos es inspirado por la fe. En nuestro mundo, a menudo tan tenebroso, con este amor brilla la luz de Dios».
© «Famiglia Cristiana» (n. 6, del 5 de febrero de 2006).