CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 24 febrero 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI durante la misa que presidió en la basílica de San Sabina en Roma, en la tarde del Miércoles de Ceniza, 21 de febrero.
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Queridos hermanos y hermanas:
Con la procesión penitencial hemos entrado en el austero clima de la Cuaresma y, al introducirnos en la celebración eucarística, acabamos de orar para que el Señor ayude al pueblo cristiano a «iniciar un camino de auténtica conversión para afrontar victoriosamente, con las armas de la penitencia, el combate contra el espíritu del mal» (oración Colecta).
Dentro de poco, al recibir la ceniza en nuestra cabeza, volveremos a escuchar una clara invitación a la conversión, que puede expresarse con dos fórmulas distintas: «Convertíos y creed el Evangelio» o «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». Precisamente por la riqueza de los símbolos y de los textos bíblicos y litúrgicos, el miércoles de Ceniza se considera la «puerta» de la Cuaresma. En efecto, esta liturgia y los gestos que la caracterizan forman un conjunto que anticipa de modo sintético la fisonomía misma de todo el período cuaresmal. En su tradición, la Iglesia no se limita a ofrecernos la temática litúrgica y espiritual del itinerario cuaresmal; además, nos indica los instrumentos ascéticos y prácticos para recorrerlo fructuosamente.
«Convertíos a mí de todo corazón, con ayuno, con llanto, con luto». Con estas palabras comienza la primera lectura, tomada del libro del profeta Joel (Jl 2, 12). Los sufrimientos, las calamidades que afligían en ese período a la tierra de Judá impulsan al autor sagrado a invitar al pueblo elegido a la conversión, es decir, a volver con confianza filial al Señor, rasgando el corazón, no las vestiduras. En efecto, Dios —recuerda el profeta— «es compasivo y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad, y se arrepiente de las amenazas» (Jl 2, 13).
La invitación que el profeta Joel dirige a sus oyentes vale también para nosotros, queridos hermanos y hermanas. No dudemos en volver a la amistad de Dios perdida al pecar; al encontrarnos con el Señor, experimentamos la alegría de su perdón. Así, respondiendo de alguna manera a las palabras del profeta, hemos hecho nuestra la invocación del estribillo del Salmo responsorial: «Misericordia, Señor: hemos pecado». Proclamando el salmo 50, el gran salmo penitencial, hemos apelado a la misericordia divina; hemos pedido al Señor que la fuerza de su amor nos devuelva la alegría de su salvación.
Con este espíritu, iniciamos el tiempo favorable de la Cuaresma, como nos recordó san Pablo en la segunda lectura, para reconciliarnos con Dios en Cristo Jesús. El Apóstol se presenta como embajador de Cristo y muestra claramente cómo, en virtud de él, se ofrece al pecador, es decir, a cada uno de nosotros, la posibilidad de una auténtica reconciliación. «Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado, para que nosotros, unidos a él, recibamos la justificación de Dios» (2 Co 5, 21). Sólo Cristo puede transformar cualquier situación de pecado en novedad de gracia.
Precisamente por eso asume un fuerte impacto espiritual la exhortación que san Pablo dirige a los cristianos de Corinto: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20) y también: «Mirad, ahora es tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2 Co 6, 2).
Mientras que el profeta Joel hablaba del futuro día del Señor como de un día de juicio terrible, san Pablo, refiriéndose a la palabra del profeta Isaías, habla de «momento favorable», de «día de la salvación». El futuro día del Señor se ha convertido en el «hoy». El día terrible se ha transformado en la cruz y en la resurrección de Cristo, en el día de la salvación. Y hoy es ese día, como hemos escuchado en la aclamación antes del Evangelio: «Escuchad hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón». La invitación a la conversión, a la penitencia, resuena hoy con toda su fuerza, para que su eco nos acompañe en todos los momentos de nuestra vida.
De este modo, la liturgia del miércoles de Ceniza indica que la conversión del corazón a Dios es la dimensión fundamental del tiempo cuaresmal. Esta es la sugestiva enseñanza que nos brinda el tradicional rito de la imposición de la ceniza, que dentro de poco renovaremos. Este rito reviste un doble significado: el primero alude al cambio interior, a la conversión y la penitencia; el segundo, a la precariedad de la condición humana, como se puede deducir fácilmente de las dos fórmulas que acompañan el gesto. Aquí, en Roma, la procesión penitencial del miércoles de Ceniza parte de san Anselmo y se concluye en esta basílica de Santa Sabina, donde tiene lugar la primera estación cuaresmal.
A este propósito, es interesante recordar que la antigua liturgia romana, a través de las estaciones cuaresmales, había elaborado una singular geografía de la fe, partiendo de la idea de que, con la llegada de los apóstoles san Pedro y san Pablo y con la destrucción del templo, Jerusalén se había trasladado a Roma. La Roma cristiana se entendía como una reconstrucción de la Jerusalén del tiempo de Jesús dentro de los muros de la Urbe. Esta nueva geografía interior y espiritual, ínsita en la tradición de las iglesias «estacionales» de la Cuaresma, no es un simple recuerdo del pasado, ni una anticipación vacía del futuro; al contrario, quiere ayudar a los fieles a recorrer un itinerario interior, el camino de la conversión y la reconciliación, para llegar a la gloria de la Jerusalén celestial, donde habita Dios.
Queridos hermanos y hermanas, tenemos cuarenta días para profundizar en esta extraordinaria experiencia ascética y espiritual. En el pasaje evangélico que se ha proclamado Jesús indica cuáles son los instrumentos útiles para realizar la auténtica renovación interior y comunitaria: las obras de caridad (limosna), la oración y la penitencia (el ayuno). Son las tres prácticas fundamentales, también propias de la tradición judía, porque contribuyen a purificar al hombre ante Dios (cf. Mt 6, 1-6. 16-18).
Esos gestos exteriores, que se deben realizar para agradar a Dios y no para lograr la aprobación y el consenso de los hombres, son gratos a Dios si expresan la disposición del corazón para servirle sólo a él, con sencillez y generosidad. Nos lo recuerda uno de los Prefacios cuaresmales, en el que, a propósito del ayuno, leemos esta singular afirmación: «ieiunio… mentem elevas», «con el ayuno…, elevas nuestro espíritu» (Prefacio IV de Cuaresma).
Ciertamente, el ayuno al que la Iglesia nos invita en este tiempo fuerte no brota de motivaciones de orden físico o estético, sino de la necesidad de purificación interior que tiene el hombre, para desintoxicarse de la contaminación del pecado y del mal; para formarse en las saludables renuncias que libran al creyente de la esclavitud de su propio yo; y para estar más atento y disponible a la escucha de Dios y al servicio de los hermanos. Por esta razón, la tradición cristiana considera el ayuno y las demás prácticas cuaresmales como «armas» espirituales para luchar contra el mal, contra las malas pasiones y los vicios.
Al respecto, me complace volver a escuchar, juntamente con vosotros, un breve comentario de san Juan Crisóstomo: «Del mismo modo que, al final del invierno —escribe—, cuando vuelve la primavera, el navegante arrastra hasta el mar su nave, el soldado limpia sus armas y entrena su caballo para el combate, el agricultor afila la hoz, el peregrino fortalecido se dispone al largo viaje y el atleta se despoja de sus vestiduras y se prepara para la competición; así también nosotros, al inicio de este ayuno, casi al volver una primavera espiritual, limpiamos las armas como los soldados; afilamos la hoz como los agricultores; como los marineros disponemos la nave de nuestro espíritu para afrontar las olas de las pasiones absurdas; como peregrinos reanudamos el viaje hacia el cielo; y como atletas nos preparamos para la competición despojándonos de todo» (Homilías al pueblo de Antioquía, 3).
En el mensaje para la Cuaresma invité a vivir estos cuarenta días de gracia especial como un tiempo «eucarístico». Recurriendo a la fuente inagotable de amor que es la Eucaristía, en la que Cristo renueva el sacrificio redentor de la cruz, cada cristiano puede perseverar en el itinerario que hoy solemnemente iniciamos.
Las obras de caridad (limosna), la oración, el ayuno, juntamente con cualquier otro esfuerzo sincero de conversión, encuentran su más profundo significado y valor en la Eucaristía, centro y cumbre de la vida de la Iglesia y de la historia de la salvación.
«Señor, estos sacramentos que hemos recibido —así rezaremos al final de la santa misa— nos sostengan en el camino cuaresmal, hagan nuestros ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio saludable de todos nuestros males».
Pidamos a María que nos acompañe para que, al concluir la Cuaresma, podamos contemplar al Señor resucitado, interiormente renovados y reconciliados con Dios y con los hermanos. Amén.
[Traducción distribuida por la Santa Sede
© Copyright 2007 – Libreria Editrice Vaticana]