Por Héctor M. Guyot.- Por esos caprichos de la matemática, los números redondos cifran una idea de transición o de cambio. En lo que hace a la edad, saltar de una decena a la siguiente nos pone ante la súbita prueba de hacernos cargo de los diez años transcurridos, que habrán pasado como un suspiro mientras la vida nos mantenía ocupados. Con balance o sin él, nos sentimos un poco más viejos, aunque no más sabios. Llegados los 40 años de la democracia que inauguró Raúl Alfonsín, yo no sé si todavía es joven o ya es vieja y tengo dudas de que sea más sabia. Todo indica, eso sí, que el número redondo de este aniversario trae consigo un viraje, un cambio de rumbo. Veremos si nos conduce a la madurez que, a esta altura de sus años, nuestra democracia debería tener. Aunque es difícil que eso ocurra si quienes la encarnan mantienen formas de relación beligerantes y destructivas propias de una adolescencia descarriada.
Algo termina y eso, por la salud de la democracia, es para celebrar. Después de habérsela querido apropiar, el peronismo kirchnerista deja mañana el gobierno con índices de inflación y de pobreza inéditos en un país como el nuestro. Tras el desastre, Alberto Fernández se va de la Argentina. Sergio Massa amagó con irse. Cristina Kirchner se queda. Fueron, hasta aquí, veinte años de kirchnerismo. Veinte años de ataque sistemático a la convivencia política, desplegado mientras se perpetraba un latrocinio documentado en los tribunales. Nunca se van a hacer cargo del daño material y moral que dejan.
¿Algo nuevo empieza? Ese es el gran interrogante. Todo pasa por saber si la obsesión del nuevo presidente en realidad es tal, y hasta qué punto. Los que saben dicen que la clave de un cambio de fondo pasa por la reducción sustantiva del gasto público. Con una gran proporción de políticos solo preocupados por su propio ombligo (que son, precisamente, los que deben acompañar los recortes) y las calles calientes, la tarea pinta brava. El “no hay plata” de Javier Milei debería ser el mantra de la hora. Lo tienen que entender políticos acostumbrados a vivir en la abundancia por el solo hecho de fatigar la máquina de hacer billetes en medio de una sociedad cada vez más pobre. No se le puede pedir sacrificios a la gente si antes el ajuste no lo hace la política. Por justicia. Y porque de otro modo la cosa no va a andar.
Milei y los suyos solos no pueden. Se lanzan entonces, naturalmente, a buscar apoyos y votos en el Congreso. Aquí lo importante, si es que vienen a hacer lo que dicen, es la conciencia del límite. No vaya a ser que el nuevo presidente acabe convertido, incluso sin saberlo, en la nueva encarnación de la eterna reinvención peronista y el cambio proclamado derive en una triste prolongación del status quo. De modo más estridente, el asedio vendrá también del chantaje moral de aquellos que, habiendo promovido el aumento de la pobreza, denunciarán que el sufrimiento social es causado por las políticas inhumanas de la derecha extrema en el gobierno.
En este punto la reacción aprovecha un equívoco extendido que se aprecia mejor en la mirada de la prensa extranjera, que desconoce que aquí nada es lo que parece. Al inscribir a Milei, con razón, en la nueva derecha, se coloca al peronismo en la vereda de enfrente, es decir, en la izquierda o el progresismo, solo porque defiende un Estado intervencionista. Desde hace mucho, el peronismo defiende el Estado fuerte no por las prestaciones que bien podría ofrecer, sino porque representa el botín del cual extrae los privilegios una elite integrada por políticos, sindicalistas y empresarios amigos de poder que se enriquece a costa del pueblo. La palabra “resistencia” no es otra cosa que el grito de guerra con el que esa oligarquía se dispone a defender esos privilegios. Quieren conservarlos. En este escenario, entonces, ahí se alinean las fuerzas conservadoras. Hoy el progresismo estaría del lado del gobierno que se proponga desarticular la trama corrupta que llevó el gasto público a las nubes y ha conducido al país a un callejón sin salida. Cuando esto se logre, podremos redefinir la connotación de “progresismo”, una palabra muy abusada.
Milei recibe un país en ruinas, un hecho que produce efectos paradójicos. Por un lado, la situación social es dramática. Una papa caliente. Por el otro, y por esto mismo, el hombre de a pie vive en carne propia el colapso de la patria corporativa. “Así no se puede seguir”. Más que una idea, la frase alude a una realidad que se siente en el cuerpo. De una forma u otra, recorre todo el espinel social: “Así no se puede seguir”.
En esta etapa democrática, nunca como ahora el país estuvo más dispuesto a una transformación. Quienes iban juntos por el cambio se olvidaron de estar juntos y perdieron su oportunidad. La deserción fue aprovechada por un outsider que prometía terminar, motosierra en mano, con lo que no puede continuar. Por suerte, dejó la motosierra. Ojalá mantenga firme la consigna de cortar el gasto público improductivo y encuentre el modo de hacerlo para devolverle los signos vitales a la economía. Porque así no se puede seguir.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/