Por Joaquín Morales Solá.- Conoció la retorica de la revolución cuando ya era un hombre grande y confundió la mística revolucionaria con los métodos mafiosos. Antes, Aníbal Fernández había sido un conservador dirigente del duro y arisco conurbano bonaerense. Suele usar un lenguaje barriobajero y maleducado para hacer política, tal vez porque esa es la escuela en la que aprendió en la indómita Buenos Aires. La versiones lo vincularon con el tráfico de efedrina (una sustancia imprescindible para fabricar la metanfetamina, una droga poderosa) y la Iglesia argentina lo cruzó en 2015 hasta arruinarle su carrera hacia la gobernación bonaerense, que perdió. Nunca se llevó bien con Alberto Fernández, por quien sentía celos políticos por la cercanía de este con Néstor y Cristina Kirchner. El actual presidente lo mandó en 2020 de penitencia como interventor de Yacimientos Carboníferos Fiscales, que era mucho si se lo compara con la perdidosa candidatura de Aníbal a concejal en Pinamar un año antes. Alberto Fernández sabía que su tocayo Aníbal le provocaría más problemas que los que resolvería, pero la derrota es la madre de las herejías, las rectificaciones y las paradojas.
El nombre de Aníbal Fernández volvió a cobrar vuelo (mal vuelo) el lunes último cuando en un tuit patotero amenazó a la familia de Nik, un dibujante y humorista con un olfato político más fino que el de muchos analistas políticos. El ministro de Seguridad no nombró a las hijas de Nik, pero sí nombró al colegio donde ellas estudian (la prestigiosa ORT) y, de paso, deslizó una mentira: que esa institución recibe subsidios del Estado. La ORT no recibe ningún subsidio estatal; es financiada mayormente por las contribuciones de la comunidad judía; admite el ingreso de niños y jóvenes de cualquier religión, y otorga becas a jóvenes pobres sin distinción de credos. Ayer, en un reportaje en Clarín Aníbal dijo que no sabía que las hijas de Nik cursan en el colegio ORT. ¿Por qué nombró a esa institución, entonces? ¿Cinismo puro o pura cobardía? Quién lo sabe. Ricardo López Murphy aseguró públicamente que en esa amenaza de Aníbal Fernández “sobrevuela el antisemitismo”. Aníbal contestó que tiene amigos judíos. Cuándo no. El método (mostrar sin nombrar) es perfectamente mafioso. Recuerda al “caso Pentangeli” en la primera parte de la icónica película El Padrino. Francesco Pentageli (interpretado magistralmente por Michael Gazzo) es un mafioso arrestado por la policía de Nueva York que decide contar en un juicio público las andanzas de sus cómplices. Cuando ya estaba sentado en el estrado a punto de hablar, ve aparecer entre el público a un hombre vestido con el estilo de los campesinos sicilianos. Era su hermano, que la mafia había trasladado de Sicilia a Nueva York. Pentangeli calló para siempre; no habló nunca hasta que murió por un suicidio inducido. Aníbal Fernández le mostró a Nik qué sabe dónde estudian sus hijas, sin nombrar a sus hijas. Las cosas nunca son idénticas, pero muchas veces son dramáticamente parecidas.
¿Qué había hecho Nik para enfurecer al ministro de Seguridad, que aprovechó para exhibir sus conocimientos de la vida privada y personal de las personas? El historietista escribió un tuit crítico sobre la política de despilfarro de dinero espurio por parte del Gobierno en la campaña electoral hacia el 14 de noviembre. Criticó desde el regalo de bicicletas y heladeras hasta los viajes gratis de egresados, que serán financiados por un Estado quebrado. Nada que no critique cualquier argentino con sentido común. Pero Nik, conocido y respetado, era un buen blanco para expandir el temor entre muchos argentinos. Nadie se asustó, es cierto; son leones sin dientes. Reaccionaron los periodistas, las entidades periodísticas, algunos empresarios (faltaron las entidades, salvo las del campo), menos el presidente de la Nación. Alberto Fernández calla. Dicen que se conformó con el supuesto pedido de disculpas de Aníbal a Nik. Ese pedido concluye diciendo que el humorista “vive agraviándonos”. Extraña disculpa y más extraña comparación: para Aníbal Fernández es lo mismo un ministro de Seguridad, con acceso, como se vio, a los datos personales de todos los argentinos, que una persona cuya única arma es dibujar a los trastornados que gobiernan. Mucho más porte tuvo el jefe de Gabinete, Juan Manzur, que calificó de “muy desafortunada” la frase de Aníbal Fernández, aunque él también se quedó con esas disculpas que no sirven para disculpar a nadie. El silencio del Presidente aturde.
Aníbal Fernández fue un operador todoterreno de Eduardo Duhalde cuando ni las hojas se movían en la provincia de Buenos Aires sin que este lo supiera. Duhalde, un peronista clásico al que le gusta promover la convivencia de sindicatos y empresarios, es ideológicamente lo más distinto que puede haber con las ideas de los Kirchner. Durante el reinado de Duhalde en territorio bonaerense, Aníbal Fernández fue intendente de Quilmes. Una leyenda dice que huyó de la Justica en el baúl del auto de su abogado Martín Ordoqui. Nunca se supo si esa historia fue cierta, pero Ordoqui terminó haciendo una veloz carrera judicial que lo convirtió en juez de la Cámara de Casación. Mucho después, Aníbal Fernández desmintió que haya estado prófugo, pero lo hizo con una frase confusa: “Estuve alejado de la Justicia para preservar la investidura del intendente de Quilmes”, dijo suelto de cuerpo. ¿Alejado y prófugo son cosas distintas en este caso? La causa judicial era una denuncia de Aguas Argentinas contra la intendencia. Por aquellos tiempos, Aníbal Fernández militaba en la derecha peronista de su jefe político, Duhalde.
La Morsa
Mucho más graves fueron las denuncias posteriores que lo vincularon con el tráfico de efedrina y con el triple crimen de General Rodríguez. Uno de los prófugos detenidos por ese crimen, Martín Lanatta, contó luego que entre ellos, los delincuentes, hablaban de “La Morsa” y que se referían de ese modo al actual ministro de Seguridad. Otros testimonios señalaron que “La Morsa” era un policía o un agente de los servicios de inteligencia. Nunca se aclaró quién era “La Morsa”, pero lo cierto es que durante la gestión de Aníbal Fernández como ministro de Justicia se triplicó en un año la importación de efedrina. La efedrina, una droga que se usa en muy pequeñas dosis para fabricar antihistamínicos, está prohibida en México, donde se produce la metanfetamina. Según investigaciones de la Justicia local, la efedrina que importaba la Argentina se contrabandeaba a México.
Así llegó Aníbal Fernández a 2015 cuando decidió dar el gran salto de su vida: ser gobernador elegido en la provincia de Buenos Aires, la tierra de sus amores, donde intimó con la gloria y la ruina, donde conoce a poetas y malandras, a políticos y malhechores. En la campaña electoral, los púlpitos de la Iglesia se llenaron de curas que todos los domingos pregonaban una sola frase: “Con la droga, no”. Es imposible saber si se trataba de una inspiración de la Providencia o de esa clase de información reservada y fidedigna que siempre tiene la Iglesia. Lo cierto es que hubo una línea política de la Iglesia para impedir el arribo de Aníbal Fernández a la gobernación bonaerense. Pero Aníbal nunca confundió a Carlos Kunkel, un viejo montonero y militante fanático del kirchnerismo. “A Aníbal lo condenan su historia y su presente. Es un piantavotos”, se despachó Kunkel en plena campaña electoral de 2015. María Eugenia Vidal lo batió en esas elecciones en la decisiva Buenos Aires. Aníbal le abrió el paso a la presidencia de Mauricio Macri; tal vez por eso lo odia tanto. Es mucho más fácil ganar la presidencia de la Nación cuando ya se ganó la provincia de Buenos Aires. Es probable que ahora vuelva a hacerles otro favor a los opositores del kirchnerismo gobernante.
No puede extrañar lo que hizo con Nik si Aníbal es el mismo Aníbal que difamó a Alberto Nisman después de que este ya había sido asesinado. Asesinado es un término correcto porque fue un crimen según las conclusiones de la Justicia argentina, que no cambiaron aun. Dijo del Nisman ya muerto: “Es un sinvergüenza que usaba dinero de la AMIA para salir con minas y pagar ñoquis”. Esa falta de respeto hacia una persona muerta, incapaz por lo tanto de defenderse, se respaldaba en carteles anónimos con la foto de Nisman rodeado de mujeres. No tenían nada de anónimos. Todos sabían que eran carteles financiados y distribuidos por el gobierno al que pertenecía Aníbal Fernández. A Elisa Carrió la trató de “gorda y loca” y nadie en el mundo del kirchnerismo, tan sensible al feminismo y a la igualdad de género, se inmutó por semejante ultraje a una mujer. Se puede disentir con una dirigente política, pero ese trato es inadmisible cualquiera sea el nivel de la disputa. El kirchnerismo es así: lo políticamente correcto es aplicable a los enemigos; los amigos pueden hacer lo que quieran con el lenguaje, el maltrato y la calumnia.
Cuando los Kirchner despojaron del poder a Duhalde, Aníbal Fernández se enamoró del palabrerío revolucionario. Adiós a la derecha peronista. Abandonó a los recios barones del conurbano y se conmovió con “los pibes para la revolución”. Pero siempre conservó algo del viejo Aníbal. En sus tiempos de ministro del Interior, la Policía Federal dependía de él. Llevaba colgado en la cintura un celular especial para comunicarse con los jefes de cada comisaria de la Capital. “Hacé lo que tenés que hacer o le diré al jefe lo que estás haciendo cuando nadie te ve”, lo amenazó una vez a un comisario. “Yo no hacía nada, pero me di cuenta de cómo presionaba el ministro a mis compañeros”, contó luego el comisario. La mafia no practica el lirismo de la revolución, sino el rugoso dialecto de la amenaza.
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