Por Héctor M. Guyot.- La Argentina está en un punto de inflexión. En una suerte de momento de la verdad. El gobierno que pergeñó Cristina Kirchner llegó con el objetivo principal de invadir la Justicia y someterla. Todo indica que la vicepresidenta está jugando las cartas más fuertes, acaso las últimas, en su afán de lograrlo. Se trata de la escalada de una guerra sorda y larga, pero cada vez más abierta, en la que se define no solo la suerte de la expresidenta multiprocesada sino también la del país. A todo o nada.
Puede que la mayor parte de la sociedad, ocupada en la tarea diaria de sobrevivir a la crisis, permanezca ajena a esta confrontación. Pero lo cierto es que en este cuarto gobierno kirchnerista la administración del país se organiza –o desorganiza, mejor– en función de esta verdadera lucha y eso lo padece la población entera. Casi todo lo que ha hecho o dejado de hacer el Gobierno hasta ahora tributó, en forma más o menos directa, a este propósito destructivo, eje de las tensiones que determinan tanto el presente incierto de la Argentina como su persistente degradación.
La tarea de colonizar la Justicia para garantizar la impunidad de Cristina Kirchner se reveló más ardua de lo que ambos socios imaginaban y llevó al Gobierno a un callejón sin salida. Hoy el Presidente parece haberse desentendido del mandato que aceptó cuando Cristina Kirchner lo ungió candidato. En ese gesto, Alberto Fernández perdió no solo el apoyo de la vice, que ahora lo ataca, sino también la razón de ser o el dudoso fundamento de su administración. Sin plan ni convicciones, sin órdenes expresas de su mandante, el Presidente quedó abandonado a su suerte y anda a la deriva. Lo mismo que el país.
La centralidad de la escena, hoy más que nunca, la ocupa la vicepresidenta. Decidida a encargarse en forma directa de desactivar las causas por corrupción que la desvelan, actuó esta semana como suele hacerlo: sin que la afectara inhibición moral alguna. Sin embargo, la trampa a la que apeló para alcanzar el control del Consejo de la Magistratura, órgano clave de la Justicia, refleja una desesperación en alza. El ardid tardío de fragmentar el bloque de senadores oficialistas en el Senado para robarle un consejero a la oposición es una burla a la ley, a la democracia y a la sociedad. Remató el embate con un proyecto para ampliar la Corte Suprema, cuya colonización, objetivo de máxima de su ofensiva, le permitiría zafar de la Justicia y recuperar el sueño de un poder eterno para ella y sus descendientes.
No le resultará fácil: alguien se le plantó enfrente con convicción firme. Y no por confrontar, sino por mero cumplimiento de la ley. La Corte Suprema confirmó que tiene asumido el papel esencial que le cabe en la república. Este es el dato más relevante de estos días.
La confrontación irá in crescendo y conviene encuadrarla en conceptos claros. No se trata de una disputa política o ideológica en torno del Consejo de la Magistratura, la conformación de la Corte o la administración de justicia. Es riesgoso ceder al relato y romantizar la disputa. Lo que hay aquí, a la luz de las condenas a Lázaro Báez y Amado Boudou, y de la apabullante prueba reunida en causas como Vialidad o Cuadernos, es simplemente un intento de enmascarar el delito con la política. Antes que debatir sobre distintas teorías jurídicas, antes que cambiar el Poder Judicial en función de una determinada ideología, el kirchnerismo pretende algo más prosaico: busca aniquilarlo, deglutirlo, por una mera cuestión de supervivencia. Necesita neutralizar las pruebas del delito y obtener la impunidad de quienes perpetraron el saqueo. Lo demás es simulacro, enmascaramiento, relato que permea. Nos cuesta entender que el funcionario electo que roba deja de ser un político y adquiere la condición de delincuente. Tal vez porque la vicepresidenta encarna hoy la expresión extrema –acaso en grado intolerable para la sociedad– de vicios extendidos entre nosotros.
De cualquier modo, más allá de las penas que los jueces eventualmente determinen, lo que aquí se dirime, como se dijo, es mucho más que la suerte de Cristina Kirchner. Al margen del daño que pueda descargar contra las instituciones, y en particular contra la Justicia, el kirchnerismo corroe con su accionar todo el sistema democrático tal como lo conocemos. Y lo quiebra de entrada cuando adopta la polarización como método. Clausurado el diálogo, no hay consensos ni democracia posibles. Así las cosas, la oposición no encuentra el espacio necesario para cumplir con su rol y adopta una natural actitud de resistencia. En este escenario de confrontación creciente, muchos advierten sobre el hartazgo de una sociedad empobrecida y castigada que podría inclinarse, ante el fracaso de la política, por candidatos de la antipolítica. Parecería sin embargo que la antipolítica llegó hace rato. Haríamos bien en reconocer que nuestros Bolsonaro o nuestros Trump ya están entre nosotros y han accedido al poder. En un futuro, el kirchnerismo podría ser recordado como ese momento de la historia en que el peronismo se volvió manifiestamente antisistema.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/