Apenas llegaron a la plazoleta, él se desprendió de su mano y comenzó a correr hacia el grupo de chicos que como todos los días lo esperaba para jugar. Impetuoso. Profiriendo gritos de alegría. Como un pájaro que abandona su jaula. Sin otra preocupación que disfrutar estos momentos. Y una vez más comprendió que también para ella permanecer allí, observándolos, lograba contagiarle tanto júbilo y entusiasmo. Está bien. No dispare. Yo le… Una sensación en la que se mezclaban la ansiedad, el regocijo, la certeza de ser dueño de un invencible poder, lo invadió al notar el temblor de la voz y el sorpresivo pánico reflejado en el rostro de la muchacha cuando le apuntó con la pistola. Imperativo. Con una seguridad que no admitía duda. Casi tuvo ganas de lanzar una brusca carcajada, como si fuera la única forma de manifestar el inefable placer que alcanzaba en cada asalto, durante el breve e intensísimo tiempo en que tenía el privilegio de ejercer un total dominio sobre los otros. Poné aquí todo lo que tengas. Rápido. Luego de sentarse en el banco habitual, sacó una revista de la cartera, pero no llegó a concentrarse en la lectura y se limitó a mirarla bastante distraída. Como siempre, toda su atención fue ocupada por él, gratificada al observarlo reír y gritar y correr infatigable junto a los otros chicos. Es lo más importante y querido. Casi lo único que tengo ahora. No podía evitar cierto desgarramiento al considerar el reducido universo que formaban ellos dos después del abrupto alejamiento de Rodrigo, y por eso, no sólo por amor sino fundamentalmente por angustia y el anhelo de tener un sostén para sobrellevar la soledad, se aferró a él. Nos necesitamos los dos. Ya nada podremos hacer separados. Obsesiva se transformó la necesidad de compartir cada momento, de gozar su compañía pero también de hacer todo lo posible para protegerlo de cualquier daño o peligro. Encendió un cigarrillo y, dispuesta a eludir cualquier otra cosa, sólo quiso verlo jugar en la plazoleta. Apurate. No vamos a estar aquí toda la tarde. La voz perentoria y furiosa del Cholo quebró de pronto esa especie de encandilamiento y repentino deseo que ella logró despertarle con su cuerpo túrgido y provocativo dentro del vestido demasiado ajustado. No. No es el momento para eso. Aunque sería lo más agradable. Bruscamente tomó conciencia de lo que debía hacer allí, en ese local y frente a la muchacha pálida y temblorosa que con evidente torpeza sacaba los billetes del cajón y los ponía en una bolsa. Aquí tiene. Es todo. Como si hubiera concluido una fatigosa tarea, le tendió la bolsa deformada por el cúmulo de billetes. ¿Estás segura? El tono resultó entre amenazador y algo divertido mientras le apoyaba la pistola entre el pronunciado pliegue de los senos, convertido el caño en una prolongación de su mano, ávida por explorar la tibieza de la carne suave y palpitante. Abrió otro cajón y en forma maquinal retiró algunos billetes. Dale. Vamos. Esto se va a llenar de gente en cualquier momento. Aferró la bolsa, ya firme y decidido a cumplir su propósito con la eficacia de siempre. Ni se te ocurra moverte de aquí. Agitó por última vez la pistola frente a los ojos desorbitados y después corrió hacia donde estaba el Cholo. Tropezaron con algunas personas, entre desaforados gritos de sorpresa y alarma ante la visión de las armas desnudas, al salir a la calle en vertiginosa carrera. Apurate. Ya perdimos demasiado tiempo. Agrio y pleno de reproche el tono del Cholo. No trató de justificarse ni de esgrimir una disculpa. Sólo compartió la preocupación y rabiosa premura por ponerse a salvo, sortear las numerosas siluetas que dificultaban el paso y llegar hasta el coche donde los esperaba Santillán. Pero todo pareció tornarse oscuro, incomprensible, producto de una absurda pesadilla, cuando surgió el grito convertido en orden escueta e inapelable. Alto. No se muevan. Como ya era habitual, observó que un rictus amargo reemplazaba la sonrisa y quedaba con el cuerpo rígido, en súbita actitud de rebeldía o de muda protesta. Vamos. Ya es tarde. Mañana vendremos otra vez. Debía apelar a su paciencia, utilizar las palabras más tiernas y afectuosas, ofrecer algún caramelo o barra de chocolate, para que el final del juego no resultara tan doloroso. Aunque hubiera querido que se prolongara indefinidamente, pues ella disfrutaba tanto como él de los momentos que pasaban allí, era necesario poner un límite. Cuando recuperó la sonrisa por obra de las deslumbrantes promesas de otras jornadas de juego más extensas y divertidas, abandonaron la plazoleta. La colmaba de alivio cada vez que se restablecía entre ellos una comunicación íntima y jubilosa, aunque siempre le tocaba ceder ante la voluntad y los caprichos de él. Lo principal es verlo feliz. Y que pueda tenerlo cerca, para abrazarlo y besarlo. Después de marchar un rato, él soltó su mano y, libre, comenzó a correr por la vereda, dando saltos y efectuando diestras jugadas con alguna pelota imaginaria. Faltaban dos cuadras para llegar a la casa cuando, al doblar una esquina, vio a varias personas moverse en forma desordenada, profiriendo gritos y palabras incoherentes. No tuvo tiempo de indagar el motivo de tanta agitación. Quedó paralizada por el seco estampido de un disparo. La reacción del Cholo fue rápida y contundente. Con el rostro desfigurado por la bronca y vociferando maldiciones, disparó contra la figura uniformada que pretendía cortarles el paso. ¿Quién le avisó? ¿Cómo pudo…? Inútilmente procuró encontrar una justificación a la trampa que de pronto los cercaba. Corré. Dale. Abrumado por la confusión y el desconcierto -con el policía haciendo fuego parapetado detrás de un coche, la gente corriendo en busca de un lugar seguro, el horror expresado en gritos histéricos-, sólo quiso eso. Escapar de allí. Ponerse a salvo. A cualquier precio. Sobre todo después de escuchar el quejido del Cholo y verlo desplomarse como una especie de muñeco desarticulado, con los brazos abiertos y una mancha roja en el pecho. Terminaré igual si no salgo de aquí. Ya. Rápido. Convertida en el tesoro más preciado, aferró fuertemente contra el pecho la bolsa llena de billetes, y apretó el gatillo. Una vez y otra y otra. Descontrolado. Sin un blanco definido. A cualquier figura que pretendiera frustrar su huida. Sebastián. Urgida por el pánico y la desesperación, procuró alcanzarlo para brindarle su amparo y evitar que sufriera algún daño, mientras lo llamaba en un clamor desolado. Y siguió repitiendo el nombre querido con voz cada vez más débil, enronquecida, quebrada por el llanto, después que cesaron los disparos y la gente ya se había dispersado y un silencio ominoso comenzó a cubrir la calle casi desierta, sin poder apartar los ojos del cuerpo diminuto y quieto de él.
El autor vive en Rafaela y envió esta colaboración especialmente a www.sabado100.com.ar