Por Joaquín Morales Solá.- La política imaginaba el momento en que Alberto Fernández rompería con su tutora electoral. Pero la política no es lineal ni lógica y Cristina Kirchner tiene -todo hay que decirlo- una inagotable capacidad para sorprender. Siempre se descuelga desde el lugar menos pensado. Al final, fue ella la que rompió con el Presidente que ungió con un tuit breve y negligente. Rompió, al menos, las condiciones de esa convivencia política tal como la habíamos conocido hasta ahora. El Presidente está atado todavía al compromiso de una tolerancia inexplicablemente estoica con Cristina. Sus palabras son, con todo, solo apariencias. Ningún albertista desconoce en la intimidad la gravedad de la decisión de Cristina de tomar distancia del Gobierno y de señalar, indirectamente, que le están arruinando su obra. «Ella no dejará nunca que Alberto Fernández se empodere. Es psicológico, patológico o como quieran llamarlo», se enfurece un interlocutor permanente del Presidente.
Hay un trecho largo entre la ruptura de las formas conocidas y la definitiva ruptura política. Una cosa es alborotar el gallinero y otra cosa es matar a las gallinas. La ruptura formal de la coalición gobernante provocaría en el acto una enorme debilidad del gobierno que arrastraría a todos sus integrantes, incluida la vicepresidenta. Cristina quiere que se hable de ella, y lo consigue, pero no quiere ser la autora de su propia necrológica política. Tal vez, ella sospechó que Alberto Fernández se estaba yendo y decidió irse primero. Irse, vale repetirlo, de las maneras preexistentes en ese complejo vínculo político. La ruptura total es improbable, además, porque los dos saben que los aguardaría la diáspora peronista a un año del primer examen electoral que deberá enfrentar el kirchnerismo en el poder. Perder las elecciones legislativas del año próximo es el peor fantasma de Cristina; ni ella, que está podando la Justicia a su gusto, puede asegurar que la impunidad de su familia se habrá consumado en apenas 12 meses más. Se equivocaría, en cambio, si creyera que los públicos desacuerdos intelectuales con la actual administración la salvarán de la rendición de cuentas. El debe y el haber la esperan a ella tanto como a Alberto Fernández.
El problema de Cristina es que se convirtió en la política menos capacitada para construir alianzas. También por eso no puede amenazar con rupturas serias. Ese es el único lugar en el que Alberto Fernández es más fuerte que ella. Viejo enhebrador de pactos y roscas, el Presidente conoce el peronismo real más que su vicepresidenta. Los gobernadores y la mayoría de los intendentes peronistas están dispuestos a seguir a Alberto si este se viera obligado a quebrar su alianza con Cristina. Saben que ella solo trabaja para el fanatismo propio. Esa improbable ruptura significaría en los hechos una fractura de los bloques peronistas del Congreso. Muchos legisladores responden a los gobernadores más que a Cristina.
Alberto Fernández puede construir también un puente con la oposición. Lo dijo otro albertista de la primera hora: «Cristina no puede hacer alianzas con nadie y a Alberto lo sostiene hasta Lilita Carrió». Es cierto. Carrió se puso del lado del Presidente porque cree que Cristina quiere tumbarlo. «Nosotros no somos golpistas», abundó luego Carrió. El mayor activo político de Alberto Fernández es que la alternativa a él es Cristina. Esa posibilidad espanta: peronistas clásicos y oposición correrían para ponerse al lado del Presidente. El regreso de Cristina es la única posibilidad imposible para ellos. No solo por sus ideas, como ella pregona, sino también porque está comprobadamente dispuesta a destrozar el sistema político.
Los riesgos de una ruptura formal no eliminan la posibilidad de que algún día exista. En el albertismo ese es un proyecto nunca descartado. Ningún albertista sabe con certeza, sin embargo, si tiene un presidente dispuesto a incursionar en tal aventura. Esa franja de la coalición peronista gobernante es crítica de Sergio Massa, el primero en diferenciarse de los bosquejos ideológicos de la vicepresidenta. No lo objetan por lo que dice, sino porque no respeta los tiempos del conjunto. «Se corta solo en lugar de ser parte de una estrategia», se enfurecen. Massa es Massa. ¿Por qué esperar de él una contribución a un proyecto colectivo si siempre se dedicó a cultivar su propia huerta? Las críticas a Massa son anécdotas. Importa, en cambio, la advertencia de que podría haber una estrategia más amplia del peronismo para aislar a Cristina. Ese es el dato que la expresidenta no puede ignorar, mucho menos con la incertidumbre judicial que la acosa.
El disimulo presidencial para ocultar la discordia no llegó a sus seguidores, que vieron en Máximo Kirchner al mayor exponente de la indiferencia y la ingratitud de su madre. Es la primera vez en años que el jefe del bloque oficialista decide no defender el proyecto de presupuesto, la ley más importante que el Congreso debe aprobar. Máximo se fue de la sesión en Diputados y desertó de su misión parlamentaria. «No se quedó ni siquiera para defender la enorme cantidad de dinero que el presupuesto prevé para organismos manejados por La Cámpora, como la Anses, el Pami y Aerolíneas Argentinas», enfatiza un peronista cercano al Presidente, que, como buen peronista, conoce con precisión quirúrgica dónde está el dinero.
Rupturas o lejanías no sirven para despejar la confusión de muchos peronistas. ¿Por qué los funcionarios demoraron tanto en aclarar que el Gobierno defiende la propiedad privada? ¿Desconfiaban, acaso, de que detrás de los que usurpaban estaba Cristina o el cristinismo? ¿Se dejaron llevar por las supuestas e indemostrables influencias de Juan Grabois? Ni Alberto ni Cristina estuvieron dispuestos a ponerle frenos a los librepensadores. Y hay muchos en la coalición peronista. Una abogada del Gobierno, Gabriela Carpinetti, se metió en el campo de los Etchevehere, no para defender a sus dueños, como indicaría la lógica del Estado, sino a los usurpadores. El Gobierno calló. ¿Temor a la censura ideológica de unos u otros? Quién lo sabe. El Gobierno y el Presidente ratificaron luego su respeto a la propiedad privada. Tarde y mal. Inoportuno, Alberto Fernández no se privó de coincidir en público con Grabois sobre el proyecto de este para darles tierras («del Estado», aclaró Alberto) a las personas más sumergidas en la pobreza y sacarlas de los centros excesivamente poblados. Ese proyecto es viejo y fue meneado en su momento por gobiernos civiles y militares. Todos chocaron con el mismo escollo: los pobres no se quieren ir de donde están. El mundo, además, es otro. ¿Por qué no pensar en planes intensivos de educación y formación para un mundo nuevo? De Grabois tomaron distancia luego la Conferencia Episcopal, el mayor órgano de conducción de la Iglesia; la Justicia y, a su manera, varios funcionarios. La influencia supuesta de Grabois se redujo a la insignificancia. Su proyecto revolucionario no tuvo en cuenta cierta información elemental: Cristina es una rica propietaria (estén sus propiedades a nombre de ella o de sus hijos) y Alberto es un abogado porteño que vivió en Puerto Madero hasta que se mudó a Olivos. No están formados para distribuir la propiedad de nadie.
La artimaña de Cristina de proponer la convocatoria a un acuerdo con los que ella detesta también le salió mal. Su proyecto consistía en pactar con sus adversarios y enemigos una política para salir de la economía bimonetaria. Puro patriotismo monetario. Es una esperanza vieja, no un programa político. La oposición le contestó que iría a cualquier convocatoria, pero para hablar primero de que el Gobierno (y, sobre todo, ella) debe respetar la Constitución. Respetar a la Justicia, más que nada. «Iremos con la Constitución en la mano», anunció Mauricio Macri. La economía o la Constitución. En efecto, Cristina tiene un problema, que encubre con su capacidad para apoderarse del escenario mediático. Es este: nadie puede entrar a su hermético refugio, pero tampoco ella puede salir de él.
Fuente: https://lanacion.com.ar/