Por Jorge Valdano.- Aquellos que arrugan el rostro pensando en el último Maradona, con dificultades para caminar, problemas para vocalizar, abrazando a Maduro y haciendo de su vida lo que le daba la gana, harán bien en abandonar esta despedida que abrazará al genio y absolverá al hombre. No van a encontrar un solo reproche porque el futbolista no tenía defectos y el hombre fue una víctima. ¿De quién? De mí o de usted, por ejemplo, que seguramente en algún momento lo elogiamos sin piedad.
Hay algo perverso en una vida que te cumple todos los sueños y Diego sufrió como nadie la generosidad de su destino. Fue el fatal recorrido desde su condición de humano al de mito, el que lo dividió en dos: por un lado, Diego; por el otro, Maradona. Fernando Signorini, su preparador físico, tipo sensible e inteligente y, posiblemente, el hombre que mejor le conoció, solía decir: «Con Diego iría al fin del mundo, pero con Maradona ni a la esquina». Diego era un producto más del humilde barrio en el que nació. A Maradona lo sobrepasó una fama temprana. Esa glorificación provocó una cadena de consecuencias, la peor de las cuales fue la inevitable tentación de escalar todos los días hasta la altura de su leyenda. En una personalidad adictiva como la suya, aquello fue mortal de necesidad.
Si el fútbol es universal, Maradona también lo es, porque Maradona y fútbol ya son sinónimos. Pero a la vez era inequívocamente argentino, lo que explica el poder sentimental que siempre ha tenido en nuestro país y que lo hizo impune. Un hombre que, por su condición de genio, dejó de tener límites desde la adolescencia y que, por su origen, creció con orgullo de clase. Por esa razón, y también por su fuerza representativa, con Maradona los pobres le ganaron a los ricos, de manera que las adhesiones incondicionales que tenía allá abajo fueron proporcionales a la desconfianza que le tenían los de arriba. Los ricos odian perder. Pero hasta sus peores enemigos tuvieron que sacarse el sombrero ante su descomunal talento futbolístico. No había más remedio.
Con poco más de 15 años empezó a concursar para dios del fútbol. Lo hizo, además, en un país que lo acogió como a un mesías sentimental, porque el fútbol, en Argentina, es un juego que solo llega a la mente después de pasar por el corazón. La fascinación por el arte barrial que Diego llevó a los estadios trascendió al hinchismo. No importaba la camiseta que llevara, era un genio, era argentino y eso resultaba suficiente para desatar el orgullo.
Domador de la pelota
Como es su obra lo que lo hizo grande, y no su vida, empecemos por ahí. Hay una primera imagen de Diego dominando la pelota en un escenario humilde, concentrado como un burócrata y feliz como un niño que arma y desarma la pelota, el juguete de su vida. Primero la zurda y luego la cabeza, no la dejan caer en lo que parece una amable discusión con esa pelota que aún se le rebela. Está a punto de escaparse, pero Diego no la deja, la somete, como si la estuviera domando más que dominando. Tiene poco más de diez años y ya apunta para virtuoso, aunque la pelota y Diego aún se estén conociendo.
El idilio del domador con la pelota creció con el tiempo hasta llegar a un punto en que ver a Diego manejarla era un espectáculo aparte. Cuando entrenaba, y solo para dar un ejemplo, la tiraba hasta el cielo con un efecto que solo él entendía y, mientras la pelota viajaba, Diego hacía ejercicios como si no se acordará de lo que había dejado colgado en el aire. Pero cuando la pelota, ya cayendo, llegaba a su altura, volvía a mirarla haciéndose el sorprendido, para devolvérsela al cielo con otro efecto y olvidarse de ella otro ratito. Sabía exactamente el momento y el lugar del reencuentro. Lo demás corría a cuenta de su precisión milimétrica. Su infinito repertorio acomplejaba.
Estábamos en Berlín esperando un partido con Argentina y Bilardo insistía en la necesidad de depurar la técnica y, como las obsesiones nunca se quedan cortas, repetía sin parar que un jugador argentino tenía que vivir con la pelota en los pies: «Mañana, tarde y noche, siempre con la pelota». Días repitiendo lo mismo. Así las cosas, a la hora de comer Diego salió de su habitación dominando una pelota, tomó un ascensor en el que siguió haciendo jueguitos, llegó al comedor, se sentó y la pelota seguía sin caerse mientras picoteaba el pan. Bilardo entró, lo vio y con una sonrisa de oreja a oreja se llenó de razón: «¿Ven? Por eso es Maradona». Este episodio que siempre evoqué con una sonrisa, hoy llega envuelto en una inevitable tristeza.
El virtuosismo que alcanzó con la pelota, y que todos admiramos, lo llevó luego a la concepción del juego hasta hacer de la perfección una costumbre. Con esa mirada periférica de lechuza, con la noble elegancia de un mago para engañar y la potencia de un cuatro por cuatro para escapar, con pases sin defectos para asociarse, con tiros letales y con una personalidad napoleónica para afrontar las grandes batallas…
En ningún lugar fue tan feliz como dentro de una cancha. Ahí tenía una cita con su amor, la pelota, pero también un dominio espectacular de la escena, como si no se sintiera parte de un equipo, sino único. Como un roquero enloqueciendo a la multitud, antes que un futbolista. La seguridad que tenía con la pelota y la superioridad abusiva de su juego, la fue incorporando a su mentalidad hasta que llegó el día fatídico en que el personaje supero a la persona. Era distinto, se sentía distinto y actuaba distinto.
Un solista
En algún momento de la anterior reflexión se me escaparon dos conceptos que, mal interpretados, son injuriosos y conviene aclarar. El primero, cuando dije que era más cantante que futbolista. La imagen la escribí para exaltar al solista, pero nunca para rebajar al futbolista. Fue y murió con alma de jugador de fútbol. La segunda aclaración es sobre su condición de «solista». Sobresalía del equipo con un brillo incomparable, pero no solo se sentía parte, sino que era muy generoso con los compañeros. La felicidad que sentía dentro de una cancha lo convertía en solidario, valiente, hábil hasta el exhibicionismo y competitivo como un hambriento. Por esa razón, estoy convencido de que, solo por haber pisado gloriosamente esos cien metros por setenta, la vida le mereció la pena.
Como este recuerdo se propone también llamar la atención sobre la exagerada vida de Diego, hay que llegar a Nápoles, donde en ocho años intensos como un siglo, su fútbol alcanzó alturas desconocidas para el club y gloriosas para él mismo, pero donde su vida descarriló. El goce y el dolor, la luz y la oscuridad, la cima más alta y el pozo más profundo. La salud, que era el fútbol; y la enfermedad que le contagió la vida. Nadie, que yo conozca, hizo una travesía tan larga y sinuosa.
En las dos puntas (la de la cancha y la de la vida) habitó un superhombre. En la cancha porque, rodeado de jugadores normales, fue más fuerte que los árbitros, que el poder del norte, que el súper Milan de Sacchi y que la pobre historia del Nápoles. Era él contra el mundo. Y ganaba él. En el Mundial 86, donde jugó en estado de gracia, su genialidad conoció el punto más alto el día que venció a Inglaterra. Como hizo Homero con su Ulises, conviene no hacer descripciones externas y reservar para Diego los mismos calificativos que para el héroe de la Odisea: «Sagaz», «mañoso», «certero», «de muchos trucos». El fútbol de Diego estaba hecho de belleza, de creatividad, de orgullo, de hombría y, aquella tarde frente a Inglaterra, de argentinidad al palo, con proporciones parecidas de viveza y habilidad. Diego marcó un gol estratosférico y otro tramposo. Aquí está el mejor ejemplo de esa frase que aplicamos en ocasiones menos oportunas que esta: estaba por encima del bien y del mal.
También en la vida habitó un superhombre porque, si bien Jesucristo resucitó al tercer día, cosa que no es sencilla, Maradona resucitó por lo menos tres veces, que tampoco es fácil. Era tan fuerte físicamente, como grande era su genio futbolístico. De hecho, todos sus excesos fueron un atentado contra el deporte y, sin embargo, no lograron empañar su descomunal talento, aunque en ocasiones jugara en condiciones alarmantes.
En la admiración y en la pena caben distintos tipos de emoción. Hoy hasta la pelota, el juguete más comunitario que existe, se sentirá más sola y llorará desconsolada a su dueño. Todos los que amamos el fútbol auténtico, lloramos con ella a Maradona. Y quienes lo conocimos, lloraremos aún más por aquel Diego que, en los últimos tiempos, casi había desaparecido bajo el peso de su leyenda y de su exagerada vida. Adiós, gran Capitán.
© EDICIONES EL PAIS, S.L. Fuente: https://www.lanacion.com.ar/. El autor integró la selección argentina campeona en el Mundial de 1986 en México.