Conocí a Néstor Kirchner a mediados de 2002. Quería ser candidato a presidente en las elecciones del año siguiente, pero él estaba seguro de que perdería esa batalla. El entonces presidente, Eduardo Duhalde, prefería como candidatos del peronismo a Carlos Reutemann o a José Manuel de la Sota, que venían de liderar decisivos distritos electorales. Lejos y desahuciado, Kirchner andaba entonces cerca de candidatos como Elisa Carrió, criticando duramente a Duhalde.
Lo cierto es que Reutemann no quiso la candidatura peronista y a De la Sota no le fue bien con las encuestas. Otros dirigentes peronistas no aceptaron los sondeos de Duhalde para ser candidatos presidenciales (Felipe Solá, por ejemplo) y el entonces presidente se quedó ante una opción demasiado feroz para su destino: o apoyaba a Kirchner o tendría que devolverle la Presidencia a Carlos Menem, su eterno enemigo, que también era candidato. Decidió apoyar a Kirchner. Kirchner se reacomodó, rápido, y calló de inmediato sus críticas a Duhalde.
La campaña electoral de 2003 la hicieron juntos. Duhalde le acercó a Kirchner sus propios funcionarios, la estructura del peronismo bonaerense y recursos que ya empezaban a ingresar generosamente al Estado nacional por el aumento del precio de las materias primas en los mercados internacionales.
No obstante, sobre el final de la campaña, los pronósticos no cerraban para Kirchner. Duhalde echó mano entonces a su mejor baraja en esos tiempos: le pidió a su ministro de Economía, Roberto Lavagna, que anunciara su continuidad al frente del equipo económico en un eventual gobierno de Kirchner. Lavagna lo hizo. Néstor Kirchner ganó después la presidencia con módicos votos.
Kirchner desplegó una campaña electoral prometiendo cosas que nunca cumplió. Una vez le pregunté qué haría con los dirigentes de la oposición si llegaba a la presidencia. «Mis reuniones con ellos serán tan habituales, tan comunes que ni figuraran en la tapa de los diarios», me respondió.
Nunca los recibió y, salvo excepciones, tampoco habló por teléfono con ninguno.
Durante la campaña, describió con crudeza y realismo los problemas del transporte público y prometió que negociaría con los empresarios un sistema mejor. El problema lo resolvió luego ?o creyó resolverlo? con un torrente de subsidios a los empresarios.
El transporte público es hoy mucho peor de lo que era cuando llegó Kirchner. Son dos ejemplos que sirven para describir la personalidad y la administración de Néstor Kirchner.
Duhalde, el protector concluyente de su candidatura presidencial, y Lavagna, el garante convincente de ella, fueron despedidos poco después de las cercanías del poder. Es imposible rastrear en la historia un caso parecido al de Kirchner, por lo menos en sus formas tan brutales de construir poder. Premios y castigos.
Con nadie, ni con sus leales ni con sus adversarios, probó nunca la seducción, el eterno arte de los políticos cabales.
Kirchner ha creado muchos mitos. ¿Era un infierno, como él dice, la Argentina que recibió en mayo de 2003? El país creció en ese año al ritmo del 8,2 por ciento anual. Ningún infierno es tan bondadoso. Suele señalar también que debió ser duro, gritón e intimidatorio porque su debilidad de origen (fue el presidente menos votado de la historia) lo colocaba como blanco predilecto de opositores, empresarios y medios periodísticos.
Sin embargo, todos ellos aspiraban a normalizar el destartalado sistema institucional tras la gran crisis de 2001 y 2002. Después se supo que sencillamente Kirchner no sabía ser de otro modo.
En los cuatro años y medio de su gobierno me reuní muchas veces con él. Siempre la iniciativa fue suya; nunca tuve sus teléfonos ni conozco el nombre de sus secretarios o edecanes. Algunos columnistas políticos estamos acostumbrados a hablar con los presidentes. Lo he hecho con todos los presidentes desde 1983. Necesitamos verlos, muy de vez en cuando, para tener una idea lo más cercana posible de sus ideas, de sus reacciones y hasta de sus pasiones.
En la intimidad, Kirchner no desentonaba con los otros presidentes democráticos que había conocido. En el sosiego de un despacho oficial, era muy distinto de ese hombre incendiario y belicoso que aparecía en las tribunas.
Pero era distinto en una cosa. Los otros presidentes contestaban con la verdad o la escondían, pero no la desfiguraban.
Al final, llegué a la conclusión de que Kirchner le habla al oído del que lo escucha. Esto es: decía, y dice, exactamente lo que el interlocutor quiere escuchar o él cree que quiere escuchar. Después, hacía y hace todo lo contrario. Esta fue, por lo menos, mi experiencia.
Mi relación con él, siempre profesional, fue cambiante y contradictoria. Kirchner es uno de esos hombres (y he conocido pocos de esa naturaleza en el ejercicio del periodismo) que es capaz de ofender y luego seguir buscando la conversación como si nada hubiera pasado. El momento más tenso fue cuando me atribuyó públicamente una nota del diario Clarín en los años 70, de supuesta condescendencia con la dictadura militar, que no existe en ninguna hemeroteca. De hecho, yo empecé a escribir las columnas dominicales de Clarín a principio de los años 80. En definitiva, nunca había escrito esa nota y así lo afirmé categóricamente en un duro artículo en el diario La Nacion, en el que señalaba que Kirchner carecía de la sensibilidad necesaria para distinguir entre un gobierno democrático de origen, y el suyo lo era, y un gobierno democrático de ejercicio, condición que estaba perdiendo rápidamente.
Más sorprendente que todo eso fue su reacción cuando comprobó que su propia imputación era falsa. Me invitó a tomar un café en la Casa de Gobierno. No bien me vio me lanzó la siguiente frase: «Me rectifico, pero usted quiere que otro presidente esté en este despacho». Corría el año 2006 y las elecciones presidenciales se realizarían en 2007. «Me está hablando de un problema del próximo año», le respondí, esperando el momento de una disculpa. Nunca hubo disculpas.
Esa anécdota sirve para entrar de lleno en la extraña relación de Kirchner con los medios de comunicación. Ningún otro presidente de la nueva democracia argentina les ha dado tanta importancia a los medios como el ahora ex presidente. Está siempre pendiente de cada línea que escriben los periodistas o de cada voz que emite la radio y la televisión. Un empinado kirchnerista le preguntó una vez a Duhalde qué consejos le daría él a Kirchner. La respuesta de Duhalde pegó en el corazón del modelo de los Kirchner: «Que dejen de leer los diarios y que se dediquen a gobernar», les mandó decir.
La obsesión por los medios y los periodistas es perfectamente compartida por su esposa. Esa obsesión es conspirativa también. Ambos consideran a los periodistas meros escribas al servicio de empresas que siempre defienden intereses inconfesables.
Aun cuando suelen rescatar la coherencia del diario La Nacion, también en este caso están seguros de que sus periodistas escriben según la orden que diariamente reciben de sus directivos. Es una visión provinciana e irreal. Esa mirada es consecuencia también de otra cosa: durante muchos años no hubo para los Kirchner otra supuesta oposición que no fuera el examen crítico del periodismo.
Luego, ya recientemente, le sobrevino la derrota. No la supo administrar, porque francamente nunca había gobernado en la adversidad. Se encerró en un círculo de incondicionales, donde las malas noticias no llegan hasta que estallan, desordenadas e irremediables, en el espacio público.
Ni siquiera supo aprovechar el mejor momento internacional de la economía argentina desde la Segunda Guerra. Postergó decisiones económicas fundamentales en homenaje a las mediciones de opinión pública, pero esas postergaciones le significaron con el tiempo un catastrófico derrumbe en tales encuestas.
Por obra de una extraña casualidad, estuve por última vez con Kirchner el día que se fue del despacho presidencial, horas antes de que ingresara a él su esposa. Yo tenía una cita con un funcionario en la Casa de Gobierno a la misma hora en que el todavía presidente se despedía de sus oficinas y del personal.
Me topé con él. Nos saludamos cordialmente. «Nos seguimos viendo», le propuse yo. «Sí, pero dentro de siete u ocho meses. Debo desaparecer de todos lados para permitirle a Cristina que se instale cómodamente como presidenta», me respondió.
Una semana después estaba, en medio de un espectacular operativo, en la selva colombiana con Hugo Chávez y Oliver Stone para garantizar la liberación de un niño secuestrado por las FARC que no estaba secuestrado.
Ese papelón internacional marcó el inició de un permanente protagonismo público del ex presidente, que convirtió a su esposa en una presidenta débil.
La relación entre el presidente y el periodista terminó como empezó: con palabras escritas en el agua, con aseveraciones y promesas que el jefe del Estado nunca cumplió.
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 30 de agosto de 2008.