Por Pablo Sirvén.- La revolución -no los regímenes que se anquilosan décadas en el poder- tiene mucho de literatura y de romanticismo.
Por eso no resulta extraño que a lo largo de la historia algunos intelectuales se hayan sentido impulsados a la acción, más allá de la pluma, como protagonistas de cambios trascendentales en sus países. Uno de esos casos ha sido el de Sergio Ramírez, abogado, periodista y, por sobre todas las cosas, escritor nicaragüense, quien integró la junta de gobierno, tras ser derribada la dictadura de Anastasio Somoza, que tiranizó a su país, y luego acompañó a Daniel Ortega como vicepresidente.
«Las revoluciones dejan siempre una gran resaca. Tras la ola triunfante idealista, en la playa quedan los cadáveres y los náufragos», describe con cierta desesperanza. Entonces, ¿qué le interesaba a Ramírez de la revolución? «El fenómeno que me transformó a mí mismo -responde-, fue una experiencia muy profunda, un hecho trascendental.»
¿Cómo se vuelve al llano después de haber participado tan protagónicamente de una revolución? «Mi gran tarea -contesta- era preservar mis creencias, mis propios valores y en lo que sigo creyendo.»
Que el sandinismo haya malogrado la democracia que había recuperado, lo deprime y lo angustia un poco. «Será que la historia es cíclica y repetitiva», se consuela.
Ramírez se apartó luego de los sandinistas cuando, tras entregar el poder a Violeta Chamorro, volvieron, pero para quedarse.
El autor del reciente libro de cuentos Flores oscuras está convencido de que la obsesión de ciertos gobernantes latinoamericanos por perpetuarse en el poder es uno de los riesgos más graves que amenazan a la democracia de esta parte del continente.
Y coincide con el economista Albert Hirschman, fallecido en diciembre, sobre que la democracia no debe sostenerse con buena salud sólo en la prosperidad. «Debe sobrevivir -señala- aún en situación de pobreza o de crisis, como es el reto hoy mismo en Europa, en países como Grecia, Chipre, España y Portugal.»
En un artículo reciente, Ramírez sostuvo que «América latina, a pesar de que crece económicamente en estos últimos años, no termina de resolver el asunto de la institucionalidad democrática, y eso es ya en sí mismo una crisis».
Considera que en nuestros países «quizás no podemos hablar de una identidad política, pero sí de una identidad cultural que está muy determinada por una lengua común que va desde el Río de la Plata hasta el Caribe y del Pacífico a España», cosa que no sucede con las literaturas europeas, separadas por la barrera de varios idiomas e idiosincrasias distintas. En cambio, el «realismo mágico latinoamericano» no sólo perdura en las páginas más memorables de sus escritores, sino también en sus inefables gobernantes, que muchas veces superan a las ficciones más inspiradas.
-¿Por qué somos mejores en lo cultural, en lo científico y en lo deportivo, en tanto que en lo político vivimos de sobresalto en sobresalto?
-Es un asunto del progreso de las instituciones. Desde el siglo XIX, al momento de la independencia, se fijaron unas metas muy ambiciosas en cuanto a esquema democrático. Todo lo escrito en las constituciones, en cuanto al poder de las instituciones, nunca pudo ser realizado por la tentación del poder central, único y continuo, que arruinó esos planes, porque siempre ha pesado mucho el caudillismo. Se trata de un fenómeno curioso y rural, que penetra en la cultura urbana, con adhesión generación tras generación, y al que se le atribuyen hasta condiciones mágicas y sobrehumanas.
-¿Cómo es posible que perdure ese fenómeno en sociedades tan cosmopolitas e ilustradas?
-Es uno de los grandes misterios de América latina. Gobiernos estrafalarios, como el de López Rega e Isabelita y después el gobierno militar, eso se parece más a Centroamérica. Fujimori, en Perú, fue muy de república bananera.
-¿Por qué se naturalizó tanto en América Central lo de gobiernos «bananeros»?
-Pero ha ido evolucionado de distintas maneras. Hay una sociedad que sigue siendo feudal como Guatemala, con una población indígena mayoritaria, pero con divisiones profundas a raíz del juicio al general José Ríos Montt [N. de la R.: ex dictador guatemalteco], con grupos de derechos humanos que presionan por el juicio al genocida y otra parte, conservadora, que niega que alguna vez haya habido genocidio alguno. Más allá de las elecciones, siguen esas divisiones y hay violencias atroces. Pero en otras partes se han ganado equilibrios. El Salvador logró establecerlo entre la antigua fuerza insurgente y el grupo conservador que combatió a la guerrilla. No sólo consiguieron sentarse en el Parlamento, sino que es tolerable un gobierno del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, siempre que ponga todo en el juego electoral y pueda volver a la oposición, porque si ese marco se violentara volvería todo para atrás. Es decir: la alternancia es muy importante.
– El tema de las alternancias complicadas y de las perpetuidades recurrentes parece ser leit- motiv en todas las Américas.
-En Nicaragua la alternancia se eliminó porque Ortega se sigue reeligiendo indefinidamente después de que su Corte Suprema dictaminó que la Constitución es inconstitucional porque prohíbe la reelección. Costa Rica, en cambio, conserva su juego democrático y hay un gran espacio crítico hacia la Presidenta. Pero quizá la marca más relevante en América Central es la tentación de regresar al autoritarismo y, por otro lado, hay que tener mucho cuidado con la violencia, las pandillas y el narcotráfico en Honduras.
– A propósito de la muerte del ex dictador Videla, el periodista Jorge Lanata se preguntaba, en una nota, cuánto de él todavía tendremos internalizado. ¿Y cuánto de Somoza perdura en Nicaragua?
-Hay sociedades marcadas por ese signo autoritario, una lucha constante entre el doctor Jekyll y Mister Hyde que llevamos dentro. Siempre estamos a punto de transformarnos y al tomar la poción, volvernos ese monstruo autoritario que es capaz de resolverlo todo frente a la anarquía. Ante las crisis y el desorden siempre se está reclamando a esa divinidad que venga a arreglarlo todo.
-Usted que vivió tan de adentro el proceso sandinista, ¿dónde estuvo la falla?
-La falla de origen está en pensar que una revolución es eterna. Se hablaba de la distancia entre democracia burguesa y democracia proletaria. La burguesa, decían, era falsa, por lo tanto la verdadera era la democracia popular. Eso desprestigió a la izquierda y éste fue el modelo que adoptó Nicaragua. Creo que la gente que se quedó en el Frente Sandinista no aprendió bien la lección y volvió a la tentación autoritaria. La idea de que están para llevar adelante un proyecto que va a redimir a toda la sociedad es parte del síndrome autoritario.
-¿Por qué insisten en quedarse? ¿Es porque disfrutan de las mieles del poder o porque han incurrido en algún tipo de corrupción que les hace inviable volver al llano sin protección alguna?
-Es el idealismo del grupo iluminado que se cree único para llevar adelante los cambios. Hablan continuamente de la revolución, aunque la revolución no signifique mucho cuando se habla en representación de todo el pueblo. Me llamó mucho la atención que Nicolás Maduro, tras ganar las elecciones raspando en Venezuela, si es que verdaderamente las ganó, y frente a un país dividido, siga machacando a la oposición. Cuando un país se divide no es entre pobres y ricos, se rasga de arriba abajo y todas las clases sociales quedan de los dos lados. Un estadista, en esas circunstancias, lo que debe hacer es llamar a la concordia a todo el mundo. Lo contrario es un eco del viejo yo absoluto ideológico: tengo la verdad y la impongo sobre todos.
-Cuando mira para atrás, ¿a cuál prefiere, al periodista, al abogado, al escritor o al revolucionario?
-Fundamentalmente, al escritor. Si la propuesta hubiese sido dejar la escritura para ir a trabajar a un partido político no me hubiese interesado. La revolución es otra cosa y el poder es una consecuencia de la revolución. El poder está allí de pronto y hay que ejercerlo. Ahora veo la política en otro sentido, no como participante, sino como alguien que ve y opina. No me puedo callar.
– Jose Martí es el prototipo del poeta que no renuncia a ser, al mismo tiempo, revolucionario. ¿Hay algo romántico y literario en las revoluciones?
-Yo creo que sí. El momento más dramático en Martí es cuando se sube al caballo porque, si no lo hace, no será el verdadero líder y otros con vocación militar le disputarán su liderazgo. Los intelectuales siempre han sido despreciados por los caudillos a lo largo de la historia de América latina.
-Es que el intelectual, si lo es realmente, propone demasiadas dudas y resulta incómodo para el líder que no puede darse el lujo de dudar.
-El intelectual que se quiere transformar en caudillo fracasa, como es el ejemplo de Martí. Rómulo Gallegos fue presidente en Venezuela, popular por haber escrito Doña Bárbara, y Juan Bosch, cuentista de primera, llegó a la presidencia de la República Dominicana en un momento álgido, tras el derrocamiento de Trujillo. Los dos duraron en el poder nada más que unos pocos meses y fueron derrotados por los militares que siempre están ahí agazapados.
-Hay casos en que se fusiona lo intelectual y lo militar, como en Sarmiento y en Mitre.
-Claro, pero ésos eran próceres del siglo XIX que encarnaban ese ideal de cambio en momentos en que era imposible separar la figura del caudillo independentista del prócer. La condición de periodista, escritor, militar, político y jurista, todo estaba junto en una sola persona.
-En uno de sus últimos artículos, usted habla de «autocracia selecta» y de que la prosperidad sin una democracia genuina es un desafío peligroso. ¿Será que cuando los bolsillos están llenos las instituciones no importan tanto?
-En efecto, a la gente no le importa tanto defender la democracia si el gobierno trae prosperidad económica. Es una idea bien peligrosa porque es destructiva. Tampoco se resuelve eligiendo a un rico con la idea de que no necesitará robar. Es un consuelo triste de los electores que generalmente no se cumple porque el que tiene, quiere más.
-¿Por qué el poder se ha convertido en un lugar de latrocinios tan evidentes?
-Es la tesis del dinero fácil, que ahora tiene mucho auge. El narcotráfico ha ayudado mucho a introducir ese concepto. Antes una familia tradicional necesitaba generaciones para consolidar una fortuna. Hoy esa fortuna aparece de la noche a la mañana.
-Es más que eso: hay una opulencia exhibicionista que ya no se conforma sólo con mostrar la casa y el auto.
-Enseñar el dinero es un síndrome del nuevo rico, que quiere que se vea. El dinero que no cuesta ganar suele tirarse más fácilmente en opulencia. Los nuevos ricos enseñan dinero con mal gusto. En el caso de los narcotraficantes llegan al exceso de llenarse de joyas ellos mismos.
-«Adán y Eva», el elocuente título que usted eligió para abrir la serie de cuentos que reúne en su último libro, Flores oscuras, narra el diálogo entre un juez, que busca justificaciones para aceptar una coima, y su conciencia. ¿Qué lo llevó a escribirlo?
-En Nicaragua, un juez debe ganar unos 500 dólares al mes. De pronto llega un abogado y le pone sobre el escritorio un sobre con 50.000 dólares, que para ellos no es nada, y lo deja allí sin ninguna prueba ni rastro. El poder del dinero es infinito.
-¿Está al tanto de la situación de tensión entre la prensa y el poder en la Argentina?
-Leo el debate sobre Papel Prensa y veo que hay una actitud de tratar al adversario como enemigo a desaparecer. Esa intolerancia marca una característica muy importante de lo que se quiere como sistema político. Para mí la esencia verdadera de la democracia es elegir, por supuesto, pero también consiste en respetar las opiniones ajenas.
-¿Cuáles son sus móviles ante una hoja en blanco?
-Decir algo que a mí me pueda comunicar con la gente. Al fin y al cabo uno no escribe para sí mismo. Busco que le interese al lector lo que yo pueda decirle y eso ocurre frente a la página en blanco literaria, pero también cuando tengo que escribir un artículo de prensa.
-En ese proceso de la creación, ¿se le han revelado cosas a usted mismo?
-Claro que sí. Es parte del proceso, en la medida en que la composición va encontrando ángulos de autoconfesión y de descubrimientos.
-A veces la ficción es otro camino para llegar a la verdad, ¿no?
-Es más atractivo lo que separa al discurso de la narración. Hay que buscar ángulos distintos porque las historias son siempre las mismas: el amor, la locura, el odio, el poder. Eso está en la literatura desde hace diez mil años.
-¿Qué apareció primero en usted, el periodismo o la literatura?
-La literatura. El periodismo cultural se dio en los años 70 cuando viví en Alemania. Veía tantas cosas nuevas en teatro y música que comencé a escribir una columna sobre pintura, la cultura pop y los conciertos, a manera de crónicas. También hice trabajos de campo en Somalía y pasé una semana en Haití con un fotógrafo, un año antes del terremoto, para escribir una serie sobre sanidad y pobreza y me metí en los barrios más pobres para hablar con la gente. Es que ver algo y querer que otro lo vea a través de uno, el compartir y conectarse con otro también es parte de la naturaleza del periodismo y la necesidad de la comunicación literaria.
-Si Nicaragua pasase de vuelta por otro período excepcional que requiriese de sus servicios, ¿qué haría?
-En primer lugar, creo que mi época ya pasó. Tengo 70 años y un hombre de mi edad que crea que puede componer las cosas de un país está errado. En Nicaragua, el 70% de la población tiene menos de 30 años. Me gustaría contribuir a que los jóvenes se hagan cargo del país.
Fuente: suplemento Enfoques, diario La Nación, Buenos Aires, 2 de junio de 2013.