A cinco años de la crisis de 2001: al borde del abismo

Con la caída de De la Rúa, la Argentina estuvo tan cerca de la disolución que se llegó a temer una guerra civil. La desconfianza hacia una clase política cada vez más alejada de la ciudadanía tuvieron un dramático desenlace.Por Joaquín Morales Solá

Quizá la Argentina moderna nunca estuvo tan cerca de una guerra civil como en la Navidad de hace cinco años. Con argumentos de menos peso, o en situaciones menos traumáticas, hubo en otros países, a lo largo del siglo XX, crueles enfrentamientos civiles y cambios bruscos de regímenes políticos. Monarquías que se convirtieron en repúblicas o repúblicas que se transformaron en dictaduras; también existieron monarquías que cayeron y fueron reemplazadas por dictaduras o dictaduras que dejaron paso a repúblicas.

El lema que hizo famosa la revuelta argentina de la Navidad de 2001 fue el «que se vayan todos». La consigna tenía una dosis de arbitrariedad, porque incluía en la expulsión a justos y a pecadores, y una porción no menor de candidez, porque el cumplimento acabado del eslogan hubiera significado la dramática acefalía del Estado. En rigor, la célebre frase conllevaba también una resina de autoritarismo. Si, obedientes, se hubiesen ido entonces todos los exponentes de la democracia, ¿no se hubiera impuesto, acaso, un nuevo orden militar? ¿Qué cosa si no un sistema autoritario se hubiera hecho cargo de la absoluta vacancia del poder?

Es imposible, desde ya, reclamarle a la sociedad una reflexión previa sobre sus desatinos cuando debe moverse en situaciones tan desastrosas como aquellas. La economía del país estaba desde hacía casi cuatro años, desde julio de 1998 más precisamente, en recesión. El alto endeudamiento del Estado hacía imposible un manejo sensato y ordenado de las cuentas públicas, dependientes siempre de nuevos créditos. Los índices de desempleo, pobreza e indigencia no hicieron más que trepar en esos años. Las corrientes de la economía internacional que luego hicieron crecer a la Argentina (tasas de interés bajas y altos precios de las materias primas) no existían en aquel momento. El golpe de gracia lo dio, sin embargo, la decisión del gobierno de Fernando de la Rúa, puesta en práctica el lunes 3 de diciembre de 2001, de impedir el acceso libre de los argentinos a sus depósitos bancarios. Fue la instauración del memorable «corralito», que precedió al «corralón», aplicado meses más tarde por el gobierno de Eduardo Duhalde y que fue, en los hechos, una manera aún más severa todavía de negar el acceso de los dueños a la propiedad del dinero depositado en los bancos.

Comenzó, así, una confiscación del ahorro privado que no se terminó de resolver hasta ahora, cuando la Corte Suprema de Justicia no se expidió aún sobre la constitucionalidad de la pesificación. Con todo, sería una simplificación política encerrar el colapso argentino en explicaciones puramente económicas, aunque ellas hayan sido, como lo fueron siempre en la historia, el detonante de la sublevación social que echó a un presidente de la Nación a golpes de cacerolazos, turbulencias y muertes.

Antes de la eclosión económica no había quedado ninguna institución en pie. ¿Qué crédito podía tener el Poder Legislativo si sólo un mes antes había sancionado, con toda la pompa y la circunstancia posibles, una ley que declaraba intangibles los depósitos manoseados pocas semanas más tarde? A su vez, De la Rúa era un presidente débil, que en los meses finales de su gestión pareció llevado por el torbellino de decisiones y contradicciones de su impetuoso ministro de Economía, Domingo Cavallo.

El propio presidente estaba en un complicado brete. Acusado desde hacía más de un año de haber pagado sobornos en el Senado para que le aprobaran la ley de reforma laboral, la institución presidencial (y el Parlamento, desde ya) habían caído en la impopularidad y la degradación. Dos meses antes, en octubre, De la Rúa había perdido además las elecciones legislativas nacionales del segundo año de su mandato. No fueron elecciones brillantes para nadie, pero el peronismo se había impuesto en todos los distritos importantes del país, sobre todo en la provincia de Buenos Aires.

El peronismo comenzó en el acto un ejercicio constante para socavar la estabilidad del presidente endeble. Mucho antes, se había roto la coalición política que lo llevó a De la Rúa al poder. La ruptura tuvo lugar cuando renunció el vicepresidente Carlos «Chacho» Alvarez, jefe del principal partido aliado al radicalismo, el Frepaso; Alvarez estaba convencido de que habían existido aquellos sobornos del Ejecutivo al Senado. La salida de Alvarez del gobierno, que inauguró la presidencia famélica de De la Rúa, fue celebrada, no obstante, por muchos sectores del radicalismo.

El propio radicalismo, partido en el que De la Rúa militó desde su adolescencia, estaba en manos de su eterno rival ideológico, el ex presidente Raúl Alfonsín. Es ciertamente falsa la historia de que Alfonsín contribuyó al deterioro de la gestión delarruista. Pero es veraz que muchos sectores del partido gobernante, sobre todo los provenientes de la provincia de Buenos Aires, se oponían a las líneas esenciales de la administración de De la Rúa, fundamentalmente la económica, que corporizaba Cavallo, y a la política exterior, dirigida a conservar una buena relación con Washington.

En medio de esa fragmentación del oficialismo, el peronismo encontró, tras las elecciones victoriosas de octubre de 2001, el postigo para retomar el poder perdido dos años antes, en 1999. Un peronista, Ramón Puerta, se aupó sobre la presidencia provisional del Senado (virtual vicepresidencia de la Nación desde la renuncia de Alvarez), mientras Duhalde se convertía en senador nacional y la provincia de Buenos Aires, en poder de los barones del conurbano, comenzaba a dar muestras de impaciencia.

Tres gestiones de último momento fracasaron. Una la encabezó el entonces jefe de Gabinete, Chrystian Colombo, que intentó crear un gobierno de cohabitación con el peronismo, encumbrando a Duhalde en la jefatura de Gabinete. Era la toma de conciencia de que había cambiado la relación de fuerzas en el Parlamento y significaba, también, el uso novedoso de la Constitución reformada en 1994. Duhalde estuvo de acuerdo con los primeros escarceos de Colombo.

Pero De la Rúa se negó a seguir adelante con el proyecto. No lo hizo por capricho ni por desconocimiento de la realidad; simplemente no coincidía con el programa de Duhalde de ordenar una inmediata devaluación del peso. La devaluación era la solución que Duhalde imaginaba desde los tiempos de Carlos Menem, y esa idea fue parte, incluso, de la derrota que lo abatió en las elecciones presidenciales de 1999. El problema insoluble para De la Rúa era que él debía firmar, por razones constitucionales, el decreto que devaluaría el peso. De la Rúa presentía que la economía podía convertirse en una ruina parecida a la que le tocó a Alfonsín en 1989.

Otra gestión estuvo a cargo de la Iglesia, que meses antes abrió lo que se llamó el Diálogo Argentino, un interesante ensayo para promover la convivencia y la conversación entre sectores políticos y sociales distintos. La Iglesia se había inspirado en una idea del entonces delegado de las Naciones Unidas en la Argentina, Carmelo Angulo Barturen, quien actualmente está concluyendo su gestión como embajador de España en Buenos Aires. El intento resultó fallido por un puñado de horas. Una reunión de todos los sectores políticos y sociales se concretó apenas horas antes de que estallaran la protesta y los disturbios.

Una tercera gestión fue hecha también por Colombo y consistió en establecer una tregua política entre peronistas y radicales, con la participación de los sindicatos y de los empresarios. Los garantes de la tregua ya estaban elegidos y ellos habían dado su acuerdo: eran Felipe González, ex jefe del gobierno español, y Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay.

Las gestiones para darle un asueto a la crisis estaban prácticamente concluidas cuando el ritmo del conflicto se hizo vertiginoso. Los asaltos a los supermercados en la provincia de Buenos Aires, que serán siempre de extracción dudosa, abrieron la protesta masiva y espontánea de la clase media de la Capital. Los cacerolazos de los porteños significaron un mensaje definitivo para el Presidente: éste se había quedado sin su base electoral, sin la sociedad que lo había votado, para distintos cargos, durante 30 años.

De la Rúa estaba terminado, pero apeló como último recurso al estado de sitio. Fue la gota que rebasó el océano. Firmó la renuncia al día siguiente, cuando se enteró de que entre el 19 y el 20 diciembre habían muerto más de 30 personas en todo el país, la mayoría como consecuencia de la reacción de pequeños comerciantes que resistieron los asaltos de muchedumbres que reclamaban comida, aunque también se llevaban zapatillas y televisores. A Sanguinetti lo ayudó la geografía y pudo quedarse en Uruguay. Felipe González estaba en pleno vuelo transoceánico mientras sucedía la sublevación en la Argentina. Por eso, De la Rúa le concedió a él la única audiencia que dio entre la firma de la renuncia y la aceptación de ésta por parte del Congreso.

Se sabe que Felipe González se manifestó luego muy contrario a la renuncia de De la Rúa o, al menos, a sus formas. «Debió renunciar ante el Parlamento y no ante las cacerolas», habría dicho el líder español.

Cinco años después, ¿qué consecuencias tuvo aquel arbitrario «que se vayan todos»? Si la respuesta se limitara a las personas, podría decirse que se fueron varios de los que estaban entonces en la primera línea de la política (Menem, Duhalde, De la Rúa y Alfonsín, por ejemplo). Pero sería una respuesta módica y, hasta cierto punto, ingenua. Las personas son lo que son porque, por lo general, expresan a un sistema. El sistema no ha cambiado nada.

De algún modo, el antiguo sistema político tuvo la suerte de que llegara Néstor Kirchner, un político aparentemente nuevo y discursivamente renovador. No es un político nuevo y ha renovado muy poco -o casi nada- los métodos de la vieja política. Tuvo, sí, la habilidad de pescar en el aire la sensación colectiva y de decir lo que la sociedad quería escuchar. Según el filósofo Enrique Valiente Noailles, la impronta un tanto soberbia y autosuficiente del Presidente le permitió a la sociedad argentina, humillada y postrada en aquellos años, reencontrarse con su propia estima.

Son, al fin y al cabo, imágenes creadas por un constante creador de imágenes. Kirchner es fundamentalmente eso. Las instituciones siguen en medio de la misma crisis que ya tenían. Tal vez el único hecho concreto y palpable de renovación fue el de la Corte Suprema de Justicia, pero como resultado -es cierto- de una intento de la vieja Corte de desestabilizar la política económica de Kirchner, continuidad de la que había implantado Duhalde, devaluación incluida. En verdad, fue Duhalde el que renovó la política económica, por lo menos, y le dio un giro copernicano con respecto de la que rigió hasta la gran crisis.

Sin embargo, los niveles intermedios de la justicia han quedado en manos, otra vez, del poder político, sobre todo luego de la reforma del Consejo de la Magistratura. Esa reforma le permite al Poder Ejecutivo controlar que se alcancen -o no- los dos tercios del Consejo, la mayoría que se necesita para designar o remover a los jueces. Los jueces saben ahora dónde mirar para conservar el puesto, para ascender o para no ser echados del cargo.

El Poder Legislativo no está ahora sospechado de sobornos, en público al menos, pero está más paralizado que nunca. Hasta los proyectos de ley que trataron cuestiones constitucionales (como la reforma del Consejo de la Magistratura o la reglamentación de los decretos de necesidad y urgencia) regresaron al Poder Ejecutivo sin una sola modificación significativa en su contenido. La extrema disciplina del Parlamento es un hecho novedoso en la nueva democracia argentina, y eso expresa, a la vez, que Kirchner es también el presidente con más poder real desde 1983.

La gran crisis derrumbó al viejo sistema de partidos políticos, que incluyó durante sesenta años al peronismo y al radicalismo. El radicalismo es una sombra de lo que fue, quebrada además por tres franjas distintas: una cercana a Kirchner, otra a Roberto Lavagna y una tercera que defiende la autonomía partidaria. El peronismo no está mejor. Desde hace tres años está intervenido por un señor Ruíz, designado por la jueza María Servini de Cubría, y el Presidente nunca habla del Partido Justicialista.

¿El hecho de que el justicialismo esté en vías de extinción significa que se renovó el peronismo? No. Los eternos barones del conurbano (Manuel Quindimil, Hugo Curto, Mario Ishi, entre muchos más) sólo han cambiado el cartel de sus unidades básicas y el motivo de sus pasajeros afectos. Ahora el cartel habla de un inexplicable Frente para la Victoria, la creación partidaria de Kirchner, y la adhesión está dirigida al que tiene el poder y los recursos del Estado; es decir, al Presidente. Es el peronismo en estado puro. Kirchner los recibe, los abraza y hasta los besa en público.

Pocas semanas después de asumir el gobierno de Kirchner, el ministro del Interior, Aníbal Fernández, convocó a periodistas y a ONG para anunciar, con la suntuosidad que caracterizan sus palabras y sus actos, que la administración había seleccionado tres métodos de voto electrónico y que estaba dispuesta a ponerlos en marcha cuanto antes. Mostró los tres sistemas como un experto consumado. Debut y despedida. Nunca más se volvió a hablar del voto electrónico.

Nunca más nadie en el oficialismo meneó la reforma política. Viejos laderos de Duhalde se convirtieron en el acto en lugartenientes fanáticos de Kirchner. Según el politicólogo Sergio Berensztein, el viejo eslogan de «que se vayan todos» sólo sirvió para que se fueran los empresarios nacionales: se fueron casi todos, empujados por el temor y por el dramatismo de la crisis económica más que por la voluntad personal de ellos.

Los sindicalistas, en cambio, ya sean gordos o flacos, han demostrado ser la cepa política más hábil de la Argentina: no se ha ido ninguno y se quedaron todos, algunos bajo el manto falsamente reformador del líder de los camioneros, Hugo Moyano. Políticos y sindicalistas -o la inmensa mayoría de ellos- han encontrado la forma de esconderse entre los pliegues del kirchnerismo. Maquillaje mediante, han logrado la supervivencia que parecía imposible hace sólo cinco años. El Presidente pudo hacer más por los cambios políticos, e hizo menos.

El vuelco dramático de las variables económicas a partir de 2002 (dólar alto y frondas de vientos a favor de las cosas argentinas en el mundo), que le dio al país los cuatro años más largos de alto crecimiento en el último siglo, permitieron ocultar que la vida pública no ha cambiado mucho. En resumen, una estirpe política condenada al ocaso, hace sólo cinco años, logró perdurar más allá de lo que el destino le había deparado.

Por Joaquín Morales Solá

Fuente: suplemento Enfoques, diario La Nación, 17 de diciembre de 2006.

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