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A 30 años del golpe militar: tiempos violentos, el fracaso de la política

Acosado por la violencia guerrillera, el tenebroso accionar de la Triple A y la implacable presión militar, el gobierno sin rumbo de Isabel Martínez de Perón cayó finalmente el 24 de marzo de 1976.Por Joaquín Morales Solá

Hace treinta años, la historia tropezó con una tormenta perfecta. Un gobierno civil, elegido legítimamente, oscilaba entre la ineptitud y la parálisis. Grupos insurgentes se habían levantado en armas contra ese gobierno al que, bien o mal, debía reconocérsele su origen democrático. Las Fuerzas Armadas, que todavía tenían el porte de un partido militar, habían descerrajado la ambición de tomar el poder. Una clara mayoría social -y política- reclamaba, a su vez, una recuperación del orden a cualquier precio. Empezaba, así, una de las noches más largas y oscuras de la historia argentina, que dejaría miles de muertos y que instalaría el método aberrante del secuestro, la tortura y la desaparición de los opositores, verdaderos o inciertos.
La historia no es arbitraria ni sorpresiva; su trama va construyendo, a veces de manera imperceptible, los trazos del futuro. Néstor Kirchner suele decir, si bien nunca en público, que la curva maliciosa de aquel proceso histórico se produjo con la decisión irrenunciable de Juan Domingo Perón, ya anciano y enfermo, de recuperar personalmente el poder en 1973 y, encima, de nombrar como su sucesora a su propia esposa, María Estela Martínez. Su análisis puede estar teñido por cierta ideología, pero no deja de acercarse demasiado a la verdad. El viejo general, doblegado por el tiempo y la mala salud, y su esposa, seriamente limitada en su capacidad intelectual y política, terminaron haciendo un aporte importante al fracaso posterior.
Los grupos insurgentes, fundamentalmente Montoneros y el ERP, no le dieron tregua al gobierno democrático de 1973. Secuestros, asesinatos, intentos de copamientos de pueblos, comisarías y regimientos militares acompañaban a un deshilachado proceso político. A fines de 1975, ambas asociaciones guerrilleras habían pasado a la clandestinidad, luego de una breve tregua. Esto es: habían decidido combatir al gobierno constitucional con las mismas armas que habían usado, desde 1969, contra un gobierno militar.
Fue el gobierno de la señora de Perón (aunque muchas investigaciones posteriores le atribuyen la idea al propio Perón) el que aplicó, por primera vez, el sistema del secuestro y el asesinato. Su ejecutor fue el entonces todopoderoso ministro de Bienestar Social José López Rega y la tenebrosa Triple A, un conglomerado de sicarios, policías y militares que mató a varios intelectuales y militantes políticos y envió al exilio a muchos artistas, académicos y escritores argentinos. Algunos no han vuelto más y otros sufren todavía las consecuencias físicas o psíquicas del exilio forzado.
La política no encontró una solución, ni buena ni mala. El peronismo temblaba ante la sola presencia de la señora de Perón, dueña sólo de un apellido mitológico para ese partido. Los dirigentes peronistas sabían que la presidenta era una persona que carecía de atributos, caprichosa y pendular, con una peligrosa tendencia a encerrarse en el silencio y la paranoia. Intentaron, en 1975, una operación para desplazarla y para que fuera reemplazada por el presidente provisional del Senado, el peronista Italo Lúder, pero ni él ni su partido se animaron a perpetrar el asalto final contra la viuda del caudillo.
El propio radicalismo, entonces el principal partido de oposición, maniobró hasta lo imposible para encontrar una salida, pero el laberinto no tenía salida. Injustamente se le atribuyó al entonces líder radical, Ricardo Balbín, la aseveración de que él no tenía soluciones. Balbín había dicho que él no tenía soluciones, pero que había soluciones. Era una forma elegante de buscar un consenso político para salir de la infernal ratonera, que nadie pudo encontrar nunca.
A la crisis política se le agregó la sensación de vacío de poder en el control de la economía. La Argentina vivió luego crisis económicas mucho peores, pero la señora de Perón cambiaba ministros de Economía con una frecuencia de vorágine, había promovido una hiperdevaluación (conocida luego como el «rodrigazo» por el apellido del ministro que la decidió, Celestino Rodrigo), la inflación se disparó a niveles socialmente insoportables y los sindicatos se levantaron en abierta indisciplina contra la frágil presidenta. La política se encaminaba así, irremediablemente, hacia una derrota.
Es cierto, por otro lado, que los valores sociales eran otros en aquellos años. La ponderación de la vida democrática, que luego hizo la sociedad argentina y la latinoamericana, no existía en aquel momento. La mano dura era la solución, desde ya cortoplacista, que históricamente la Argentina había puesto en práctica ante una sensación colectiva de caos. Lo mismo había sucedido -o sucedería- en la mayoría de los países latinoamericanos (Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Bolivia, Paraguay, entre muchos más) con las excepciones de Venezuela y Colombia.
El mundo se regía, además, por otros parámetros. Washington no había abandonado aún la política latinoamericana que aplicó desde la crisis de los misiles en Cuba, a principios de años sesenta. Esa política sostenía que la Unión Soviética jamás tendría otra base posible en América latina después de Cuba. Los gobiernos militares (y sus políticas contra las insurgencias de izquierda) servían claramente a ese objetivo de seguridad de los Estados Unidos.
Sólo a principios de 1977 asumió Jimmy Carter la presidencia norteamericana. Tardó un año más todavía en definir las distintas corrientes internas de su gobierno. En 1978, Washington adoptó una nueva política de Estado -aún vigente ahora- para América latina: debían prevalecer la democracia y el respeto a los derechos humanos en el continente, señaló la nueva doctrina. Carter usó la diplomacia y la política para presionar al gobierno repetidamente.
El derecho a la vida en la Argentina le debe a Carter mucho más que lo que aparece a primera vista, aunque nunca se le agradeció ni mucho ni poco.
El clima interno, el regional y el mundial sirven para explicar el contexto. ¿Podría salvar todo eso de cualquier responsabilidad a los militares argentinos? Desde ya que no. En primer lugar, porque desde mediados de 1975 se negaron a contribuir a una solución, que buscaban algunos dirigentes políticos de buena fe. Los planes para tomar el poder, las ambiciones que habían crecido entre los caudillos uniformados y el argumento de una guerrilla ciega y torpe, que lo era, sentaron las bases inexorables del golpe de Estado que se abatió en el otoño de hace treinta años.
La señora de Perón se había comprometido ante Balbín, incluso, a llamar a elecciones presidenciales para octubre o noviembre de ese mismo año (debía hacerlo recién en 1977) y a no presentarse como candidata a la reelección. Faltaban sólo siete u ocho meses. Balbín fue y vino con ese mensaje de esperanza, pero la respuesta del entonces jefe de la Armada, Emilio Massera, fue tajante: «No sirve. Ya es tarde». En la dictadura convivieron sectores duros y moderados, pero lo cierto es que estos últimos nunca pudieron imponerse a los otros. De nada vale, por lo tanto, regodearse con esas internas inservibles. Los señores de la guerra (Suárez Mason en Buenos Aires, Menéndez en Córdoba, Díaz Bessone en Rosario y Bussi en Tucumán, entre otros) definieron con los hechos consumados las líneas generales del régimen.
Como nunca antes, los militares ocuparon entonces casi todas las covachas del Estado: ministerios, secretarías de Estado, embajadas, direcciones de canales de televisión y de radios, intervenciones de sindicatos. La sociedad civil fue virtualmente expulsada de la conducción del Estado con la sola excepción del Ministerio de Economía que cayó en manos de José Alfredo Martínez de Hoz.
El método del secuestro, la tortura y la desaparición de personas fue decidido por la entonces cúpula militar en reuniones secretas, propias de una logia. Se sabe ahora que se discutió la alternativa de juicios sumarios con la posibilidad de fusilar a los líderes guerrilleros. La propuesta no funcionó porque los duros argumentaron que el entonces dictador español Francisco Franco había decidido, un par de años antes, la muerte por garrote vil de tres guerrilleros etarras y que la repercusión en el mundo había sido pésima. Hasta el entonces Papa Paulo VI intercedió públicamente por los condenados. Franco no cedió, como era su costumbre, y su decisión se ejecutó.
El método elegido en la Argentina resultaría mucho peor y significaría, en los hechos, un descrédito para los militares que duró varios lustros. Permitió la arbitrariedad que terminó con el secuestro de personas sólo acusadas de figurar en agendas de sospechosos, con el robo de niños en cautiverio (como se comprobó judicialmente en los años 90) y con la resolución por la vía violenta de las propias tensiones internas de la dictadura.

Internas y métodos

Los casos paradigmáticos de secuestros y muertes de civiles para dirimir cuestiones internas del régimen fueron el del entonces embajador en Venezuela, que provenía del radicalismo, Héctor Hidalgo Solá, y el de Edgardo Sajón, ex secretario de Prensa del general Alejandro Lanusse. Ninguno de los dos tuvo ninguna vinculación nunca con movimientos insurgentes.
Sucedía que Hidalgo Solá era un enemigo acérrimo de Massera y que la conducción militar de entonces era francamente antilanussista. Acusaba a Lanusse, el último caudillo militar de envergadura, de haberle entregado el poder a Héctor Cámpora, que decidió, no bien asumió, la liberación de todos los jefes guerrilleros presos por la Cámara Federal en lo Penal. Uno de los jueces de ese tribunal fue asesinado poco después.
El método requería también el silencio de la prensa, que fue sometida a leyes especiales de censura para publicar los enfrentamientos con grupos subversivos. Eso incluía a las acciones de los militares en materia de secuestros y desapariciones. Los diarios corrían el riesgo de ser clausurados. La televisión y la mayoría de las radios estaban en manos del Estado. El proceso que se inició el 24 de marzo de 1976 significó también el período más tenebroso y agresivo contra la libertad de prensa en la historia reciente.
Ninguno de los esbozos de apertura del régimen tuvo una vida larga. De hecho, Jorge Rafael Videla había incorporado, no bien accedió a la presidencia, a siete u ocho embajadores políticos con pasado de militancia en el radicalismo o en partidos conservadores. Pero fue él mismo el que decidió endurecer su gobierno en 1978 y lo enfiló hacia una larga permanencia de los militares en el poder. Ya entonces los militares argentinos demostraban que no tenían información ni olfato sobre lo que sucedía en el mundo: justo en ese año, Carter decidió promover la democracia en América latina.
Otra promesa de apertura fue la que corporizó Roberto Viola, el segundo presidente militar de la dictadura. Como uno de los principales jefes militares de la década del 70, Viola había participado, desde ya, en la decisión de combatir a la insurgencia con métodos ilegales. Convocó a su gabinete a algunos civiles y lo llenó de militares que habían pertenecido al bando de los blandos. No sirvió de nada. Viola era una rara experiencia dentro de las dictaduras argentinas. No tenía la conducción del Ejército, pero nunca había sido tampoco (como lo fue Juan Carlos Onganía) un caudillo militar. Empezó su presidencia con tiempo de descuento.
Una extraña enfermedad coronaria (que figuró en partes médicos en los que nadie creyó) lo tumbó de la presidencia y puso a ésta en manos del entonces jefe del Ejército, Leopoldo Galtieri.
La crisis económica que se desató poco tiempo después de la llegada de Viola al gobierno y cierto hastío social por la grisura política de aquellos tiempos habían condenado al régimen militar, y entonces parecía que sólo quedaba negociar el regreso de la democracia. Los partidos políticos se habían nucleado en un alianza que incluyó al peronismo, al radicalismo y al frondicismo, entre otras fuerzas políticas, entonces importantes.
Sin embargo, Galtieri volvió a mirar el mundo con ojos equivocados. Imaginó que la ocupación militar de las islas Malvinas oxigenaría al régimen y que él mismo podría proyectar una larga duración en el poder. La ocupación de las Malvinas significaba un enfrentamiento bélico con el principal aliado de los Estados Unidos en el mundo, Gran Bretaña, y con la OTAN, la alianza militar del Atlántico Norte que incluye a las principales potencias del mundo.
Ninguna de las aspiraciones de Galtieri y de su gobierno funcionó y los militares se toparon, para peor, con una guerra perdida de manera casi humillante. La guerra constituyó, al mismo tiempo, una seria regresión de la Argentina, tanto para su diplomacia como para su propósito de recuperar las islas en el confín del sur.
Galtieri cayó, implacablemente, y lo que siguió fue un corto proceso para retirar a los militares del poder y devolverles a los políticos las riendas del Estado. Terminó el poder de los militares, pero no su presencia en el escenario político. Esta vez ya no serían protagonistas principales, sino el centro de una dura impugnación política y social. El sistema que eligieron para combatir a los grupos guerrilleros, que no era otro que el de equiparar el método de los guerrilleros con los del Estado, vació de legitimidad la acción antisubversiva. Aquel método ilegal era perverso en manos de cualquier insurgencia, pero lo era más, sin duda, cuando el Estado copió su práctica.
Durante los años ochenta y noventa, se sentó a los militares en el banquillo de los acusados. Primero fue el juicio a las primeras juntas militares, las que adoptaron y continuaron con el método del secuestro y desaparición de personas. Luego se reabrieron las causas por el robo de los niños en cautiverio, un delito que no había sido juzgado en aquel juicio a las juntas. Los principales jefes de la dictadura están presos, en cárceles o en sus casas, casi desde la restauración democrática.
Sea por las razones que fueren (valentía de los dirigentes políticos o debilidad extrema de una dictadura que fracasó en todos lados), lo cierto es que la Argentina abrió un camino de revisión del pasado en América latina, que dejó atrás al resto de los países de la región. No hay justicia con la historia, por eso, cuando se proclama que nada se hizo -y que todo está por hacerse- con la investigación de uno de los períodos más trágicos y oscuros de la Argentina moderna.

Joaquín Morales Solá

Fuente: suplemento Enfoques, diario La Nación, Buenos Aires, 19 de marzo de 2006.

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