Por Dan Barry.- En su mente, Michael Regan debía haber estado allá. Debía haber tenido las agallas.
Regan, un empleado veterano del ayuntamiento de Nueva York que sería el primer comisionado adjunto de bomberos luego de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, coordinó montones de funerales y exequias y ayudó a cientos de familias destrozadas. Sin embargo, no lograba despojarse de la culpa. Debió haber estado allá, en el World Trade Center.
Tras un par de meses, Reagan finalmente compartió su remordimiento con un azorado colega del Departamento de Bomberos que le dijo que sí había estado ahí. Había ayudado a transportar los cuerpos del primer comisionado adjunto de bomberos, Bill Feehan y del jefe del departamento, Peter Ganci, a la morgue de la Primera Avenida.
¿No lo recuerdas?
En retrospectiva, Regan dijo que su bloqueo mental debió haber sido una forma de lidiar con la pérdida instantánea de miles de personas, incluidos muchos amigos cercanos. “Fue un mecanismo de defensa”, dijo. “Vi cosas terribles ese día y no quería pensar en esas cosas”.
Veinte años más tarde, el mandamiento de “Nunca olvidar” mantiene su poder y nos lanza de golpe al pasado cuando lo vemos en una gorra o una bandera o en la parte trasera de un auto que nos rebasa en Belt Parkway. A pesar de su sencillez casi publicitaria, estas palabras entrelazadas parecen cargar con la complejidad de la culpa, la obligación e incluso el descaro: como si pudiéramos olvidar.
Pero ahora que una generación entera nació desde aquel día, la pregunta que le hicieron a Reagan bien podríamos enfrentarla —en distintas versiones— todos los que lo vivimos de un modo u otro. Dos aviones secuestrados por Al Qaeda perforan las torres norte y sur del World Trade Center. Un tercero que se estampa en el Pentágono en Arlington, Virgina. Una cuarta aeronave se estrella en un campo abierto a las afueras de Shanksville, Pensilvania. Todo en menos de 90 minutos.
¿Qué recuerdas tú, exactamente? ¿Qué anécdota cuentas cuando una conversación casual se convierte en una sesión de terapia? ¿Qué historias te guardas? ¿Y qué es lo que te transporta inmediatamente a esa mañana de martes engañosamente soleada?
Para la escritora Nikki Stern podría ser la voluta de humo de un puro. Su marido, Jim Potorti, vicepresidente en Marsh & McLennan que trabajaba en el piso 96 de la torre norte, disfrutaba de un puro de vez en cuando. O podría ser el atisbo de una bicicleta. Una simple bicicleta. Jim solía pedalear…
“Yo compartimento”, dijo Stern. “Pero el compartimento tiene una fuga permanente”.
Para James Luongo, un exjefe adjunto del Departamento de Policía de Nueva York, sucede al pasar frente al basural, ahora cerrado, de Fresh Kills en Staten Island. Estuvo en ese montículo casi un año, supervisando un campamento temporal donde se cribaron 1,8 millones de toneladas de escombros del Trade Center en busca de restos humanos y pertenencias personales.
La cosa es que Luongo vive en Staten Island.
“Tienes que ponerlo donde debe estar”, dijo del recuerdo. “Y no abrir la puerta más de lo necesario”.
Nunca olvidar.
“Cuando escucho ‘Nunca olvidar’ aplicado al 11/9, mi siguiente pregunta es: ‘¿Nunca olvidar qué?’”, dijo Charles B. Stone, profesor asociado de psicología en el Colegio John Jay de Justicia Criminal.
¿Nunca olvidar la dinámica internacional que preparó el escenario? ¿Las inseguridades patrióticas que se originaron, como el hostigamiento a estadounidenses solo porque eran musulmanes? ¿Los meses de funerales que parecían interminables? ¿Las dos décadas de guerra y derramamiento de sangre?
“Tal vez la respuesta más cercana sea: nunca olvidar que ocurrió”, dijo Stone. “Pero son los detallitos los que se olvidarán”.
Recuerdo.
La quietud cuando otro cuerpo era extraído de los escombros para llevárselo en medio de homenajes y cascos de construcción sobre los corazones. El zumbido de los camiones refrigerados afuera de la morgue. El olor amargo de la pérdida que llegaba hasta la parte alta de la ciudad y entraba por las ventanas abiertas de la redacción. El basurero. Los funerales.
El polvo.
Sin duda, el llamado a Nunca olvidar también puede interpretarse como otro intento honroso de preservar una leve sensación de las muchas emociones del día. Honroso pero quizá inútil frente al roce incesante del paso de los años, los caprichos de la memoria.
En los primeros días después de los ataques del 11 de septiembre, un equipo de académicos de todo el país se propuso captar los recuerdos “destello” del momento: las postales vívidas y perdurables formadas en la mente en un instante de importancia histórica, como el bombardeo de Pearl Harbor, o el asesinato de John F. Kennedy. Le hicieron a más de 3000 personas algunas preguntas, entre ellas: ¿Dónde estabas cuando te enteraste de los ataques terroristas?
En Nueva York, estudiantes de posgrado que trabajaban para el estudio pusieron mesas y repartieron encuestas en Union Square y en Washington Square, donde miles de personas se habían reunido en los días y semanas posteriores a los ataques solo para acompañarse unas a otras, ahora que los momentos de duelo comunitario se escapaban de la memoria.
Un año después, los investigadores hicieron las mismas preguntas a muchas de las mismas personas, solo para descubrir que 40 por ciento de los recuerdos se habían transformado. Un hombre que ahora decía que se encontraba en la oficina cuando se enteró de los ataques, antes tal vez había dicho que estaba en el metro.
Estas remembranzas alteradas eran congruentes con estudios similares realizados en relación con otros eventos históricos, según Elizabeth A. Phelps, profesora de neurociencia de la Universidad de Harvard que participó en el estudio de memoria del 11/9. Lo que distinguía a los recuerdos del 11 de septiembre de los recuerdos autobiográficos ordinarios era la confianza extrema que la gente había desarrollado en sus recuerdos alterados, que para el primer aniversario ya habían empezado a concretarse.
“Tienes tu historia y te ciñes a ella”, dijo Phelps.
William Hirst, profesor de psicología en la New School for Social Research, y quien también participó en el estudio, coincide. “Creo que lo que pasa es que desarrollan un relato de su recuerdo destello”, dijo. “Se convierte en su historia”.
Hirst se pregunta si los cambios en el recuerdo de algún modo se relacionan con un sentido de identidad. Después de todo ¿qué diría de ti como neoyorquino —como estadounidense— si no supieras cómo te enteraste de los ataques del 11 de septiembre? Alinear tu relato personal con un momento trascendente en la historia puede ser un modo de afirmar que formas parte de la comunidad afectada, que perteneces.
Algún día, inevitablemente, no habrá nadie vivo que tenga un relato personal del 11 de septiembre. Inevitablemente, el impacto emocional de la fecha se disipará un poquito, luego otro poco más mientras el tiempo transforma una experiencia visceral vivida en una árida lección de historia. Esta transformación ya está en marcha: pregúntale a cualquiera profesor de historia de secundaria.
Pero por ahora, para muchos, el 11 de septiembre sigue siendo una experiencia vivida. Tenemos nuestras historias —nuestros recuerdos posiblemente alterados— para compartir, o no, en el aniversario o en cualquier día del año.
Tal vez contemos nuestras historias para detener la erosión inevitable del tiempo. Tal vez las contamos para ayudarnos a procesar el momento, o para explicar por qué nos quedamos callados cuando escuchamos “The Rising” de Bruce Springsteen.
A lo mejor, podemos guardar nuestras historias en algún compartimento que gotea, por miedo a que se nos considere un narcisista más, héroe de nuestro propio relato. O tal vez nos lo reservamos por una sencilla cuestión de respeto.
Regan, el hombre que olvidó por un momento, tiene ahora 64 años y es un ejecutivo en J. P. Morgan Chase. Tiene sus recuerdos, sus relatos. Algunos son graciosos, de esa forma sombría que tienen los irlandeses para salir adelante. Algunos son tan graves que solo se puede reaccionar con silencio.
Evita los aniversarios, el pase anual de lista con los nombres de los muertos, y todos los documentales y libros y ensayos que la fecha sigue inspirando. Jamás visitará el Museo y Memorial del 11/9, dijo. “No necesito volver”.
Luongo, ahora de 63 años, se retiró en marzo luego de 40 años con la NYPD, una carrera distinguida en parte por esos numerosos meses en el basurero de Staten Island. Se recuperaron más de 4200 restos humanos así como 60.000 objetos personales, entre ellos fotografías e identificaciones.
Lo que supervisó era una aldea construida en la tragedia y refulgente por la noche, con oficinas en tráileres, cafetería y bandas transportadoras atentas para recibir los escombros dragados del Bajo Manhattan. Montones de vehículos aplastados, también coches de policía y camiones de bomberos, dispuestos en filas ordenadas y horrendas.
Todo desapareció, como Brigadoon, el pueblo mágico suspendido en el tiempo. ¿Acaso fue real? ¿O esto, también, era un truco de la memoria?
“Recuerdo”, dijo Luongo. “Así que te levantas en la mañana, prendes una veladora, dices una oración y avanzas”.
Stern, que escribiría dos libros de no ficción y cuatro novelas, también recuerda. ¿Cómo no?
Estaba de compras en un supermercado SuperFresh cerca de su casa en Princeton, Nueva Jersey buscando huevos porque quería hornear galletas de chispas de chocolate para su marido — “Hice las mejores del mundo”— cuando alguien gritó algo como: ¡Le dieron al World Trade Center!
Seis meses más tarde le notificaron que un fragmento de Jim del tamaño de una moneda había sido identificado. Escribir y escribir y escribir todas las noches para atravesar el duelo. Más de 150.000 palabras que nadie verá jamás.
Stern ha pasado los últimos 20 años intentando dejar atrás “la cosa del sufrimiento exclusivo”, como dice, y se empeña en edificar algo constructivo. Su participación en la organización pacifista sin fines de lucro Search for Common Ground (Búsqueda de Terreno Común), es otra forma de recordar.
“No quiero que nadie pase por esto”, dijo Stern. “Pero tampoco quiero ir por la vida diciendo ‘No puedes comprender lo que yo pasé’. ¿Qué caso tiene? ¿Por qué habrían de comprenderlo?”.
El olor de un puro. Una bicicleta. Un paseo por la Autopista Staten Island. El aniversario.
El polvo.
Recuerdo haber acampado con la Guardia Nacional en Battery Park varios días después de los ataques terroristas. Recuerdo llevar un casco de construcción, una tabla con sujetapapeles y andar por ahí como si yo fuera parte de la zona restringida del World Trade Center, que entonces se conocía como “el montón”, camposanto y escena del crimen a partes iguales.
Recuerdo los mensajes de duelo, ira y frágil esperanza garrapateados en el polvo que se asentó en los edificios circundantes. Garrapateados con las puntas de los dedos. Recuerdo mi empeño por registrar estos mensajes antes de que llegaran los chorros de las mangueras a presión.
“Las torres surgirán de nuevo”
“Vernon Cherry llama a casa”
“Dios estará contigo Dana — Te ama, Mamá”
Recuerdo que no quise pensar mucho en lo que había en el polvo y para nada pensé en cuán dañino sería el polvo que inhalaban los trabajadores de rescate y recuperación.
Recuerdo que el polvo era color vainilla aunque mis notas dicen que era gris. Pero de esto estoy seguro: el polvo estaba por todas partes. El mundo estaba cubierto de él.
El autor es un reportero y columnista veterano. Ha sido titular de las columnas “This Land” y “About New York”. Es autor de varios libros y escribe de todo tipo de asuntos, entre ellos la ciudad de Nueva York, los deportes, la cultura y el país. @DanBarryNYT • Facebook