Por Juan José Sebreli.- No escribo estas líneas aprovechando la coyuntura. Más bien, Maradona fue una figura a la que le dediqué dos libros –La era del fútbol (1998) y Comediantes y mártires (2008)-. Los acontecimientos sucedidos en estos días, luego de su muerte, confirman mis ideas de aquellos escritos: el fenómeno Maradona es un clásico ejemplo del mito popular sin conexión alguna con la vida real del ídolo.
Nacido en un barrio bajo, muy pronto salió de él, ya que Argentinos Juniors, cuya comisión directiva integraba el represor Carlos Guillermo Suárez Mason, le consiguió un modesto departamento. De joven fue usado por la última dictadura militar, y él mismo se definió como «el soldado Maradona», dispuesto a responder cualquier llamado de la patria. No obstante, no estuvo presente en la Guerra de Malvinas. Si bien estas actitudes pueden justificarse por su escasa edad, en su adultez integró, conscientemente, el nacionalismo de izquierda. Fue adepto de Fidel Castro, se tatuó al Che Guevara en un brazo y fue consecuente en este camino hasta llegar al llamado socialismo del siglo XXI, con Hugo Chávez, Nicolás Maduro, Evo Morales y el matrimonio Kirchner. Más aún: se vinculó e hizo negocios con Vladimir Putin, quien lo convirtió en presidente de un poderoso club de Bielorrusia.
Maradona no hubiese llegado a ser lo que fue sin Nápoles. Su paso por Barcelona fue opaco y no dudaron en sacárselo de encima rápidamente. Sin embargo, en el pobre y supersticioso sur italiano las condiciones estaban dadas para su éxito: la religiosidad popular, adepta a santificar ídolos, era propicia para la idealización de un deportista caótico. La mafia local, conocida como la Camorra, fue una pieza clave para su consagración, ya que el grupo delictivo fue su auspiciante, relación que le ganó la simpatía de los barrios pobres, dependientes de la mafia, que al mismo tiempo practicaban una devota religiosidad.
El romance con la mafia y los napolitanos duró poco más de un lustro: en plena pelea con la Camorra, fue sometido a un control antidoping que dio positivo: el héroe máximo pasó a ser, según una encuesta del diario La Repubblica, el personaje más odiado de Italia. El Gráfico publicó una encuesta donde el 72% de los hinchas admitía no tener afecto por Maradona. En su último partido en Napoli, en marzo de 1991, debió escapar entre insultos bajo una lluvia de proyectiles. La ciudad que lo divinizó pasó a satanizarlo. Tenía cuatro juicios pendientes, y optó por huir a su tierra natal. Sus posteriores incursiones futbolísticas -Sevilla, Boca Juniors y Newell’s Old Boys- fueron fugaces. Mauricio Macri, preguntado recientemente por el periodista Joaquín Morales Solá sobre su paso por la presidencia de Boca, contestó que para racionalizar el club tuvo que pagar el costo de sacarlo a Maradona. Su mal estado físico lo hizo abandonar, finalmente, la vida de jugador de fútbol.
Este personaje encarna, para el nacionalismo populista, el mito de la identidad nacional. Para las clases bajas, el mito del mendigo que se transforma en príncipe. Para los intelectuales de izquierda, el mito del rebelde social; para la juventud contracultural, el mito del transgresor. No obstante, su acercamiento a la izquierda fue anecdótico: los hinchas del Napoli usaban una estrella roja y, a partir de ahí, se asoció vagamente al Che Guevara. La construcción de un Maradona de izquierda fue un invento del periodismo progresista, ya que él era carente de toda cultura política. Esto no fue un impedimento para que la izquierda populista lo tomara como un referente. Fidel Castro y Maradona, dos obsesionados por la fama, se usaron mutuamente, y descubrieron que la propaganda recíproca era beneficiosa para ambos.
En el momento que las utopías sociales y las ideologías fueron reemplazadas por un exacerbado narcisismo, la figura de pseudorrebelde social construida por Maradona, su conducta revoltosa e imagen a medias punk y hippie, fue bien recibida por la juventud. Esta caricatura de bad boy también fue beneficiada por su coqueteo con la transgresión sexual, como su relación con la travesti Chris Miró, o ir a fiestas nocturnas con Guillermo Cóppola disfrazados de mujer, lo cual le dio un falso aire de combatiente contra el machismo del fútbol. Ello no evitó que se viralizara un video de él golpeando a su pareja. Cuando lo invadía demasiado el lado nocturno y maldito Maradona se refugiaba en su lado convencional, sensiblero, pequeñoburgués, representando el papel de buen hijo, buen padre, buen esposo -«lo primero es la familia»-, buen cristiano, pecador arrepentido, ex descarriado que buscaba la buena senda.
Tampoco fue ético como deportista. No solo se jactó de hacer un gol con la mano. En una entrevista en el año 2004, para el programa Mar de fondo, Maradona se reía al recordar cuando el utilero de la selección argentina, Miguel Di Lorenzo -conocido como «Galíndez»-, en la semifinal del Mundial de Italia 1990, en un partido contra Brasil, les dio de beber a los rivales un bidón de agua con somníferos. El astro recordó, jocosamente, cuánto ansiaba «que tomaran todos los buenos». Los estupefacientes alteraron su carrera. Fugado de Italia, pronto terminó preso en Buenos Aires por participar en una fiesta de drogas en la calle Franklin. En el Mundial de 1994 lo sacaron del campeonato cuando el control antidoping le dio positivo. Pero tal predilección no se limitaba a algo meramente personal: en una ocasión en que fue invitado a entrar a la casa de Gran Hermano llevó para repartir un inesperado souvenir para cada participante: bolsitas con droga.
Ni en su final Maradona se vio libre de ser utilizado políticamente por el kirchnerismo, que responsabilizó por los escándalos de su velorio al gobierno de la ciudad de Buenos Aires.
Maradona se hubiese sentido muy a gusto con el velorio caótico y violento auspiciado por el gobierno nacional en vez de uno apacible e íntimo, como había sugerido su familia.
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