Por qué no puedo ser peronista

El peronismo persigue un fin sin el cual pierde su enorme fortaleza: la destrucción del individuo como tal, la supresión de las voluntades individuales, y su consecuente fusión en un todo abstracto e impersonal: la masa, la cual termina erigiéndose en una suerte de rebaño desprotegido que necesariamente precisa de la tutela del líder paternalista.Por Agustín Viejobueno

Cada vez más inmersos en el siglo veintiuno, observamos atónitos el crecimiento y desarrollo de un gran número de países, mientras en nuestro suelo cada vez se invierten más fondos públicos en “gasto social” y uno de cada tres argentinos sigue siendo pobre. Allá por la década del ’40, quien se encargó de oficializar el despilfarro de los – por entonces abundantes – dineros del Estado, fue Juan Perón, un coronel carismático que no temía exhibir su profusa admiración por los totalitarismos alemán e italiano.

Fue él quien se encargó de construir un producto político hecho a la medida de las mayorías electorales de nuestro país: caudillista, basado en la dádiva, personalista, verticalista, autoritario, por momentos militarista, que no escatima recursos para alcanzar sus fines, cuyo vínculo entre sus miembros se funda más en lo sentimental que en lo racional. Estos factores, unidos a la creación de mitos – que tan positivo efecto surten en sociedades inmaduras – instalados en el imaginario colectivo (artilugio también utilizado por la izquierda, y con alta efectividad, desde el retorno de la democracia), han posibilitado que el peronismo haya conseguido ubicarse en un sitial privilegiado dentro de las fuerzas que compiten en la puja electoral vernácula.

El peronismo tiene una sola razón de ser, un solo objetivo, un único horizonte que lo obliga a emplear los recursos que sean necesarios con tal de obtenerlo: el poder. No es extraño: el peronismo nació en el poder y por el poder, y ha quedado impregnado de él, llegando ambos a conformar una suerte de unión estable y duradera que se ha mantenido por casi sesenta años. Incluso cuando el peronismo se encontró fuera del gobierno, su capacidad destructiva y su gran facilidad para manejar poder lograron desestabilizar a los gobiernos de turno, apareciendo nuevamente como un milagroso salvador ante las crisis que él mismo generaba.

Sin embargo, no es malo ni perverso buscar poder, porque es la clave desde la cual se explica la noción de lo político, y a partir de la cual se pone en marcha un proyecto político cualquiera. Pero el peronismo no busca el poder para generar políticas de crecimiento y desarrollo, sino que lo hace por el poder mismo, para poner en alza su propia base hegemónica, para consolidarse cada vez más como la única fuerza política nacional. El peronismo no entiende al distinto ni lo acepta: entiende que existan la izquierda, el centro y la derecha, pero no considera posible la existencia del no-peronista. Es por eso que ha sabido asimilar fructíferamente la perversa noción de “movimiento” (término también instalado en la mitología peronista), un espacio omnicomprensivo y magnético al cual deben necesariamente confluir todas las fuerzas políticas y dentro del cual han de dirimirse las diferencias naturales existentes entre la izquierda, el centro y la derecha. A partir de esta concepción del espectro político, hemos debido soportar situaciones antidemocráticas como la presentación de tres candidatos peronistas en la elección presidencial del año 2003, y sin olvidar que hubiera sido absolutamente humillante para los argentinos no-peronistas vernos forzados a participar de la interna del peronismo, si se hubiera concretado el frustrado ballotage entre Carlos Menem y Néstor Kirchner.

El peronismo, como todo proyecto totalitario, persigue un fin sin el cual pierde su enorme fortaleza: la destrucción del individuo como tal, la supresión de las voluntades individuales, y su consecuente fusión en un todo abstracto e impersonal: la masa, la cual termina erigiéndose en una suerte de rebaño desprotegido que necesariamente precisa de la tutela del líder paternalista. Esto debe ser entendido en el sentido que Freud explicara en Psicología de las masas y análisis del yo, es decir, recordando los orígenes de las sociedades civiles, en las cuales se imponía un macho dominante que hacía las veces de custodio permanente de los intereses de la tribu. Este poder que obtenía el monarca podía estar fundado en motivos religiosos, culturales, étnicos, contractuales (el Leviatán hobbesiano), o de cualquier otra índole; el peronismo intenta hacer valer su justificación del poder en motivos afectivos, emotivos e irracionales, excluyendo la razón y la voluntad personal de cada miembro de la colectividad de pertenecer o no al grupo. Para sintetizar, basta recordar el conocido apotegma peronista: “Primero la patria, después el movimiento, y por último los hombres”. Ser peronista significa renegar de la propia voluntad personal, de la inherente libertad, para depositarla en la nación o en el mismo movimiento peronista.

Otro de los factores asociados a la enorme concentración del poder que ostenta el peronismo es la creación de clientelas. Inducir a alguien a una situación de pobreza es a la vez crear con él un vínculo por el cual se le da lo que necesita (vivienda, alimentos, ropa, esparcimiento) a cambio de su apoyo electoral. Esto va indisolublemente ligado a la distorsión de los paradigmas educativos, creando en los puntos individuales de esa masa amorfa y despersonalizada la convicción de que el peronismo es el salvador de aquellos que sufren a causa de la imposición de modelos antipatrióticos y salvajemente capitalistas. Durante los años cuarenta y cincuenta los educandos debieron educarse mediante recursos tales como “Nuestro presidente es el primer trabajador” (Privilegiados – Ángela Gutierrez Bueno – Kapelusz, 1955 – Pág. 81); “Esa dama es Evita. Es tierna y dadivosa. Dio su ayuda a todos. Nadie la olvidará” (Ídem – Pág. 34); “El 17 de Octubre / fui a la plaza con papá. / ¡Cuántas personas había / para oír al General! / Se agitaron los pañuelos / cuando él se asomó al balcón. / Miles y miles de voces / clamaban: ¡Viva Perón!” (Ronda infantil – María Alicia Domínguez – Kapelusz, 1955 – Pág. 78); “Justicialismo. ¡Qué hermosa palabra! Justicialismo es justicia y verdad. Todos iguales por ser argentinos, todos hermanos; amor por igual para el que labra la tierra, el que estudia y el que trabaja en el hierro o el pan” (Ídem – Pág. 66). Más allá de que las circunstancias han cambiado, la metodología de desinformación y obturación de las conciencias racionales individuales para moldearlas a gusto y paladar, sigue inmutable. Ya no a través de libros de lectura, sino mediante los medios de comunicación: televisión, radio, libros prensa escrita, cine, teatro, y también haciendo uso de medios globales de mayor alcance como Internet.

Esta construcción de un aparato clientelar va indisolublemente unida a la discrecionalidad en el manejo de los fondos públicos, esenciales para la dádiva y el trueque ayuda – voto; para ello, a su vez, es preciso manejar todos los resortes del poder, procurando que el parlamento correspondiente sea una mera oficina de paso de los decretos emanados del líder carismático de turno, y que los jueces sean apenas funcionarios encargados de que las denuncias llevadas a cabo contra el poder imperante no prosperen y perezcan olvidadas en los abultados cajones de los tribunales.

Sintetizando lo enunciado, el peronismo no es un conjunto de ideas, ni siquiera un espacio de discusión. Es ni más ni menos que una poderosa estructura de poder, fuertemente electoralista, desde la cual cualquiera puede hacerse con el control total de sus resortes habiendo triunfado puertas adentro (y en este sentido también valen todos los métodos posibles).

Por todo esto, y por muchas razones más, no puedo ser peronista. Porque ser peronista implica renunciar a mi valor como persona humana para delegarlo en un líder que cuida de mí sin dejarme que mi iniciativa individual me convierta en un ciudadano antes que en un súbdito. Porque ser peronista supone que debo humillar mi iniciativa individual de progreso y trabajo ante un conjunto de gente debe obtener los mismos beneficios que yo sin hacer nada. Porque ser peronista conlleva pensar y sentir que una Constitución no tiene valor alguno, tolerando entonces que se la haga de nuevo (Nacional, 1949); que se la reforme para que los líderes sean reelectos (Nacional, 1994; innumerables casos provinciales, recientemente Tucumán, 2006); que se la viole impunemente sin que a nadie se le mueva un pelo (Admisión de la candidatura de dos candidatas peronistas para elecciones de Senador Nacional, año 2005; ambas resultaron electas y se vulneró el principio constitucional de representación de la minoría), etc. Porque ser peronista, en última instancia, trae aparejado admitir como institucionalizado al más conservador, medieval, retrógrado e inerte de los modelos políticos: el de una reducida clase gobernante, encabezada por el líder paternalista, y sostenida por los impuestos cada vez mayores que deben abonar los súbditos; y el de una enorme cantidad de vasallos del sistema, sumidos de manera intencional en la peor de las pobrezas, que borreguilmente aman a su “conductor” sin saber que él mismo causa los males con los que diariamente deben lidiar.

Para comenzar a edificar la democracia real en Argentina, el peronismo no debe desaparecer: debe transformarse, modernizarse y entender que el resto de las opciones políticas tienen derecho a existir, a pensar y a proponer. De la diversidad surge la riqueza. Más allá de izquierdas y derechas, existen dos concepciones claras en el ámbito de lo político: una que considera que los individuos deben encontrarse en pie de igualdad, más allá de sus esfuerzos individuales, y que el Estado tiene necesariamente que intervenir para obtener ese resultado; y otra, que considera que es el esfuerzo individual el que tiene que ser premiado, y que el poder que obtiene el Estado es poder que el individuo pierde en su campo de acción. El peronismo debería optar de una vez por todas entre una de estas dos concepciones (ambas presentes en todas las democracias del mundo, y depositarias del poder en forma pendular) y, antes que nada, aprender el respeto a dos elementos fundacionales de la democracia: la república (división de los poderes del Estado) y la libertad de los individuos. Sólo entonces dejará de ser sinónimo de despotismo, nepotismo, ilegalidad, autoritarismo, clientelismo, para convertirse en una opción moralmente válida dentro de la democracia que imperiosamente necesitamos para recuperar nuestra dignidad como personas humanas.

Fuente: Agustín Viejobueno (Lic. en Ciencias Políticas) en www.atlas.org.ar.

Colaboración de la rafaelina Paola Grosso.

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