ESPAÑA (Por David Jiménez).- Si el mundo votara el próximo 3 de noviembre, Donald Trump no tendría ninguna posibilidad de ganar. Mongolia, Turkmenistán o Filipinas están entre los pocos países donde el presidente estadounidense sería competitivo. Su aprobación global ronda el 33 por ciento y baja a menos de la mitad de esa cifra en el caso de aliados tradicionales como Alemania.
Las razones de la impopularidad de Trump en el extranjero son variadas, pero hay una puramente egoísta: aunque Estados Unidos no siempre fue la potencia modélica que algunos habríamos querido, el mundo necesita urgentemente que vuelva a ponerse del lado de la tolerancia, la justicia y la democracia. Trump ha demostrado su incapacidad para defender esos principios, dentro o fuera del país.
La reelección del presidente sería celebrada por populistas, aislacionistas y extremistas de todo el mundo, dejando aún más solos a los defensores de la democracia liberal. La pandemia, la crisis económica y el creciente desorden internacional demandan un liderazgo que la refuerce frente a las alternativas autoritarias que ofrecen países como China o Rusia.
Sin Estados Unidos, esa batalla está perdida.
La política exterior estadounidense en estos últimos cuatro años ha sido desleal con los países amigos, despreciativa de los acuerdos internacionales, enaltecedora de algunos de los peores déspotas e indiferente hacia sus víctimas. Es difícil creer que Jamal Khashoggi hubiera sido descuartizado por agentes saudíes si desde la Casa Blanca no se señalara constantemente a los periodistas como “enemigos del pueblo”; que el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, siguiera imponiendo políticas xenófobas en el corazón de Europa sin el apoyo entusiasta de Trump; o que Narendra Modi hubiera llevado tan lejos su deriva autoritaria en La India sin el silencio cómplice de Washington.
En ningún sitio se anhela la victoria del candidato demócrata Joe Biden tanto como en Europa, donde a la frustración con Trump se suma la nostalgia por el país que acudió al rescate del viejo continente ante la amenaza del fascismo. La victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial llevó a los europeos a abrazar el idealismo estadounidense y mirar al otro lado del Atlántico en busca de seguridad durante la Guerra Fría. Ni siquiera los excesos cometidos en la búsqueda de la derrota del comunismo, desde la intervención en Vietnam a la defensa de dictaduras militares en Latinoamérica, lograron romper el encantamiento.
Los europeos podíamos discrepar de los métodos, la estrategia y las acciones de Washington, pero compartíamos valores comunes. Los españoles de mi generación crecimos en una joven democracia que miraba a Estados Unidos como un referente. Su política, cine, música o deporte se convirtieron en fuente de inspiración. Trabajar o estudiar en Estados Unidos era visto como la oportunidad de una vida.
Viajé a Estados Unidos por primera vez en 1988 para completar mi último año de instituto en Pflugerville, una pequeña localidad texana de apenas 4000 habitantes que desde entonces ha multiplicado su población casi quince veces. Occidente estaba cerca de ganar la Guerra Fría, la clase media estadounidense representaba los sueños de prosperidad del mundo y un joven Donald Trump insinuaba, sin que se le prestara mucha atención, una futura candidatura presidencial en el programa de Oprah Winfrey.
Estados Unidos era entonces un país optimista, tercamente idealista y lo suficientemente seguro de sí mismo como para acoger a extranjeros como yo con el convencimiento de que la diversidad enriquecería su sociedad. Empecé mi año escolar con Ronald Reagan como presidente y lo terminé con George H. W. Bush, que había sido su vicepresidente. Ambos líderes republicanos se rebelarían hoy ante el racismo, el fomento del odio entre estadounidenses o el desprecio por la política exterior de Trump. Pero sobre todo ante su falta de límites morales.
El autor es periodista y colaborador regular de The New York Times, 22 de octubre de 2020.