Por Joaquín Morales Solá.- El kirchnerismo ha muerto en el Gobierno. Y el peronismo también. Lo único que sobrevive, poderoso y autoritario, es el cristinismo, la corriente interna del oficialismo que lidera Cristina Kirchner . La vicepresidenta es la primera en saber que solo ella queda de lo que fue la vertiente liderada por su esposo y del viejo partido de Perón. Desde 2015, está obsesionada con el mismo proyecto: hacer de su hijo Máximo el próximo presidente del peronismo cristinista. Ella calificó siempre como una «transición» la etapa que debía cumplir Daniel Scioli si la reemplazaba en el cargo y describió con la misma palabra las elecciones legislativas de 2017, que finalmente perdió. «Transición» es la palabra que repitió en 2019 cuando eligió, ella sola, a Alberto Fernández como candidato presidencial y lo comunicó con un desabrido tuit.
¿Transición hacia dónde?, le preguntaron no pocos de sus interlocutores políticos. «Hasta que Máximo pueda ser presidente», les respondía (y les responde) a todos. El proyecto dinástico de la expresidenta y sus posiciones radicalizadas y poco pragmáticas provocan en el viejo peronismo una sensación de lejanía y otredad. Casi lo mismo sucede con los que habían seguido a su marido muerto. No lo extrañan porque este careciera de una impronta autoritaria, que también la tenía, sino porque solía aferrarse a políticas y soluciones más realistas. El Instituto Patria es la fábrica donde se construye la candidatura de Máximo Kirchner. De ahí surgió la campaña de marketing que en su momento instaló la idea de que el retoño presidencial era un estadista potencial, que solo necesitaba un país y el poder para desplegar sus capacidades. Quienes han conversado y tratado con el actual diputado tienen una opinión distinta de él. «Es la cara amable de Cristina. Amable, por ahora», lo definen, aunque agregan que comparte con su madre la misma ideología, una misma mirada antigua de la política y del mundo y los mismos prejuicios. Amable en apariencias también, porque en la última reunión de jefes de bloque de Diputados, cuando la oposición impuso su criterio sobre las reuniones presenciales del cuerpo, Máximo se ofendió, no disimuló su enfado y se fue sin saludar a nadie.
Alberto Fernández sabe que lo aguarda el relevo. Lo supo en febrero pasado, cuando el Presidente rondaba el 80 por ciento de aceptación social. El Instituto Patria lo vio como un eventual obstáculo e hizo trascender en el acto que los candidatos a presidente del cristinismo para 2023 son Máximo Kirchner y Axel Kicillof . Había que poner a alguien más. Parecían especulaciones de sonámbulos, y tal vez lo eran. La versión tuvo una módica repercusión, pero algunos amigos de Alberto Fernández le dieron crédito al rumor. «El hijo está en la misma condición que la madre. O peor. Puede tener un piso alto de votos, pero jamás ganaría una segunda vuelta presidencial», dijo uno de ellos. El Presidente recibió también, de manera directa o indirecta, el mensaje. Poco después, las formas consensuales que lo habían llevado a la cima de la popularidad giraron bruscamente hacia las mismas posiciones de Cristina. La conclusión es que ha caído hasta tener las mismas adhesiones que la expresidenta, pero carga también ahora con su misma cantidad de adversarios. Nadie sabe qué efecto psicológico (¿tal vez un reflejo de autopreservación?) operó para que Alberto Fernández dejara de ser lo que era. «No lo reconozco», dicen muchos de sus amigos políticos que convivieron con él durante varios años. Aconsejan no comparar lo que él decía cuando estaba enfrentado con Cristina y lo que dice ahora. «Basta compararlo con lo que decía durante la campaña electoral o durante los primeros meses de su gobierno con lo de ahora. Es otra persona», concluyen. Se equivoca si cree que transfigurándose en Cristina hará de esta una persona más buena. Ella tiene un objetivo (siempre lo tiene) y camina ciegamente hacia él. Ese objetivo consiste ahora en que Máximo Kirchner suceda a Alberto Fernández en 2023.
El plan de la madre y su hijo explica muchas cosas. En primer lugar, el ninguneo al propio Presidente, a quien muestran como un dependiente de ellos. Como un vicario temporal de un poder que no es de él. La gestión de la administración está devaluada porque los ministros no son buenos, pero también porque cada cartera está parcelada en muchas partes, cada una bajo el mando de una facción distinta del núcleo gobernante. Lo único permanente es el patrullaje de enviados de La Cámpora en todos los rincones del Gobierno. No se salva ni AySA, la empresa proveedora de agua que protocolarmente dirige la esposa de Sergio Massa, Malena Galmarini. La Cámpora es la creación del hijo de los Kirchner, una cantera de militantes a los que Néstor Kirchner mandó a estudiar, a conseguir títulos universitarios y a empezar desde abajo. Empezaron desde arriba después de la muerte del expresidente.
No deja de ser sorprendente (y alarmante) que Alberto Fernández sea tan indiferente a la gestión concreta de la cosa pública. Justo él, que fue muy crítico de los resultados de la gestión de Mauricio Macri , aun cuando este vivía todavía entre la gloria de los triunfos políticos. Las soluciones económicas del Presidente son remiendos que llegan siempre tarde y mal. ¿Por qué no habló con los dirigentes rurales antes de anunciar las recientes medidas sobre las retenciones? Alberto Fernández vivió la guerra con el campo de 2008 y conoce lo que significó aquella escasez de diálogo con el único sector que puede ingresar dólares genuinos al país. ¿Alguien supone que el exceso de emisión monetaria será neutral para la inflación y la economía? Supone mal, si existe ese alguien. La política es tan confusa que su gobierno no puede aprovechar el aumento de los precios internacionales de las materias primas ni el eventual acceso al mercado financiero. ¿Podría obtener el país préstamos de bancos o fondos de inversión extranjeros? Sí, si lo supiera trabajar. La Argentina no tiene un default en su horizonte cercano, simplemente porque no tendrá vencimientos en los próximos tres años. Las tasas en el mundo son inexistentes (entre menos 1 y menos 0) mientras la Argentina podría ofrecer tasas de 6 o 7 por ciento anual. Sin default a la vista y con esas tasas, los créditos son probables. El problema es que la presencia de Cristina le resta seguridad jurídica al país. El conflicto es otro entonces.
Los empellones a la Justicia se explican también en la temprana candidatura presidencial del vástago de los Kirchner. Su madre necesita ser declarada inocente para que su hijo pueda aspirar a esa candidatura. Y él mismo debe ser sobreseído en la causa por lavado de dinero en los hoteles y edificios de los Kirchner, de los que era el principal administrador. Los jueces Bruglia, Bertuzzi y Castelli (y muchos otros más) no imaginaron nunca que sus destinos dependerían de una candidatura que ni siquiera conocen. Los jueces fueron protegidos por la Corte Suprema. Por ahora. La Corte no fijó aún su posición de fondo. ¿Rectificarán los jueces supremos lo que ya escribieron en acordadas anteriores? Entregarían el prestigio que ganaron con la aceptación del per saltum. Hasta el diario español El País los elogió por eso con un editorial cuyo título dice todo: «Los jueces no se tocan».
En nombre del hijo también se despluma de recursos constantemente a Horacio Rodríguez Larreta ; esa poda, que arruinará la vida de los porteños, es un afán personalísimo de Cristina. Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal son los opositores mejor posicionados ahora para competir por la presidencia en 2023. Es decir, para competir con Máximo. Cristina reaccionó con furia y fuego.
Alberto Fernández solía decir que no hay que hacer lo mismo y esperar resultados distintos. Es lo que está haciendo ahora: lo mismo, a la espera de otros resultados. También prometía que no aturdiría hablando del pasado y solo habla de Macri, al que, igual que Cristina, le atribuye la desgracia, la tragedia, lo malo y lo peor. Él, como ella, se extravían en sus mitos: en el mito de ellos mismos, en el mito de sus enemigos y en el mito del mundo hostil que siempre los acecha.
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