Por Joaquín Morales Solá.- Máximo Kirchner era una mezcla de Felipe González, Julio Sanguinetti y Ricardo Lagos. Esa era la versión que distribuían, hasta hace poco, amigos y conocidos. Puro marketing para instalar al delfín como una figura consensual, casi presidencial. Como las personas se conocen no por lo que se dice que son, sino por los hechos que consuman, debemos concluir que el gen autoritario de la familia está presente en el vástago. Tampoco Sergio Massa es una víctima de la familia Kirchner. Lo han dejado sin margen para sus acrobacias políticas, es cierto, pero cualquier político (y cualquier persona) puede decir que no. O puede decir que no aceptará las imposiciones a cualquier precio. Los dos han convertido la Cámara de Diputados en una institución vacía, en la que ya nadie cree, sobre todo porque nadie está seguro de que es legal lo que aprueba o rechaza. Cristina Kirchner, desconfiada hasta la soledad, ya había declarado al Senado en estado vegetativo. Una cámara que baila al ritmo de la expresidenta, si es que ella quiere que baile algún ritmo. Los dos Kirchner, con no pocas complicidades, están perpetrando el verdadero golpe, después de que se hablara de tantos golpes. Es el que busca anular a la institución parlamentaria y, de paso, también a la judicial. Las dos instituciones van de la mano en estos momentos, camino al cadalso.
Desde diciembre pasado no hay reuniones de labor parlamentaria en el Senado. Esas reuniones son importantes, indispensables. Son convocadas por el presidente del cuerpo (Cristina en este caso, si las convocara) y concurren todos los jefes de bloques. Sirven para organizar las reuniones de la cámara y para ordenar el tratamiento de los temas. La vicepresidenta decidió ser solo ella la que organiza y ordena las reuniones del cuerpo. La oposición no tiene diálogo con ella ni existe interrelación con el peronismo. No porque los peronistas sean alérgicos a la conversación, sino porque son inservibles. Todos deben consultar todo, hasta los mínimos detalles, con Cristina. Un secretario administrativo o parlamentario designado a dedo por ella tiene más poder real que un senador peronista elegido popularmente. La vicepresidenta aprovecha las reuniones telemáticas para cerrarle el micrófono a la oposición o para decidir quién habla y quién calla. «Es más que una líder o una jefa. Es la dueña del Senado», sintetiza un senador.
Cristina no ignora lo que significa ser minoría extrema. Lo fue cuando el peronismo de Menem la expulsó del bloque justicialista. Conoce la segregación que pueden llegar a cometer mayorías pasajeras. En aquellos años, su opinión se conocía por medios periodísticos que hoy aborrece y por algunos periodistas que ella persiguió cuando fue presidenta. Cristina no agradece ni perdona ni olvida.
Las cosas en la Cámara de Diputados eran más civilizadas hasta que estalló el reciente escándalo. La disputa no habría existido si el kirchnerismo no se preparara para votar y aprobar, con buenas o malas artes, la reforma judicial. Apareció Máximo Kirchner, el auténtico, el que dinamitó cualquier esbozo de acuerdo que no incluyera la votación por videoconferencia de la reforma judicial. Es una forma ostensible de anticipar que habrá trampa. En síntesis, lo que el peronismo no quiere (y la oposición sí quiere) es prorrogar el protocolo de las reuniones telemáticas, pero con una clara excepción de los temas de seriedad institucional, como la reforma judicial. El oficialismo está en desventaja con la reforma en el conteo previo de los votos, pero solo necesita que se caiga el sistema de internet en Córdoba para dar vuelta los resultados. Los números de la votación eventual, hoy favorables a la oposición, son relativos. Los diputados de Roberto Lavagna y de Juan Schiaretti fueron solidarios con el kirchnerismo en las maniobras para aplicarle a la reforma judicial el protocolo de la crisis sanitaria. La crisis sanitaria, que se está llevando miles de vidas, sirve para cualquier cosa cuando deciden el poder.
Sergio Massa, que ya no ilusiona ni decepciona a nadie, se dejó llevar por Máximo Kirchner, genio y temperamento de su madre. Massa no aceptó la presencia formal de 93 diputados opositores, pero los dejó hablar. Eran fantasmas, cuyas voces se escuchaban aunque formalmente no estaban presentes. Tampoco los dejó votar. Como el protocolo de la Cámara está vencido, la oposición decidió ir a todas las reuniones de manera presencial, aunque no les tomen asistencia. No repetirán la experiencia de Venezuela, donde las ausencias opositoras permitieron hasta reformas constitucionales. El protocolo debía renovarse por consenso (es decir, por el acuerdo de todos los bloques), pero Massa lo renovó por la mayoría de los bloques. No es una diferencia menor. Consenso tiene un significado distinto de mayoría, según todos los diccionarios. Algunos políticos libran una pelea eterna y perdidosa con el diccionario. Dejar fuera del acuerdo a Juntos por el Cambio constituye segregar al 45% de los escaños de la cámara. El peronismo controla el 46% de las bancas. Massa acordó solo con el 9% restante. Esa es la ayuda (¿complicidad?) de los seguidores de Lavagna, de Schiaretti y de la izquierda.
El jefe del interbloque del viejo Cambiemos, Mario Negri, concertó con los partidos de la coalición que irán a una reunión con Massa si este los convocara. Pero no llevarán ninguna propuesta. Irán a escuchar. Massa empieza siempre con la misma pregunta («¿qué proponen?») y termina anunciando que hará lo que él quiera (o lo que le ordenen). «Yo voy a fondo», suele desafiar. Máximo Kirchner lo aprueba. Maestro y alumno se confunden. La oposición se cansó de proponer, de tomar un camino hacia ninguna parte. «¿Para qué seguir proponiendo? Que propongan ellos», concluyeron los de Cambiemos. La Justicia acaba de darle la razón cuando una cámara señaló que el protocolo estaba vencido. Esa Cámara en lo Contencioso Administrativo hizo algo más: admitió a trámite la presentación de la oposición contra el Gobierno. El escándalo legislativo actual puede terminar, entonces, resuelto por los jueces.
Alberto Fernández les cedió el control del Congreso a los Kirchner, madre e hijo. Tan ajeno le es el golpe institucional al Parlamento que dio por no hecha una reunión que se había hecho y por no aprobada una ley que se había aprobado. Nunca otro presidente se había equivocado tanto con una reunión parlamentaria. Peor: culpó a la oposición de no querer aprobar una ley de asistencia al destruido turismo cuando la oposición había planteado en la sesión anterior de la cámara que ese proyecto se tratara sobre tablas por la urgencia que tenía. Se necesitaban los dos tercios, pero el peronismo votó en contra. No se pudo. El Presidente acomodó la realidad a su argumentación y no esta a la realidad. Luego, se dedicó a atacar con palabras duras como nunca a los manifestantes del 17 de agosto, que reclamaron sobre todo por la reforma judicial, el mismo proyecto que promueve las ilegalidades de ahora de Cristina y de Máximo. Las heridas políticas del 17-A no cicatrizaron aún en el Presidente.
El manejo del Senado quedó expuesto el viernes cuando una comisión cristinista decidió de un plumazo rechazar los acuerdos para los camaristas federales Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi, que condenaron en su momento a Cristina. La Cámara en lo Contencioso Administrativo rechazó el viernes la cautelar de Bruglia y Bertuzzi para que no los toquen. El trámite completo está hecho en las instancias inferiores, entonces. Y es la Corte Suprema la que debe tratar cuanto antes el caso de esos jueces. Ya dejó pasar demasiado tiempo. Luego puede ser tarde. No es cierto, como dijeron versiones surgidas de algún sótano de los tribunales, que el presidente de la Corte, Carlos Rosenkrantz, es remolón para poner ese tema en la agenda. Fue una clara operación para desgastarlo. Rosenkrantz no hace la agenda de la Corte; la agenda la decide una mayoría de jueces del máximo tribunal. Eso se sabe desde que eligieron a Rosenkrantz. Pero Cristina tiene aliados impensados hasta en la cresta judicial. Necesita de esas ayudas para anular al Congreso y para disciplinar a la Justicia. Esas cosas son las únicas que le importan en su decisión de ir hasta el final, y hasta después del final.
Fuente: diario La Nación, Buenos Aires, 6 de septiembre de 2020.