Por William Ospina.- Tal vez el mayor peligro que afronta nuestra época no es ni siquiera el cambio climático, sino el riesgo de que la humanidad no esté a la altura de sus desafíos, y llena de confusión y de miedo ponga otra vez su destino en manos de los césares. Hay que ver la megalomanía de Trump y de Putin para entender que su principal preocupación son el poder y sus formas, en un momento de la historia en que la principal preocupación de los seres humanos tendría que ser la salud de los bosques y la limpieza de los manantiales. Ver cómo dos húsares rígidos abren las grandes puertas doradas de un salón fastuoso, y ver al son de músicas solemnes avanzar por el pasillo y entrar en el salón a Vladimir Putin, es ver entrar al zar de Rusia, un siglo después de la Revolución de octubre. Y ver a Trump sugiriendo con el gesto, entre grandes banderas y bajo un vuelo de aviones militares, que en la leyenda patriótica del monte Rushmore solo falta su rostro megalítico, excede todo lo que nos ha enseñado la leyenda norteamericana.
Si hay algo que se siente crecer en el mundo es el desconcierto. Una edad blanda y aduladora ha procurado hacer de la humanidad un rebaño de consumidores autocomplaciente, y del mundo un estanque de conformidad. Es posible que la religión del confort nos esté convirtiendo en las generaciones más indolentes de la historia. No solo todo esfuerzo nos excede y todo peligro nos alarma: la sofisticación de nuestros instrumentos hace que ya no soportemos la vida real, el silencio, la espera, la soledad, la ausencia. Tenemos mapas minuciosos para nunca extraviarnos, aparatos para hablar con los que acaban de irse, cosas que hacen las cuentas por nosotros, que se mueven por nosotros, que piensan por nosotros, todo debe crecer contrariando los ciclos serenos de la naturaleza, todo debe ir cada vez más de prisa, y si el aparato tarda diez segundos en obedecer a nuestro índice, nos gana la impaciencia.
Nos dijeron que no había nada nuevo bajo el sol: hoy hay ciudades de 20 y de 30 millones de habitantes, hay un continente de plástico en el Pacífico, pronto habrá más plásticos que peces en los océanos, nuestra especie ha precipitado la extinción de la mitad de las especies vivientes, nuestra manera de consumir combustibles fósiles está alterando tal vez para siempre al planeta, una ciega y poderosa voluntad de acumulación arrasa páramos, quema selvas, degrada ríos, envenena el aire y derrocha recursos, mientras crecen a la vez la desigualdad, la confusión y el miedo, y parecen cumplirse las profecías más desalentadoras.
El año 2020 ha sido en eso inquietante: la gente en Chile sentía llegar a sus costas el humo de los incendios de Australia, crecientes tensiones de poderes armados se hacían amagos de guerra, las langostas empezaban a arrasar países, después la pandemia ha puesto al planeta entero en pausa, amenazó con hundir la economía, y no sabemos si ya está pasando o si prepara su segunda oleada. Pero hemos visto un fenómeno aún más extraño, gobernantes de países muy poderosos que se niegan a aceptar lo evidente, que tapan el sol con las manos, que ponen sus intereses personales por encima de la responsabilidad frente a las comunidades. Y el año podría terminar en el triunfo de esas actitudes extremas, porque cuando crecen los peligros y se acumulan las evidencias, se corre el riesgo de que grandes sectores opten no por quien los previene y los llama a la responsabilidad, sino por quien les alimenta la ilusión de que no pasa nada. Así son los espejismos del miedo.
Ver a Donald Trump diciendo, ante los cadáveres de 130.000 seres humanos, que su gestión ha sido un gran éxito, que su gobierno lo ha hecho muy bien, que los esperan cosas aún más grandiosas, movería a la risa si no moviera más bien al terror. Nada como la vecindad del abismo mueve a los seres humanos a cerrar los ojos.
En un momento tan extraño y exigente, cuando lo que necesitamos no son gobiernos engañosos sino nuevas pautas de conducta, grandes modificaciones de nuestra manera de vivir, revoluciones de la sensibilidad y de la prudencia, una humanidad atemorizada, debilitada y sin rostro, podría dejar la suerte del mundo en manos de meros farsantes y vanidosos, y de poderes que solo están en condiciones de destruirlo.
Esta hora de miedo necesita ideas poderosas y liderazgos discretos, fortalecer a las comunidades y no a los dirigentes; pero a las comunidades no se las fortalece con sobornos de adulación, sino haciendo resplandecer ante ellas la certeza de su importancia como protagonista de cambios profundos. No fueron los generales los que ganaron las batallas, no fueron los académicos los que crearon los idiomas, no fueron los burócratas los que inventaron las ciudades, no fueron los funcionarios los que descubrieron los oficios, no fueron los sacerdotes los que inventaron las religiones y los que encontraron en su camino a los dioses.
Fueron esas multitudes “de rudas manos y de oscuros nombres”, a las que a menudo se les negó lo más elemental, pero cuyo trabajo sostuvo siempre al mundo; los que producen los alimentos, los que hicieron las ciudades, los que deben conocer la verdadera magnitud del peligro porque no cierran los ojos ante la realidad. Esos que todavía saben que es necesario el esfuerzo, y no tienen miedo a extraviarse, y hacen las cosas con sus propias manos, y aceptan con los rigores de la naturaleza los dones milagrosos de la vida; los que están expuestos al azar y saben de austeridad y de gratitud; son tal vez ellos la única esperanza de soluciones en estos tiempos de mentiras interesadas, de fascinación con los simulacros y de desprecio por el dolor humano.
Los destructores del mundo siempre están buscando a quién echarle la culpa de los males de la historia, contra quién orientar el temor de las sociedades. Pero es importante saber que aunque hay grandes responsables, todos somos ayudantes del mal: somos los consumidores de sus productos, los tributarios de su poder, los cómplices activos o pasivos de su corrupción.
Solo un cambio profundo de la ciudadanía puede controlar esos poderes codiciosos y manipuladores. Y si la humanidad fuera capaz de cambiar en ese sentido, tal vez no importaría demasiado quien gobierne: los pueblos impondrían su voluntad. Porque, puestos a elegir entre meros dirigentes, sin una comunidad que les exija y los controle, si gana el uno el mundo está perdido, pero si gana el otro el mundo no está a salvo.
Fuente: https://www.elespectador.com/ El autor es escritor colombiano. Ganó el premio Rómulo Gallegos con su novela El país de la canela, que forma parte de una trilogía sobre la conquista de la parte norte de Sudamérica.