Por Víctor Corcoba Herrero.- La familiaridad más esencial que tenemos en común, los moradores de este pequeño planeta, es que todos respiramos el mismo aire, formando parte de nuestra existencia. De igual modo, el agua con la que saboreamos el verso de la vida, así como la variedad de productos con los que nos alimentamos, tampoco existirían sin esa donación de la madre naturaleza. De ahí, lo trascendente que es velar por el entorno, al menos para que la variedad de seres vivos en el planeta no decrezca, puesto que todos ellos son necesarios e imprescindibles en el equilibrio natural. Pensemos en que nuestro propio ecosistema no hace nada en vano, también sus barbaries naturales personifican el desquite contra nuestra pereza.
Aún no hemos aprendido a dominarnos, y esto es perjudicial para nosotros mismos. La naturaleza siempre pasa factura de los dominios altaneros. Por desgracia, la mano del hombre lleva tiempo enojando esa biodiversidad, cuestión que más pronto que tarde colapsará los sistemas alimentarios y de salud, a no ser que se impulsen otros modos de consumo más equitativos y respetuosos con los espacios silvestres. Sea como fuere, todos estamos llamados a ser guardianes de nuestro propio hábitat, a aceptar el mundo como espacio de unidad, como modo de compartir y manera de entregarse. En todo caso, de ninguna manera, podemos aceptar contextos avasalladores que atropellan permanentemente, algo que es de todos y de nadie en particular, nuestra oportuna casa común. Ojalá tomásemos otros rumbos más respetuosos y auténticos con la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, mediante lenguajes más del corazón a corazón, que es lo que verdaderamente nos hace ver los horizontes con otros ojos más armónicos.
Sea como fuere, tenemos que salir de este ambiente degradante, tanto humano como natural. En consecuencia, tan vital como fomentar la acción humana de asistir al desasistido, es igualmente importante promover la labor ambiental. Ambas han de ir unidas para inspirar un cambio positivo, donde todos hemos de tomar parte, pues se está poniendo en entredicho la subsistencia de nuestro propio linaje. Hasta ahora no hemos pasado de las buenas palabras ante el gemido de los abandonados. Tenemos que tomar como prioritario, tanto el clamor de la naturaleza como el lamento de nuestros análogos. Llama la atención la inhumanidad sembrada. No puede prevalecer el interés de unos privilegiados con sus estilos prepotentes de vida, frente a otra inmensa población que agoniza y se desespera. Estos vicios autodestructivos no pueden continuar alimentando nuestros aconteceres vivientes. Es tiempo de implicarse, de reaccionar con firmeza, escuchándonos todos. Nadie puede quedar fuera de juego, ninguna rama científica, tampoco ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, todos hemos de tener ese área de sintonía y quehacer en favor de la permanencia y el desarrollo de cada individuo. Ya está bien de que la arbitraria opresión humana todo lo destruya a su antojo. Se requieren otros comportamientos que cuiden de ese entorno diverso, donde los seres viven dependientes unos de otros, se complementan o se sirven mutuamente.
Sin duda, velar por el medio ambiente es compromiso de todos, tarea común, máxime en un mundo en el que imperan tantas desigualdades, en parte debido a un proceso de vida irresponsable, sin valores ni conciencia. Basta mirar la realidad para comprender, la urgente necesidad de un cierto orden, o si quieren de una cierta estética, que no tiene lugar sin una atención particular a la justicia proporcional, cuya violación siempre genera violencia. Lo decía hace unos días la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos humanos, al subrayar los alarmantes desniveles de las sociedades modernas enfatizadas por la pandemia de COVID-19, que afecta de una forma desproporcionada a las minorías étnicas y raciales. En un comunicado, Michelle Bachelet, expresaba que esas disparidades también alimentan las protestas masivas que se registran actualmente en cientos de ciudades de Estados Unidos. Indudablemente, este virus está exponiendo las diferencias endémicas que han sido ignoradas durante mucho tiempo. Ante estas tremendas situaciones, hoy más que nunca, necesitamos fortalecer la conciencia de que somos una sola familia humana, y como tal, hemos de cultivar otros hábitos de amor y cuidado por toda vida, empezando por esa biodiversidad, con el uso correcto de las cosas, el buen hacer y el mejor obrar, con el respeto al ecosistema local y la protección de todos los seres vivos.
Sabemos que muchos jóvenes, nuestra esperanza del mañana, tienen una nueva sensibilidad ecológica y un espíritu más solidario; pero hay que extenderlo y no aminorar su cultivo. Confío en que los nuevos programas educativos, aparte de mundializarnos, nos motiven hacia otros modos de ser y de vivir, hacia otros hábitos más responsables con el medio ambiente, pues si importante es sentir que nos necesitamos unos a otros, más significativo quizás sea ponerse a la faena para mejorar el hábitat, con el aval del trabajo como deber y derecho, pues dar migajas no es la solución, genera ociosidad y resta autonomía. El grito de los pobres, como el de la naturaleza, únicamente se hará silencio el día que digamos de veras, no a este estilo mercantil de supervivencia, que todo lo corrompe y aplasta sin miramiento alguno. Desde luego produce una enorme frustración pensar que la naturaleza, como las gentes excluidas, perennemente nos hablan de sus dolores, mientras el endiosamiento de ese otro mundo favorecido, continua demoliéndolo todo, sin escuchar a nadie. Dejemos de ser cuidadores de mal gusto.
El autor es escritor español residente en la ciudad de Granada.
3 de junio de 2020