Por Rodolfo Zehnder.- Argentina no es un país que se destaque por la reflexión filosófica de sus clases dirigentes ni de los formadores de opinión. Y no porque carezca de filósofos, sino porque en general las élites gobernantes (que siempre han sido élites, por más que se legitimen ab initio por el voto popular, en tanto son grupos minoritarios con privilegios) no han hecho demasiado uso de la filosofía. Atacan los problemas sin ahondar en sus causas más profundas, con lo que la profundidad del análisis –característica de los planteos filosóficos- luce por su ausencia. Lo mismo cabe para muchos comunicadores sociales y opinólogos de turno, donde prima el chisme, la anécdota, el inmediatismo, la banalidad, la intrascendencia, en fin, como diría el eximio Kovadloff (una de nuestras mentes más lúcidas) al comentar cierto espacio televisivo, de lamentable fama.
Del mismo modo, podría decirse que el hombre común, el habitante de la calle, por decir de algún modo que refleje ese ser anónimo que se debate en medio de un presente casi siempre ignominioso, tampoco filosofa demasiado: el presente es demasiado agobiante y el cuerpo –habitáculo de la razón- no logra sobreponerse a los gélidos condicionamientos de la salvaje vida cotidiana. No obstante, esto es en cierto modo un prejuicio, ya que, en la intimidad, en lo más recóndito de su ser, el hombre común no deja de plantearse, en algún momento de su vida, las palabras claves de toda antropología filosófica: ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Qué me cabe esperar?
En efecto, la necesidad y la actualidad de las preguntas sobre las causas últimas surgen con evidencia. Necesidad porque es inimaginable que una persona no advierta lo insoslayable de la formulación de estos planteos últimos a lo largo de su existencia; en tanto el replegarse sobre sí mismo e inquirirse sobre sí es algo que lo define como persona y lo distingue del resto de los seres vivos. Actualidad porque siempre, si bien interrumpidamente según los escozores de la vida, a menudo, y aun tímidamente, surge este tipo de cuestionamiento: ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué soy como soy? ¿A qué me lleva esta vida, estos amores, estos rencores, estas carencias, estos logros? Y surge el dilema de Hamlet, en el drama de Shakespeare: ¿Ser o no ser? ¿Luchar contra las adversidades, o abatirse frente a ellas?
A estas breves preguntas existenciales, que nos ocurren a todos, en cualquier momento y lugar, surgen casi inmediatamente otras, o subyacen en aquéllas: ¿Qué es el bien y qué es el mal? ¿Por qué el ser y no más bien la nada, como se preguntaba Sartre? ¿Por qué el dolor? ¿Por qué el sufrimiento? (¿tiene sentido?). ¿Qué es el poder, la autoridad, y de dónde viene y cuál su fundamento? ¿Por qué hago el mal que no quiero y no hago el bien que quiero?, como se cuestionaba San Pablo. ¿Qué es la felicidad, ese primero y fundamental anhelo de todo hombre, como ya explicitara Aristóteles? ¿Qué hay después de mi muerte? (¿inmanencia o trascendencia?). ¿Por qué tiene derechos el embrión, si los tiene? ¿Qué es el espíritu: un epifenómeno de la materia, como diría Marx, o algo tan nuevo y distinto que no puede sino obedecer a una causa creadora?
La carencia de análisis profundos por parte de la mayoría de la dirigencia argentina no deja de ser patética, en tanto enerva la posibilidad de hallar soluciones definitivas a problemas que se repiten, casi cíclica y matemáticamente. Si la falta de solución a problemas nuevos puede llegar a comprenderse y justificarse, la falta de resolución de conflictos viejos denota incapacidad y carencia de un adecuado discernimiento, muchas veces producto de un análisis superficial, anecdótico, a-histórico, circunstancial.
No está de más recordar en este punto a Platón, cuando afirmaba que los males de los pueblos no se acabarían hasta que los reyes no fueran filósofos, o los filósofos no se convirtieran en reyes. La realidad, claro, es muy compleja, y el insigne griego pudo comprobarlo cuando fracasó su gobierno en Siracusa. Pero a lo que apuntaba, y esto sí resiste cualquier análisis, es que quien ejerce el poder debe ser lo suficientemente sabio como para saber ejercerlo. Sabiduría, perfil de estadista, y filosofía, van de la mano. Filosofía, en todo caso, no es sino amor por la verdad, por el bien, por el conocimiento, por la belleza.
Si el país careció generalmente de verdaderos estadistas, capaces de saber apreciar el bosque sin verse detenidos por el árbol de enfrente, el hombre común de la calle sabe que, de la respuesta que dé él mismo y aquellos quienes lo gobiernan, a esos interrogantes últimos, depende su bienestar, armonía y felicidad. Vale la pena apuntarlo, en estos tiempos electorales, plenos de reyertas y ambiciones personales.
Fuente: diario Castellanos, Rafaela, 19 de junio de 2019.